Querubines velados

Diario primaveral (II)

por Yupi

Desde hace unos días mi casa se llenó de quinceañeras que me repiten la misma frase, como si no me entrara en la cabeza: “Señor, ya sabemos que la literatura no empezó en este siglo, pero nos criamos en la era de la selfie y el bodoque autobiográfico y nos cuesta imaginar a escritores de otra época. Para nosotras es como si fueran con barbijo”. ¿Qué hacer con estas declaraciones? Nada. Ya lo dijo Mansilla: “Después de los cincuenta años, lo mejor es pegarse un pistoletazo”. Pero entre esas cabecitas raras puede haber alguna escritora, así que igual esbocé unos cuantos retratos de escritores antiguos, al menos hasta que los revivan en el mundo virtual. Dedico lo que sigue a la Novia de Troll, inesperada musa de estas líneas.

cerezosmadrileños

Lord Byron. 1,74 cm. Ni flaco ni gordo. Pelo castaño oscuro, rizado. Ojos celestes. Se ha hablado tanto de los escándalos de Byron que pocos saben de su sordera musical y la timidez de sus modales. El fuego descansaba en la mirada, que sólo se encendía ante una revolución, un vino italiano o la mujer del prójimo. Era notablemente hábil en disimular la cojera de la pierna derecha. Para este fin usaba ropa larga y suelta, lo que provocaba una suave ondulación de su persona al entrar en una fiesta, con algo de barco o de péndulo. Pensó poco en la santidad del vínculo conyugal, y lo dijo, y se casó, pero sólo para poder separarse de su esposa, Annabella, que era la encarnación de la respetabilidad nacional inglesa, un divorcio ocurrido en circunstancias tan tenebrosas que ella nunca volvió a dirigirle la palabra.

Caroline Lamb. 1,57 cm. Amante del anterior. Pelo rubio y ojos marrones. Hija única (gracias a Dios) de una pareja de nobles y esposa de un heredero dinástico. Según diversos testimonios, era una mujer “teatral”. De hecho su conducta era tan excéntrica que parientes y allegados sopesaron encerrarla en un loquero. Escribió libros de poesía y novelas que agotaron varias ediciones; sin embargo, entró en la inmortalidad por una descripción de Byron que se ha vuelto una frase hecha en todo el mundo: “Loco, malo y peligroso”. Al ver pasar desde la ventana de su cuarto el cortejo fúnebre del poeta se desplomó sin conocimiento. La levantaron y la colocaron en la cama, de la que nunca más salió. De ahí fue llevada a la tumba.

Thomas Carlyle. 1,81 cm. Alto y desgarbado. La cabeza era por lejos lo más llamativo de su persona. Era estatuaria, impresión que reforzaba la barbilla proyectada hacia adelante y el labio inferior montado sobre el superior, todo enmarcado en una abundante cabellera gris. Ojos de color gris o violeta, según la luz de la jornada. Parecía siempre disgustado y desde luego convencido de la verdad irrefutable de sus conclusiones. En su sillón favorito podía verse un atril adosado a uno de los brazos para poder leer sin el engorro de sostener los libros. Allí elucubró los más asombrosos disparates que haya pergeñado el cerebro humano, eso sí, expresados mediante una fuerza mental irrepetible. En alguna parte dice que del Londres del siglo XVIII sus casas, sus tabernas, sus hombres, sus mujeres, sus trajes, sus conversaciones, todo se ha desvanecido y sólo queda una pequeña lámpara que alumbra el pasado a través de la noche de los tiempos, y que esa lámpara es el libro de Boswell sobre el Dr. Johnson.

James Boswell. 1,68 cm. Tenía piel mate, cabello negro y ojos oscuros. La nariz respingada parecía olfatear el aire en busca de información. Ojos pequeños, brillantes, demasiado solitarios bajo las cejas arqueadas. Una considerable papada, pliegue tras pliegue, hablaba de un fuerte amor, sin duda escocés, por el alcohol añejo. Ni uno solo de sus contemporáneos sospechó que fuera capaz de escribir un libro inmortal. Fanny Burney describe de este modo una aparición del Dr. Johnson ante Boswell: «Cuando estalló la voz en la puerta, la atención del señor Boswell se despertó de un modo alarmante. Sus ojos se llenaron de excitación, apoyó una oreja casi sobre el hombro del Doctor e inclinó la cabeza para captar todas las sílabas pronunciadas, como si de ellas pudiera surgir, místicamente, un dato clave».

