Carta desde Mar del Plata (6)

por Quintín

Querida Flavia. Al final, Laxe estuvo de lo más responsable y a la una y media en punto me devolvió la fuente de la computadora. De todos modos no la pude usar, porque ayer vi cinco películas, el máximo que recuerdo en mucho tiempo. Yo creo que esta hiperactividad está directamente relacionada con tu ausencia y la sensación de sentirme solo. Anoche, de pronto, tuve una revelación: que las películas que estaba eligiendo para ver eran todas de gente que conocía personalmente, como si saber que los directores tienen una cara me hiciera sentir más acompañado. Porque en el fondo se trata de eso, de defenderse de la soledad en al ancho y ajeno mundo del cine.

Así fue como empecé el día con Essential Killing de Jerzy Skolimovski, a quien conocimos en Salónica hace algunos años. Es cierto que Jerzy, que por ese entonces estaba inactivo como cineasta, no nos causó la mejor impresión. Pero ese tipo arrogante y manguero, que vivía perdiendo el tiempo en Estados Unidos, tiene un don natural para el cine, así que me interesaba ver la película. Resultó una decepción: una obra rebuscada, efectista y banal pero filmada con una mano segura y alguna idea ingeniosa como para demostrar que el autor sigue teniendo talento. Es la historia de un talibán preso de los americanos que se escapa cuando lo trasladan desde una base secreta y debe intentar sobrevivir acosado en el bosque durante un crudo invierno. El papel lo hace Vincent Gallo, que no habla en toda le película, pero recuerda (en espantosos flash-backs) cómo lo entrenaban en el fanatismo. En un momento, cuando se muere de hambre, ve una mujer amamantando y se le tira encima para tomarle la leche: ese recurso al efecto extremo resume la película, que Skolimovski describió en la charla posterior como un intento de mostrar a un hombre que se debe convertir en animal para sobrevivir. Demasiado helicóptero, demasiados planos vistosos y demasiados recursos de producción para una idea simplista. En la conferencia Skolimovski —campera y anteojos negros y ese aspecto de sargento de policía pesado— dijo sin embargo algo interesante. Que la película no era política porque una sola vez había hecho una película política contra el estalinismo, Hands Up!, que “me costó la vida, ya que tuve que abandonar mi país y vivir en el exilio”. La bronca que expresa esa frase se parece, en otro estilo personal, a lo que en su película expresaba Iosseliani: que el Occidente no es un buen lugar para un artista inmigrante. De todos modos, debo decir que la película mejoró un poco en mi mente desde ayer, sobre todo ahora que me puse a escribir sobre ella.

La película siguiente era la de otro inmigrante, aunque hasta ahora lo fuera a tiempo parcial. Raffi Pitts vivía en Irán una parte del tiempo y la otra en París, pero ahora no puede volver a su país, ya que las condiciones políticas se endurecieron en los últimos tiempos y, según cuenta, podría terminar en la cárcel apenas pise el aeropuerto. The hunter se parece a la de Skolimovski, porque se trata de un cazador perseguido en el bosque, en este caso un tipo al que le matan la mujer y que para vengarse asesina a dos policías. Es una película completamente inusual en el cine iraní, filmada en el estilo de un policial americano de los 70, con situaciones cambiantes y un desenlace lleno de peripecias y sorpresas. Es curioso ver esta película unos días después de Road to nowhere de Monte Hellman, a quien Pitts admira y con el que tiene muchos puntos en común. También es curioso verla después de Aurora de Cristi Puiu, porque acá también el director hace el papel principal y este es el de un asesino.

