por Carlos Cossi
Entre los raros lujos que se da este blog (pero algunos nos damos), figura el de publicar a este amigo y politólogo uruguayo contra la corriente. Esta es la primera parte de un artículo que no se parece a los de sus colegas (LLP).
Uno. En los tiempos que corren ser politólogo es una experiencia algo paradojal. Desafiando las predicciones de los analistas y gran parte del sentido común moderno, cuanto más se globaliza la democracia más frágiles se muestran en general las instituciones políticas. Como nunca antes en la historia de la humanidad, el discurso de los derechos impregna el espacio público, sin embargo, la ciudadanía como práctica y noción se debilita progresivamente. Mientras proliferan las tribus, resurgen las barreras corporativas, se transgreden límites constitucionales y la policía del lenguaje ejerce su burocrática vigilancia, el ciudadano se encuentra, como temía Tocqueville por otras razones, cada vez más solo e inerme. En cuanto al acceso a ciertos bienes básicos estamos en promedio globalmente todos mejor, sin embargo la distribución del ingreso viene en caída y hasta algunos reconocidos millonarios manifiestan su vergüenza por pagar menos impuestos que sus empleados. Al mismo tiempo, la opinión favorable a la democracia viene en caída, incluso en los últimos modelos más o menos ejemplares de asociación política y con mejor distribución del ingreso como los países nórdicos. Asimismo, extraña la escasez impresionante de nuevos liderazgos y sueños políticos: a la barra anti política solo se le oponen ecologistas o viejas guardias que, además, en lugar de la política, creen ciegamente en la educación —un mundo por definición de asimetrías y renuente a la innovación— como la clave para regenerar la cultura democrática y disparar el desarrollo económico. Para terminar, al tiempo que un neofascista es el nuevo presidente de los Estados Unidos, un neo estalinista preside Rusia y Fidel Castro recibe vergonzosos homenajes por parte de demasiada gente.
Dos. ¿Es la democracia inviable? Nunca lo sabremos del todo y ahí radica parte de su encanto, casi tanto como su grandeza y perdición. A diferencia de otras formas de concebir la vida en común, la democracia no promete soluciones finales ni rápidas, no es utopía ni paraíso perdido. Se parece más al viaje inacabado del que hablaba Dunn, ausencia de cierre que la transforma, a pesar de la crisis actual, en el único viaje con futuro.
En el fondo, creo que, sin darnos mucha cuenta, lo que estamos descubriendo es que se trata de un juego muy complejo, mucho más complejo de lo que pensaron nuestros antepasados. Hablamos de algo más que una forma de gobierno y un conjunto de procedimientos. Se trata de una apuesta moral históricamente excepcional en dónde la cooperación y la oposición, el acuerdo y la disidencia se reclaman mutuamente. Por ello, estamos ante un sistema de dinámicas deliberadamente inestables y flexibles, que gana autoridad in the long run, en la medida en que es capaz de redoblar la apuesta y renovar su ejercicio. Hoy, instigados por los vendedores de recetas y fórmulas instantáneas y desbordados por nuevas y viejas problemáticas, parece que nadie estuviera dispuesto a esperar ese despliegue.
Debido a su fascinante condición abierta, tiende, por no tener un centro fijo, gurú, manifiesto o biblia, a ser reducida, cuando no cooptada, a sus insumos y partes, que reclaman para sí el monopolio de su significado y alcances. Los casos extremos y más escandalosos de estas apropiaciones indebidas suelen darse, en sentido amplio, en el campo del discurso democrático y la izquierda antidemocrática ha hecho escuela en este tipo de imposturas. De chico solía causarme mucha curiosidad la existencia de dos Alemanias, pero más que nada, me perturbaba el hecho de que, alegremente, la Alemania comunista se llamara a si misma democrática. Recuerdo que cuando consternado le preguntaba a mi padre por ese contrasentido, me contestaba medio en broma medio en serio, ensayando un acento ruso, que la Alemania comunista era, en realidad, democrática con k. Ahí me quedó todo más claro.
Tres. Viví casi toda mi infancia y buena parte de la adolescencia en dictadura. Estudiar la política era para mí, además de un acto ciudadano, una forma de comprender esa nueva forma de vivir juntos que acercaba aires de libertad e igualdad y como diría Pettit, permitía que nos miráramos de frente a los ojos. En definitiva, para aquellos que no tenían la militancia como la primera opción, incursionar en los prolegómenos del análisis político era una forma de ser parte activa de esa novedad. Sin embargo, nunca me sentí muy cómodo con la idea hoy predominante de que el estudio de la política puede asimilarse a una ciencia, y menos –muchos lo creen— a una ciencia dura. Creo que la Ciencia Política a pesar de los logros relativos en términos de generación de un corpus de investigación empírica, está profundamente perdida entre el sueño positivista, el quintacolumnismo gramsciano y el relativismo cultural, o, en todo caso, perdió algo que nunca tuvo muy firme: la posibilidad de ser por momentos, como la mejor crítica de cine, una crítica de la política que al mismo tiempo, como quería Crick, fuera su más independiente defensa.
Por diversas razones, estuve bastante alejado del mundo académico durante más de 10 años. En ese período, lo único que prácticamente me unía a la disciplina eran mis clases en la Universidad. El aislamiento duró hasta que un querido amigo me convenció de retomar el vínculo y un generoso profesor de invitarme a formar parte de en un grupo de estudios algo disidente sobre el vínculo entre las ideas y la política. Fue así que, de forma bastante impredecible, el año pasado terminé viajando a Perú para asistir al Congreso Latinoamericano de Ciencia Política.