Samuel Johnson. 1,83 cm. Delgado en la juventud, corpulento en la edad adulta, una especie de mole jurásica en la vejez. Su inmensa estructura de huesos y las cicatrices de la escrófula en el rostro eran lo primero que llamaba la atención del visitante. El pelo, lacio y rígido, asomaba a mechones debajo de una peluca sucia, vieja, sin empolvar, sin duda muy pequeña para la amplia cabezota de polígrafo en bancarrota. Todo el tiempo exhibía gesticulaciones rarísimas, que tendían a la sorpresa y el ridículo. Al verlo sentarse frente a su almuerzo agitando los brazos, y haciendo muecas en todas las direcciones, era inevitable pensar que uno se encontraba ante alguien recién fugado de un manicomio. Era tuerto y sordo.

Alexander Pope. 1,37 cm. Con tal estatura pasaré por alto la descripción de este hombre de genio. Basta decir que le llamaban, y él se llamaba a sí mismo, “la araña”, por el trasero prominente y sus largas extremidades. También porque a través de la pluma podía ser más malo que dicho animal. Resulta imposible hablar de él sin hacerse una pregunta que estremeció al siglo XVIII: “¿Fue su padre un sombrerero?”. La profesión de Pope senior ocasionó una controversia tan feroz que todos andaban con pistolas y estoque. Por supuesto, el poeta sabía la respuesta, pero no la dijo, ya que, como observó el Dr. Johnson con gran estilo, Pope siempre estaba preparado para decir lo que su padre no era más que lo que sí era.

Edward Gibbon. 1, 55 cm. Le cedo la palabra a Lytton Strachey: “Era de escasa estatura, de figura extraordinariamente rotunda, cabezón, con una nariz minúscula –un botón– asentada en medio de una extensión de mejillas y orejas y papadas y más papadas que se sucedían. Y no era el aspecto solamente: esa singular figura se reflejaba en su ser íntimo. Gibbon vestía con un ligero exceso de lujo; prefería los terciopelos floreados. Era un poco vanidoso, afectado. En un primer momento hacía casi reír; después, la fascinación de ese ordenado torrente de chispeantes frases, admirablemente inteligentes, exquisitamente elaboradas, todo lo hacía olvidar. No es muy difícil imaginar su figura y carácter. Lo remoto y extraño de captar es el vínculo entre este hombre y la declinación y caída del imperio romano”.

Suzanne Curchod. 1,60 cm. Alta y delgada. Pelo castaño, ojos claros. Fue esposa del célebre banquero Jaques Necker y madre de Madame de Staël, pero es más venerada por haber sido la joven que inspiró en Gibbon, por primera y última vez, el impulso de casarse, finalmente trunco por la prudencia del historiador. De todos los males que sufren las mujeres por parte de los hombres el de no casarse con ellas debería ser el más fácil de perdonar. Así lo entendió madame Curchod, que a cambio recibió una justa recompensa. Tras la caída de Necker, Gibbon le escribió con brevedad latina: «La condición de su esposo siempre será digna de envidia: se conoce a sí mismo, sus enemigos lo respetan, Europa lo admira, usted lo ama». Tener el nombre de uno mencionado por Gibbon es como tenerlo escrito en el Palatino o en la cúpula de San Pedro. Los peregrinos de todo el mundo alguna vez lo leerán con respeto.

Gottfried Leibniz. 1,64 cm. Este pensador murió hace tanto que a los efectos de su retrato casi podría considerarse que aún vive. De constitución robusta. Comía mucho, bebía poco. Con frecuencia una silla era su cama. Fue poeta, orador, historiador, abogado, metafísico, matemático y teólogo. Tomaba notas de todo lo que leía, no para conservarlas, sino para fijarlas en la memoria. En Nuremberg oyó de una sociedad secreta de químicos que buscaba la piedra filosofal. Para tener una idea de esas actividades leyó algunos libros de química, un tema que nunca había estudiado, y luego de espigar las partes más difíciles les escribió una carta, totalmente ininteligible para él mismo, como certificado de calificación. Lo admitieron con honores y le ofrecieron el puesto de secretario. Fue el filósofo por excelencia. Cada vez que Aira menciona la palabra “continuo”, Leibniz tiene un sobresalto en el otro mundo.