The hunter es una gran película, completamente a contramano del neorrealismo clásico iraní, filmada con la deliberada intención de mostrar Teherán como si fuera una ciudad occidental y de hacer una película atemporal, con una mínima referencia a los sucesos políticos. Sin embargo, The hunter muestra un costado del país que queda fuera de las tarjetas postales habituales y el efecto asordinado que tiene en la vida de la gente la existencia de una burocracia totalitaria que guarda, sin embargo, las apariencias democráticas y las formas legales. Es como si el género elegido, tan fuertemente ficcional, permitiera penetrar el cliché y devolverle a Irán su verdad en los pequeños gestos, en las costumbres domésticas y vislumbrar una resistencia no solo al gobierno sino a la reducción de la sociedad y su cultura a un par de eslogans políticos de fácil consumo. Pitts, cineasta internacional si los hay, termina siendo el más iraní de los directores, porque los demás —oficialistas y opositores— se reducen cada vez más a la mirada pintoresca sobre sí mismos que de algún modo impone el Occidente. De algún modo, Pitts retoma el gesto de Kiarostami, que descubrió un país al mundo saliendo de las imágenes predigeridas y hablando de cosas mínimas, como de niños y suicidas. Después, en el almuerzo con Alderete y Koza, Raffi diría que Kiarostami terminó, sin embargo, aceptando las imposiciones del gobierno y que, de algún modo, se ha rendido como cineasta. Sin embargo, recordó de él una anécdota que muestra hasta qué punto de sutileza y de verdad se elevó con él la discusión cinematográfica en Irán. Resulta que Raffi estaba editando su primera película y un día, al entrar en la sala de montaje, se encuentra con Kiarostami sentado en la moviola. Asombrado, le pregunta qué está haciendo allí y Kiarostami le dice que el editor de sonido, que era también el suyo, le pidió que le diera una mirada al material. Raffi, intimidado, le pide su opinión y el maestro le responde que está bastante bien, pero que no le gusta que maten un chico. “Para matar a un chico en una película se requiere una buena razón y no sé si vos la tenés”, le dice. Raffi se defiende como puede y Kiarostami le pregunta en qué minuto muere el chico y la respuesta es en el minuto 87, de 90 que dura el film. “¿Por qué en el 87?” “Para darle una bofetada al espectador”. “Ah. Ya entiendo. No tenés confianza en tus primeros 86 minutos”.

Pitts es un gran contador de anécdotas, pero la moraleja de esta es poderosa. Por eso, cuando Los Hijos se ríen de Abbas o de los Straub y los Olaf de este mundo salen a decir que están podridos de estos “autores a la francesa”, conviene recordar que la idea de autoría, entendida con propiedad, es inseparable de la prohibición de matar chicos en el cine y esa mirada no ha sido superada por ningún procedimiento experimental.

La conferencia de prensa de Raffi fue ejemplar en ese sentido, una lección de cómo y por qué se filma. Con gran paciencia le explicó al público que se filma para cambiar lo que se escribió previamente, ya que para respetarlo no tiene sentido hacer una película. Ante cada interpretación que se le pedía, Raffi decía que en Irán, cuando se invita a alguien a comer a una casa se le ofrecen distintos platos, para que el huésped pueda elegir el que prefiere y que una película debe presentar también esa opción. Extraordinariamente reflexivo, Pitts es al mismo tiempo de los pocos que le pueden seguir el tren nocturno a Abel Ferrara o a Lisandro Alonso. Causó una impresión excelente en quienes lo conocieron en Mar del Plata. Y a mí también, ya que siempre lo había visto rodeado de más gente y esta vez estaba en su fase más relajada. Me hubiera gustado mucho que estuvieras acá durante estas charlas.

No quería olvidarme de decir algo sobre ese bolichón del que te hablaba el otro día. Se llama La Nueva Carreta y es de verdad buenísimo. Pedí el plato del día tres veces seguidas: lentejas, peceto con papas y arroz con mariscos. Siempre impecable y baratísimo. Es un milagro encontrar un lugar donde saben cocinar, un asunto que poco depende del precio.

