Ventanas

Un libro de J. B. Pontalis

por Tomás Abraham

Es un libro maravilloso. Pequeño. Una serie de retratos y reflexiones sobre evocaciones psicoanalíticas. No se trata de teoría, sino de observaciones de una larga vida dedicada al pensamiento teórico y a la clínica freudiana. Se llama Ventanas, y comienza con un poema de Rainer Maria Rilke que nombra la ventana como “tú que separas y atraes / y que cambias como el mar.”

 

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¿Qué es pensar? interroga Pontalis. La pregunta no es ociosa. El mentado instrumental de la racionalidad son los conceptos. Por ser una generalidad que subsume particularidades, el concepto puede pensarse como el olvido de la diferencia entre los objetos. Se borra la singularidad y se incluyen géneros y especies en una taxonomía. Esta versión crítica clásica de los anticonceptualistas, ya sean vitalistas o intuicionistas, no apela en el caso de Pontalis a esos lugares comunes del encomio de lo singular, lo indiviso, la energía, el sin fondo, o cualesquiera de las carátulas del acervo romántico. Sin embargo, extrae del mismo una figura paradigmática: el sueño.

Pensar tiene que ver con soñar. A los analistas les gusta hablar de sueños, más aún a los freudianos de la vieja escuela, los más modernos prefieren el vocabulario de las conductas. Para la historia del psicoanálisis, el relato del sueño del paciente es fundacional. La Interpretación de los sueños de 1905 inicia la teoría psicoanalítica con el descubrimiento de los mecanismos de agrupamiento y disolución de palabras-íconos de acuerdo a la pulsación del deseo inconsciente.

Para Pontalis, amante del sueño y del ensueño, el pensar vive oníricamente. Hay ritmos del pensar. Una síncopa por la que el trabajo ideativo puede detenerse, arrancar de golpe y al galope, otras en las que prefiere el tiempo moroso de la repetición, muchas en las que se pierde. El pensamiento puede, en ocasiones, estar consternado por el silencio de los comienzos.

Existe una censura sostenida como norma y regla, que hace de cada palabra un sello, una efigie, es la palabra temerosa de ser alcanzada por el fantasma de la estupidez. Un peaje cada día más caro se instala y sólo deja avanzar aquello que jamás claudicará, le está permitido pasar al rigor comprobado, la rigidez coherente, la referencia autorizada, el poder erudito.

Una ventana es una brecha en el muro. El aire es el elemento separador de la filosofía. Un buen viento de arena es depurador. Es el escenario del profeta, el del Moisés de Miguel Ángel y Freud. Pero Pontalis habla bajo. Se refiere al sueño para describir al insomne. Existe el insomne del día atado exclusivamente a su agenda. Son los incapaces de soñar. Enloquecen ante todo aquello que no pueden dominar. Existen los insomnes de la noche carcomidos por preocupaciones. Hijos de su lucidez. Aquellos que al despertar pisan con firmeza el suelo ya dispuestos sin mediación alguna para la refriega cotidiana.

El oficio del psicoanalista es mediador entre sueño y vigilia. Dice Pontalis: “si no me canso del psicoanálisis es porque es una larga estadía en el limbo”. Recuerda esta frase de un niño: los sueños es cuando se queda en la cabeza, las pesadillas es cuando se queda en la habitación.

Sueña con un pensamiento soñante que tenga la fuerza de ser irreflexivo e inconveniente, que avance por su cuenta y riesgo como un sonámbulo. Se pregunta si el lenguaje puede llegar a estar a la altura de semejante exigencia. Lo duda. Está sometido a demasiadas limitaciones sintácticas y lógicas, y, no es poco agregarlo, el pensamiento de palabras quiere ser comprendido. Sugiere que quizás el pincel sea más apto que la pluma para lo soñante.

Pontalis también nos habla de otras cosas. Cuenta que un hombre deseaba con fuerza estar solo en su casa para hacer lo que le viniera en gana. Llegado el ansiado momento no sabía qué hacer sin verse hacer. La soledad le ofrendaba esta cansadora y permanente compañía de un sí mismo que se refleja en la doble conciencia. Autoobservación, el “yo me veo” de un dios omnisciente, el dios vigilante de la voz blanca. Ese doble, dice, tiene la frialdad de la muerte.

¿Cómo irse de sí mismo?, insistente pregunta que repite una y otra vez. Propone cuatro vías: una es el análisis que lejos de remitir al yo, lo escinde. Las otras son la escritura, el sueño, y el amor.

Salir de sí. Narciso busca en vano una imagen estable de sí mismo, una forma que le asegure una identidad. No hay reflejo petrificado aún en aguas estancas. Habría que anular casi todo, encerrarse en la mónada sin ventanas para atrapar la imagen propia. Los que lo intentan sufren mucho. Cada vez que le mueven un pequeño anaquel de su tan cuidada estantería, chillan de dolor. Dicen que les quieren hacer mal. Pontalis recuerda una palabra que condensa el síntoma: el narcisón, es el órgano del narcisismo. “Si tocan mi narcisón, desaparezco.”

Dice que la nostalgia es una palabra inventada por un médico de Mulhouse. Lo cuenta Jean Starobinski. Viene del griego nostos: retorno, y de algios: dolor. Designa así a esta enfermedad, la nostalgia, sumamente curiosa, que afectaba a soldados que apenas soportaban las restricciones de la vida militar. Surge del estudio de mercenarios suizos que se negaban a comer y se abandonaban a la muerte.

