por Manuel Chiappara
Eso que llamamos rostro no existe en ningún animal a excepción del ser humano, y expresa su carácter. Cicerón
A lo deprimente del cumplimiento de una medida absurda, ineficiente, ilegal – puesto que viola el principio de razonabilidad que debe regir el ordenamiento jurídico -, degradante y dañina para la salud física y mental, como es el uso del barbijo por más de ¡2 (DOS)! años, hay que agregar el elemento –quizás producto del culto del dogma del “distanciamiento social” y el uso esquizofrénico del alcohol en gel –, clasista.
El otro día fui a desayunar a un café. Me atiende la moza con el barbijo “mal colocado” (solo le cubría la boca). Siempre que voy lo tiene puesto así. Era obvio que lo usaba únicamente para cumplir con “la formalidad” de la obligación. Me atreví a preguntarle si le gustaría poder elegir no usarlo. “Sí, ni me digas, estoy podrida de este circo, decí que por lo menos así –con la nariz afuera– respiro un poco porque antes, ni eso podía. Siempre te dicen que es por “tu bien”, pero yo no le encuentro ningún sentido”. Comenzó a contarme lo que le costaba comunicarse con los clientes, que varias veces debía repetir las cosas y que la foto que se imponía en su mente siempre era que los clientes no lo usaban y ellos, los empleados, a pesar de compartir el mismo espacio, sí. Haciendo un gesto hacia el mostrador, donde estaban las otras mozas –también con barbijos y ¡gorros quirúrgicos!–, exclamó: “¡Mirános, parecemos enfermeras!”. Nos miramos con complicidad y reímos del absurdo. “Sí, es un disparate total, no da para más esto”, le dije.
De ahí, me fui a hacer unos trámites a la facultad de derecho de la UBA. Noté que la gran mayoría de los alumnos circulaba sin barbijo, con total normalidad. Me detuve a observar que el personal de servicio de limpieza y de seguridad lo usaba en su totalidad, lo cual evidenciaba que eran los únicos que se sentían obligados a taparse el rostro. “¡Y pensar que acá deberían enseñarte los principios de razonabilidad de las normas y la igualdad ante la ley!”, me dije a mí mismo.
El día anterior, un amigo me contó que hace unos meses volvió a trabajar de manera presencial en la empresa. Al principio, unos “expertos en protocolo” habían dispuesto el uso del barbijo para trasladarte de un lugar a otro. O sea, podías estar en tu escritorio sin el barbijo, pero si te levantabas para ir al baño (en el interior cesaba la obligatoriedad de la medida), la cocina, o la máquina de fotocopia, te lo tenías que poner. “¡Qué estupidez, por favor!”, le dije, “¡terrible!, ni quiero imaginar que alguien cobró por hacer ese protocolo”, añadió. Pero me comentó que la medida se fue incumpliendo de a poco y hoy la mayoría no lo usa. Eso sí, hay algunos empleados que no tuvieron la posibilidad de gozar del privilegio de la elección del no uso: el personal de servicio de limpieza y de seguridad son los únicos obligados a taparse el rostro de manera permanente.
Llego a casa a la tarde y me siento a ver un poco de tele. Pongo el programa de Darío Barassi (de lo poco que veo en la televisión por cable). En un momento, Barassi llama a una asistente del canal para hacerle un chiste, la cual aparece en cámara con el barbijo puesto. La cámara enfoca el “detrás de cámara” y todos los asistentes tenían sus rostros cubiertos con barbijo. Me vinieron a la mente varias reminiscencias de noteros que “cubren” notas en la calle, al aire libre. Casi en su totalidad aparecen con barbijo mientras que los conductores y panelistas, que están en el estudio cerrado, no lo usan.
A la tarde fui al gimnasio. De nuevo la misma situación: los clientes – salvo algún masoquista – entrenamos sin barbijo. Los profesores, luego de varios meses, fueron autorizados a dejar de usarlo. Los únicos que tienen la cara tapada son: el encargado administrativo y el señor que limpia las instalaciones.
Llegué casi de noche a casa. En la puerta del edificio estaba Joaquín, el encargado. Él también, como la moza de la confitería, usa el barbijo a “media asta” –cubriendo la boca o incluso sólo la pera -, hace varios meses. Intuyo que él tampoco puede elegir no usarlo por temor a que algún vecino – consumido por el terror sanitario– le pueda llamar la atención. Su rebeldía u osadía pasa por usarlo mal. Otra vez: la gran mayoría de los vecinos del edificio entramos y salimos sin barbijo, pero él, el encargado, debe usarlo permanentemente.
Las situaciones mencionas no son más que reminiscencias de infinitos ejemplos de la pesadilla sanitarista –presentadas en su matiz clasista– que sistemáticamente busca deshumanizarnos.
Vivimos en un mundo en que el propio cambio se ha convertido en algo tan obvio que corremos el riesgo de olvidar incluso qué es lo que ha cambiado.
Hannah Arendt, 1959
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La presente, tuvo como “disparador reminiscente” la nota publicada por Quintín “Sacate el barbijo”, el 7 de noviembre del 2021.
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