La primera película de la tarde fue la de Jia Zhang-ke, I wish I knew, que también me defraudó. Hay una polémica sobre si Zhang-ke se ha vuelto un cineasta oficial y la verdad es que hay muchos elementos para sostenerlo después de esta película que es —no estoy seguro— un encargo del gobierno de Shanghai para promover la ciudad o algo por el estilo. La película es una sucesión de tomas bonitas de la ciudad (Zhang-ke, como Skolimovski, sabe de eso) —en las que aparece un fantasma que tiene el aspecto de un mujer muy bella— que se alternan con fragmentos de películas chinas de todas las épocas y de entrevistas a gente que relata algún episodio de su vida. Es un poco chocante ver tantos ciudadanos prósperos, bien vestidos, en casas muy confortables que relatan padecimientos de otrora (desde los japoneses hasta la Revolución Cultural) desde la perspectiva de que la vida (y la Historia) les ha permitido recuperarse y pueden mirarlo todo sin rencor. El panorama se completa con gente más joven que cuenta, por ejemplo, cómo se enriqueció con la venta de acciones en el nuevo orden capitalista. Se podría decir que esta sucesión de gente feliz, satisfecha de su suerte, es un poco demasiado complaciente, demasiado funcional a las autoridades. También se podría decir que Zhang-ke se reserva una mirada irónica sobre todo eso y también que el objetivo de la película es integrar las distintas caras de la ciudad según el paso del tiempo, no dejar que se pierda el testimonio de una historia que los cambios políticos habían contribuido a sepultar. Pero es imposible escapar a la idea de que I wish I knew parece filmada desde el punto temporal de un presente definitivo, desde el fin de la Historia. Da un poco de miedo, pero tal vez Zhang-ke esté haciendo lo mismo que Pitts: entrarle a la cuestión desde un costado. No me convence, sin embargo, la posibilidad de que sea así. I wish I knew es una película fluida, pero no deja de ser perezosa.

Después vi el programa de cortos que me falta de Luis Escartín, que contiene sus últimos trabajos filmados en México, Dakar, la Polinesia y el Sahara respectivamente. Antes, habíamos visto cortos rodados en Estados Unidos, Israel y Cataluña. Evidentemente, Escartín en un cineasta aparte, cuya obra no puede desconectarse de su vida. El tipo se mete en lugares desconocidos y, aun cuando filme en los conocidos, tiene la misma aproximación: la de quien le está ofreciendo al mundo algo que desconoce, como una especie de etnógrafo a la antigua, aunque sus películas no son parte del llamado “cine etnográfico”. En todo caso, Escartín practica una etnografía amateur y personal, basada en una constante: darles voz a los sujetos que aparecen en sus películas. Escartín no tiene lo que podría llamarse un método, ya que todos los cortos difieren formal y temáticamente entre sí. Es cierto que hay varios que sostienen el punto de vista de comunidades en peligro, como el dedicado a la tribu de los kach winnick en Chiapas, al de los Tuareg en Mali, o a los campesinos del Penedés. Pero lo más original de Escartín, lo que le da un carácter radical a su obra, es cierta olímpica indiferencia por las opiniones concebidas a priori como correctas y su voluntad por llegar al fondo de las cosas. Por eso es fundamental un corto que tiene el curioso título de Amor y que consiste en un reportaje a un joven ex soldado israelí, grabado en una sola tarde, en la que el sujeto declara que es necesario alcanzar la paz con los palestinos después de todo  el odio y las heridas de la guerra. El discurso del soldado tiene algo de inocente y de convencional, pero hay una zona oscura, donde se nota que no quiere hablar de su experiencia personal en el conflicto, y se refiere a algo llamado kill rush, una adicción que se adquiere cuando uno ha comenzado a matar. Después, durante el debate con el público, nos enteramos de que el protagonista no es un soldado cualquiera sino un asesino que participó de un cuerpo de elite que se ocupaba de eliminar presuntos terroristas, en muchos casos inocentes. Hay aquí algo en común con Z32, la película de Avi Mograbi, con la diferencia de que allí no se ve la cara del protagonista pero sí se describe el asesinato de un inocente. Lo de Escartín es más radical, justamente por su rechazo a expresar reparos morales frente al sujeto y por conferirle al verdugo el mismo derecho a expresarse que a las víctimas, lo cual coloca al espectador frente a una verdad desnuda, el tipo de realidad que el cine, cargado de mecanismos de censura, se rehúsa a poner en pantalla. Por eso, ese discurso no se opone al de los tuareg, ni al de un anarquista que monologa durante veinte minutos sobre la cultura indígena y el fascismo implícito en la organización política de los Estados Unidos. El cine de Escartín reconoce que lo que le confiere verdad cinematográfica a un individuo o a una comunidad es que su discurso sea negado, ocultado o censurado.