Honoré d’Urfé. 1,65 cm. Tez blanca, ojos claros, tremendo pelucón color castaño. Católico ferviente y notable esgrimista. Participó en tantas intrigas que nadie sabe cómo hizo para escribir los 60 libros de su exitosísima L’Astrée. El gusto literario cambia según caprichos que son imposibles de anticipar y difíciles de explicar. Honoré d’Urfé vivo, y aun muerto, fue el inspirador indiscutido de toda la ficción europea durante medio siglo, y habría reinado más tiempo si la princesa de Clèves no hubiera hecho el trabajo clandestino de toda gran dama.

Madame de La Fayatte. 1,47 cm. Compacta, rellenita. Pelo castaño y ojos marrones. Amable, ingeniosa, de espíritu crítico, complaciente por una natural tendencia al escepticismo. Durante más de veinte años estuvo enferma, consumida por una fiebre lenta que sólo le permitió salir de casa a intervalos. Su gran amigo La Rochefoucauld sufría de gota, así que se consolaron mutuamente. “Tenemos conversaciones tan deprimentes que parece que sólo falta enterrarnos”, resumió la señora de La Fayette en alguna carta. Nunca permitió que el amor interfiriera con sus negocios, mucho menos con sus bodas, precaución fundamental para inventar la novela psicológica. En virtud de esta particularidad los amigos y conocidos la apodaban “Niebla”. En todos sus escritos planea una duda casi metafísica sobre la verdad última de las relaciones sentimentales. Su divisa: “Uno no muere por la muerte de nadie”.

Madame de Staël. 1,50 cm. Ojos grandes, oscuros. El pelo, negro como el ébano, suelto sobre los hombros en ondulantes rizos. Sus rasgos eran más expresivos que delicados, sobre todo la boca, siempre a punto de irrumpir en observaciones o risas. No era estrictamente una belleza, sin embargo su conversación agilísima le ganó la compañía de los hombres más destacados de la época. Era de un temperamento tan ardiente que a su lado una persona amable parecía insulsa y aun pusilánime. Mantuvo una guerra de narcisos con Napoleón, entonces el dueño de Europa. Una mujer sensata dijo que París es la única ciudad donde las personas pueden prescindir de ser felices. Madame de Staël pasó la mayor parte de su vida fuera de París.

Samuel T. Coleridge. 1,81 cm. Imaginen un personaje gordo, fláccido, curvado, a la vez robusto y orondo, con una boca acuosa, una nariz fruncida, un par de ansiosos ojos marrones, una frente muy afilada y una gran mata de pelo, y tendrán, según Carlyle, una idea aproximada de Coleridge. Pelo negro en la primera juventud, casi enseguida plateado por deserción de las musas. El poeta del pensamiento lucía labios gruesos y una apariencia general de clérigo agobiado. Sus movimientos parecían débiles, indecisos, y la voz no tenía la nitidez de un hombre resuelto. Al hablar sus oraciones eran pesadas y lentas, pero cuando recitaba versos el tono variaba de tal modo que terminaba subyugando a la audiencia. Escondía la papada debajo de un pañuelo dándole artísticas vueltas alrededor del cuello.

William Hazlitt. 1,70 cm. Pelo negro azabache, alborotado. Ojos grises que evitaban la mirada del interlocutor, quizá para preservarlo de sus pensamientos a menudo demoledores. Excelente odiador, brillante y letal, el clásico ensayista que ningún escritor quiere tener de enemigo. Borges opinaba que Hazlitt muchas veces se limita a decir de forma clara lo que Coleridge pensó de un modo confuso. Esto es cierto, pero en sus mejores momentos la crítica de Hazlitt es una aceitada máquina de cortar cabezas. Su divisa: “Odio leer libros nuevos”.