Cuatro. Lima es una ciudad muy especial. Su clima es nublado y húmedo la mayor parte del año, cuenta solo con 2 meses de sol, razón por la cual algunos se refieren a ella como la Londres de América del Sur. Recorrer Lima es una experiencia de contrastes radicales. Por un lado, la excelente gastronomía, la rambla ganada heroicamente al mar, los servicios turísticos, el legado histórico, el campus universitario a la par de las mejores universidades y la amabilidad de la gente. Por otro, la desconfianza en las instituciones, la debilidad de los partidos, la inseguridad expresada en mafias urbanas, la informalidad en ciertos servicios como los taxis y la marginalidad.
Los peruanos son conversadores, orgullosos de su pasado indígena y al mismo tiempo uno de los pueblos que mejor hablan el castellano. Existe en el mejor Perú una original combinación de tradición y modernidad que se expresa, entre otras cosas, en la forma de concebir la experiencia gastronómica. Mientras varios de sus restaurantes aparecen en los primeros puestos de los rankings más importantes, más de un peruano remite esos logros a un feliz rescate de lo mejor de las tradiciones culinarias caseras. Entre Acurio y un cocinero profano ven más continuidades que rupturas. Evitan así entregarse a la nostalgia reaccionaria de la aldea como a la lógica moderna, tecnocrática y normalizada al estilo del programa Pesadilla en la Cocina. Y, lo más interesante para un politólogo, parecen estar cansándose de los arribistas políticos, figuras dominantes en la política del país. Así me lo confirmó un espabilado taxista al pronosticarme en contra de los anuncios de los politólogos que ganaría Kuzcinsky porque “hace tiempo que lo intenta y se merece una oportunidad”.
Cinco. Luego de alguna graciosa confusión con el hotel —por querer estar cerca de la sede del congreso terminé mal asesorado en algo parecido a lo que en Uruguay llamamos un motel, es decir, un lugar para encuentros sexuales rápidos— lo primero que hice en Lima fue irme a una librería. Además de recabar un mínimo de información confiable sobre la democracia peruana, mi intención principal era en realidad encontrar ese escritor distinto, original, alguien de quién enamorarme y de paso renovar mi alicaído gusto por el análisis político. Carente de contactos que pudieran recomendarme algún local, me metí poco convencido en el primero que encontré, una librería mainstream, estilo Yenny, de la que no logro recordar el nombre. Allí me atendió un correcto empleado, al que lo primero que le pregunté fue cuál era el mejor escritor político del Perú. El joven empleado resultó ser un espabilado estudiante de filosofía y, sin dudarlo demasiado, me recomendó los libros de Alberto Vergara.
Foto: Gabriela Ventureira
diciembre 25, 2016 a las 5:49 pm
Cossi, qué gusto, gran nota so far.
¿Puedo abusar de su amabilidad y pedirle una aclaración sobre este párrafo?
«…a la barra anti política solo se le oponen ecologistas o viejas guardias que, además, en lugar de la política, creen ciegamente en la educación —un mundo por definición de asimetrías y renuente a la innovación— …»
¿Si la educación tuviera menos asimetrías y más innovación sería el futuro? El párrafo es negro respecto de la educación como herramienta potencial de cambio.
diciembre 25, 2016 a las 9:42 pm
Hola Janfi, me alegro que te haya gustado la nota.
Creo que la educación ni siquiera en su mejor versión puede ser una herramienta de cambio. Tampoco, como suele sostenerse a menudo, una fábrica de emprendedores o de ciudadanos. A partir del siglo XIX, en el Río de la Plata con el tándem Sarmiento/Varela ,se le pide demasiado a la educación. Y la educación promete demasiado también. Lo mismo sucedió con la economía en los noventas cuando Clinton decía «Es la economía estúpido».
En mi opinión, lo mejor que pueden hacer los maestros -los que trabajan en instituciones pero también los que sin serlo formalmente ejercen influencias en ámbitos más informales, desde el bar, hasta una redacción, pasando por un blog o un emprendimiento empresarial- es despertar y amplificar la pasión por el conocimiento como un fin en si mismo, compartir los grandes legados de la humanidad (la ciencia, la filosofía, el arte, la política etc) en forma renovada y abierta, sean éstos académicos o profanos, institucionales o marginales.
Se trata, como afirmaba Arendt, de una tarea nada progresista, incierta -la gente decide libremente que hará luego con su vida y eso es un bien mayor, al menos en democracia – y más bien conservadora en el mejor sentido, a contra corriente del mundo público, más libre, igualitario, dinámico y cambiante.
En suma, un futuro en dónde prime la libertad y la igualdad, la prosperidad y la justicia, depende más, o debería, del escenario general y público que construimos para nuestros desempeños y de nuestra capacidad de renovarlo. Y ahí la política, que se aprende además de estudiándola, ejerciéndola, es fundamental.
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diciembre 25, 2016 a las 9:50 pm
Para profundizar en la discusión está muy bueno este artículo de Carlos Pareja:
Haz clic para acceder a Apostar-a-la-educación-Pareja.pdf
diciembre 26, 2016 a las 5:22 pm
Guau!!!
Me siento un dinosaurio.
¡Qué bueno el articulo de Pareja!
Creo que nunca había leído esos puntos de vista, pero claro, estoy muy lejos de la Academia.