Incluso, que se niegue a manifestarse como tal. En Nescafé-Dakar, Escartín filma durante media hora una esquina desde el hospital en el que está internado un americano que sufrió un accidente y no puede caminar. La cámara funciona como el complemento de las noticias sobre su salud que el enfermo transmite a su casa, la parte de la realidad que no puede ver o, mucho peor, a la que no le encuentra sentido. La insistencia es lo que genera la película, lo que nos obliga a mirar de una vez por todas y advertir que una esquina no es solo una esquina y que ese rincón urbano de Senegal, con su vida en movimiento, sus mujeres hermosas y la elegancia natural de los pobladores, es tan rica como Nueva York o París. No hay condescendencia en estas películas, sino un intento de estar siempre a la misma altura de quienes aparecen frente a la cámara, así se requiera de una insistencia infinita. Aun cuando el trabajo pueda resultar fallido, como Tabu Maná, una película que se me hizo insoportable, pero que expresa la sinceridad de su propio fracaso en encontrar algo que no esté manoseado por el lugar común. En cambio, cuando Escartín encuentra la veta, como en Tierra incógnita, los viejos campesinos habilitan la aparición de una dimensión poética, en diálogo con el Cosmos y la Historia. Lo mismo ocurre en Mohave cruising, donde asistimos a uno de los discursos más auténticos, comprometidos e inesperados sobre la belleza, el arte y su interpretación a cargo de una pareja de palurdos que se niega a aceptar que haya que pertenecer al mundo de la cultura para apreciar el desierto y los atardeceres.

A diferencia de Laxe y de Los Hijos, Escartín no tiene un gran discurso sobre su propia obra, que presenta grandes dificultades para la crítica, huérfana de un estilo reconocible y de la inscripción de alguien tan marginal en el discurso predominante en el mundo del cine. Acá no hay interdisciplina ni instalaciones, tampoco un discurso bienpensante ni una vistosidad seductora. Hay, en cambio, trabajo y determinación, las cualidades de quien se esfuerza por lograr que algo surja finalmente desde la nada. Esa voluntad de alquimia recorre la obra de Escartín.

La última película fue Littlerock, de Mike Ott, a quien no conozco de verdad, pero con el que viajamos al aeropuerto en Viena. Un fiasco. Atsuko, una japonesa, llega por casualidad con su hermano a un pueblito de California. No habla inglés, pero durante un par de semanas vive allí y se relaciona con los pobladores. Conoce gente, tiene una aventura amorosa, trabaja en una tienda, es testigo de las pequeñas violencias entre los nativos. La película funciona en ese registro del realismo indie americano que ha aprendido a registrar muy bien la intimidad. Pero, al final, en un gesto oportunista, Ott incluye una visita al museo de la internación, donde se recuerda la violencia ejercida por el Estado contra los residentes japoneses en la Segunda Guerra. Y así arruina la película, aunque el truco le sirve seguramente para recorrer más festivales.

Ahora me voy a comer y después a ver una peli. Espero que te mejores de la bronquitis. Cuidate. Ya falta poco.

Un recontrabeso

Q

4 respuestas to “Carta desde Mar del Plata (6)”

  1. Lenny Says:

    Leone no es un «autor»? Qué pasa, entonces, con H. Fonda en «Once upon a time in the west»?
    Y no me digas que Leone es imbancable.

  2. equidna Says:

    M quedé con ganas de ver las de Escartín. Muy buen locro a $ 10 y cuaresmillos a $ 8 en El Ceibo, Luro y Sgo del Estero (cerca del Ambassador)

  3. afa Says:

    Me contaba un amigo chino en Beijing que Jia Zhang-ke trabaja para un multimillonario de los bienes raíces de Shanghai que le encarga películas que muestren sus desarrollos inmobiliarios con el fin de promocionarlos tanto en China como en el exterior, y también con el fin de convencer a las autoridades de que liberen más terrenos para la construcción de viviendas, un tema que tiene al negocio de los bienes raíces por las cuerdas en China. La paga es buenísima y Jia está feliz. Los que le reprochan esta actitud mercantil hasta le inventaron un apodo, algo que consiste -según creí entender- en cambiar el orden en que se pronuncia su nombre y que queda entonces en algo como «Jia, el funcionario».

  4. Tweets that mention Carta desde Mar del Plata (6) « La lectora provisoria -- Topsy.com Says:

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