William Wordsworth. 1,77 cm. Frente amplia, mirada dulce, boca áspera. Su cara era rectangular y decididamente alargada, de las llamadas “cara de caballo”. Pelo castaño en la juventud, sin pelo en la vejez. La voz, baja en el tono, tenía la persuasiva elocuencia de quien dedicó mucho tiempo a un asunto. Era delgado y de huesos grandes, una figura de color gris acero con sencillez y dignidad campesinas, sobre todo cuando un amigo lo pintaba al óleo. En 1803 Hazlitt pintó un retrato de Wordsworth mientras visitaba el Lake District. «Ha pintado a Wordsworth», escribió Southey en una carta, «pero tan sombríamente, que uno de sus amigos, al ver el retrato, comentó: ‘En la horca, profundamente afectado por su merecido destino, pero decidido a morir como un hombre’. Si vieras la imagen, admirarías la crítica».

Foto: Lisandro de la Fuente

7 respuestas to “Querubines velados”

  1. La Novia de Troll Says:

    Maravilloso!

    Estimado deje al General y olvide el pistoletazo, disfrutes de la buena compañía! Pensar que Gombrowicz se reía de nosotros, nuestras selfies y bodoques autobiográficos con las primeras lineas de sus Diarios. Casi setenta años, que hijo de puta!

    Un alegrón llevarme estos retratos al IG, tengo cada día mas followers. Chesterton está un poco celoso.

    Pruebo con un videito en linea guitarra siguiendo sus indicaciones, borrara http//. Pura actualidad cringe lockdown plus tag Free Britney…en carrera y por la espiral del ridiculo y de los días siempre es bueno recordar la guitrra latosa de Roberto haciendo pop y pensar en Bowie y en Berlin y preguntarse si el General no tendría razón?!

    youtu.be/OS8ncSvWg9U

    Abzo

  2. La Novia de Troll Says:

    PD. mmm no funciono jjj a ver si sale tarjeta roja? Mis excusas con el Ogro de San Clemente! https://youtu.be/OS8ncSvWg9U

  3. Yupi Says:

    Para mi gusto el Diario es lo mejor del engorroso conde.
    Felicitaciones por embocar el cifrado del video. Ya que estamos con el susodicho en plan jarana retro: ¡afinación Roberto Fripp!
    http://www.youtube.com/watch?v=goGUjCF1LeQ

  4. La Novia de Troll Says:

    Listo. Magníficas.
    Las dosifique entre ayer y hoy, se me terminaron las vidas ejemplares miniaturas del laboratorio Yupi. Solo Ud. Pierre Zucca y Rohmer se acuerdan de Honoré d’ Urfé a esta altura del planeta!
    Qué hacer?

    Le cuento nomás que a partir del jueves y por algunos días dejan online la película de Garcia Pelayo «Nueve Sevillas» (https://vivamoscultura.buenosaires.gob.ar/contenido/3427-nueve-sevillas). Se deja.

    Aprovechando que soy experto en code youtube, le dejo un teaser.

    Olé!
    http://www.youtube.com/watch?v=En8UPy3GhmY

  5. Yupi Says:

    Mmm… ¿Experto o experta? Usted no será Máximo Kirchner de incógnito, ¿no? En ese caso más que tarjeta roja sería suspensión de por vida y multa en euros.
    Es buena Rosalía. El problema es que ni bien sale alguien con talento lo empaquetan para el Grammy. Algo no funciona en ese proceso, algo que directamente va en contra del arte, incluso del arte popular, no sé, me parece.
    Sígame al muchacho del Hammond teñido de rubio. Cinco o seis años después de este show fue al estudio de grabación y sus compañeros de banda no lo reconocieron. Lo que se dice un vanguardista.
    http://www.youtube.com/watch?v=LC_3tZkMA4k

  6. La Novia de Troll Says:

    jjj y la carita de Gilmour preguntándose a qué hora volvería el otro!

    Casi adivina! Máximo es mi novio. Soy su secretito transgender y Ud. no sea tan prejuicioso! http://www.youtube.com/watch?v=Jmg5g0eU560

  7. Yupi Says:

    http://www.youtube.com/watch?v=bXy8AgE7jBo

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