La nostalgia es el nevermore. Ya no es mi pueblo, mi barrio, mi calle, ya no son lo que eran. Me los cambiaron. ¿Quién es ese me anónimo sino el tiempo inhumano que hace su obra –se pregunta Pontalis– y quién es ese mí que sólo desearía obedecer a su propio tiempo?

Se cree, agrega, que la nostalgia es apego al pasado. Una búsqueda de la infancia perdida. Si bien esto es cierto, también tiene otro origen. No idealiza al pasado o le vuelve la espalda al presente, sino sólo a lo que muere. La ilusión del nostálgico es que no haya más muertes y que descienda sobre la tierra el país natal en donde la vida nace y renace.

¿Qué sucede cuando los órganos nos juegan una mala pasada? Esas vocecitas extrañas en el pecho, la cadera que no quiere rotar, la irritación insistente en la garganta, la manchita en el hombro? ¿Qué sucede también cuando nuestra mujer se olvidó de llamarnos a la hora señalada? Qué extraño es que se la vea tan contenta. Sin embargo, cuando le propuse el viaje no mostró ninguna emoción. Qué raro.

Tanto la hipocondría como el amor celoso constituyen un arte de la lectura de los signos. Ningún signo es confiable en última instancia. No hay pasión por la verdad como la que tiene el paranoico en cualquiera de sus expresiones.

Hay quienes buscan la verdad, y hay otros que quieren encontrarle sentido a todo. Búsqueda que no tiene fin. El sentido se opone al vacío de sentido, a la no forma. Trabajar el vacío, modelar el agujero existencial, es dar sentido. No puede clausurarse el desparramo de significado a que nos someten las contingencias de la vida. Lo inexplicable y lo absurdo insisten. Si comprendiéramos el mundo, dice Pontalis, no formaríamos parte de él.

Buscar la verdad hacia adelante nos lleva al infinito. Cerrar el sentido en una totalidad nos remite a nuestra propias limitaciones mal elaboradas. Los antiguos crearon el arte de la memoria. Qué placer es recordar… pero no la verdad sino el acto mismo de hacerlo. No son los recuerdos los que son placenteros sino el hecho mismo de rememorar. El placer intenso del reencuentro consigo mismo. Saber que el pasado no ha muerto y que estoy vivo. Los recuerdos son paquetes de ficción con la misma sobredeterminación que los síntomas.

Habla de la melancolía, del decurso entre dos muertes del melancólico, de las personas fundamentalmente malas. Diferencia al sádico del malo, este último ni siquiera necesita un partenaire, le basta con hacer daño. Pasa de una escena mínima a otra de un libro dividido en pequeños capítulos de dos a tres páginas.

Pontalis despierta particular interés cuando en 1964 escribe junto a Jean Laplanche un artículo en Les Temps Modernes, la revista fundada y dirigida por Sartre, llamado «El fantasma de los orígenes y los orígenes del fantasma”, que se convirtió en un texto anticipatorio de las venideras preocupaciones de los discípulos de Jacques Lacan. Laplanche y Pontalis escribieron juntos el clásico Vocabulario del psicoanálisis. Fue parte del comité de dirección de la revista de Sartre, al tiempo que trabajaba los senderos del pensamiento lacaniano. Esta ubicuidad la tiene un hombre especial, alejado de los dogmas y de los sectarismos de capilla. Por eso puede pensar así. Con humildad, dejando impresiones.

Afirma apostar a las fuerzas de la vida. Es médico, se pregunta: ¿Seré más médico de lo que creo? Sin embargo, no se siente impulsado por la necesidad de curar sino por algo más fuerte: hacer soportable la vida. Hacer lo posible para que el otro se sienta y quiera estar vivo.

No se trata de querer el bien de nadie, no es el bien, sino confiar en lo que hay de vivo en cada uno. Finalmente dice: “no sé muy bien qué significa esto para mí. No me importa demasiado.”

Foto: Cora Burgin (Serie Buenos Aires)

8 respuestas to “Ventanas”

  1. janfiloso Says:

    está buena la eventual diferencia entre curar y hacer soportable la vida o querer el bien y buscar lo vivo en cada uno, pero, a riesgo de no haber entendido bien, ¿ hay diferencia entre estos conceptos y los viejos eros y thanatos del mas viejo freud ?

  2. alita Says:

    Sr. Tomas Abraham,
    tengo que contarle una idea muy interesante para el blog.
    Atte. Alita

  3. alita Says:

    ….después de tantas ….. en el día de hoy, este texto me puso muy triste.

  4. Sergio Says:

    Tomás, mientras sigo en la búsqueda de un psicoanalista que me haga sentir incómodo en el mejor de los sentidos (que me haga pensar) te pregunto: ¿Alguna vez podrás comentar tu visión de lo que pasa cuando el filósofo va al analista?

  5. Medusa Says:

    Me gustò la parte donde dice que el psicoanalista es el intermediador entre los sueños y la vigilia.
    Medu

  6. estrella Says:

    A mí me gustó todo. Lo que dice y cómo lo dice. Me deja pensando, con ganas de más.

  7. Jorge Says:

    Excelente comentario, Tomás. El título del libro, esas palabras de Rilke metáfora de la ventana y las siguientes alusiones al pensamiento, a los sueños hacen pensar en ella como espacio por donde se cuelan aquellos, espacio por el que es necesario mirar hacia afuera pero también salir y mirar para adentro, y, si se puede, cambiar como el mar.

  8. david Says:

    Es interesante eso del no poder hacer «sin verse hacer»… Si no recuerdo mal es lo que comenta Sartre sobre Baudelaire, que no podía escapar a la contemplación de su propia imagen, que escribía como si se mirara a sí mismo en el acto de escribir.

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