La década de la desmaterialización

Publicada en Ñ el 27/10/12

por Quintín

Recuerdo que hace exactamente veinte años escribí un artículo que se llamaba “elogio de la videocasetera”. Hoy nos damos cuenta de que ese aparato —entonces relativamente novedoso y hoy ya obsoleto— marcó el comienzo del mayor cambio en el modo de ver cine desde que este se estableció como un espectáculo de masas. Es cierto que antes del VHS era posible ver cine en casa, tanto por televisión como mediante otros dispositivos domésticos (que, de hecho, fueron muy populares en la primera mitad del siglo), pero la radicalidad de lo ocurrido todavía nos impresiona a quienes venimos de un pasado que ya parece prehistórico: en algún momento cercano en el tiempo, ver cine dejó de ser necesariamente ir al cine.

En la última década otros cambios tecnológicos completaron (o están a punto de hacerlo) una mutación de enorme magnitud y de consecuencias imprevisibles en los modos de ver cine y en el cine mismo. Todo ocurrió a un ritmo vertiginoso: si hace veinte años el videoclub era una realidad sólida, hoy casi no existe. Hace diez años que el DVD reemplazó al VHS, pero hoy está a punto de ceder definitivamente su lugar al blu-ray. Este, a su vez, forma parte de una concepto en vías de desaparición, dado que las películas están a punto de perder su soporte material, lo que constituye menos una revolución física que metafísica. Esto ocurre por dos vías. En lo que hace a la exhibición doméstica, las películas no se distribuyen en forma de cintas ni discos sino que se bajan de la web, es decir, viajan a través del éter inmaterial, se deshacen hasta convertirse en electrones. Dado que buena parte de esas descargas no están autorizadas por las empresas cinematográficas, asistimos hoy a una disputa legal, política y filosófica impensable hasta hace poco tiempo y cuyas consecuencias, como corresponde a los tiempos, son propias de la ciencia ficción: hoy existe una policía que se ocupa de lo invisible.

La otra parte del dispositivo cinematográfico está también en vías de desmaterializarse. En primer lugar, en la modificación tecnológica más importante desde que apareció el cine sonoro, se está dejando de filmar en 35 mm y la emulsión fotoquímica ha dejado de ser la base del cinematógrafo. Casi todo lo que se filma es digital pero también es digital el modo en el que se proyecta. Las películas ya no viajan en pesados rollos de celuloide sino en DCP, es decir, pequeñas piezas de hardware. Hay países europeos donde todas las salas de cine están ya digitalizadas y las películas en 35 mm solo se exhiben en cinematecas: son arcaísmos como los discos de vinilo aunque, como ellos, todavía pueden tener un futuro. Pero allí no se detiene la transformación y para ilustrarlo permítanme una anécdota: el otro día me encontré en la calle con Liliana Mazure, la presidente del Incaa. Me contó que estaba muy preocupada por la norma tecnológica que la Argentina debe utilizar en el proyecto de digitalización de nuestras salas. Pero el problema no eran los DCP sino lo que se viene: un sistema por el cual las películas no se proyectan en cada cine sino que se trasmiten desde un lugar centralizado. Si no le entendí mal, Mazure temía que potencias extranjeras tuvieran la llave de acceso a nuestras pantallas. No me atreví a preguntarle si el problema podía solucionarse instalando lanzamisiles antielectrón en las fronteras.  Pero cuando las películas dejen definitivamente de ser proyectadas y sean solo enviadas o transmitidas, habrá dejado de existir la copia, concepto sin el cual el cine no se hubiese desarrollado y las citas de Walter Benjamin a propósito del arte y su reproductibilidad mecánica serían incomprensibles.

Sin embargo, estos cambios acelerados dan lugar a ciertas paradojas. Por un lado, a diferencia de otras modificaciones anteriores (el paso de 16 a 24 fotogramas por segundo, el sonoro, el color, el cinemascope, el IMAX, el sonido envolvente), la imagen digital no implicó una mejora en la percepción aunque haya facilitado nuevos y mejores efectos especiales. Por otra parte, el giro copernicano en el soporte material de las películas no incidió mayormente en el negocio ni en la estética. Hollywood gana más dinero que cuando empezó la descarga de internet. Abarató costos de distribución y transporte, reinventó el 3D y explotó cuanto personaje de historieta se haya dibujado alguna vez. A pesar de que el espectador puede ver cine en una computadora y hasta en una pantalla de teléfono, a pesar de que está en camino de poder elegir cualquier película en cualquier momento desde el control remoto, a pesar de que hasta los festivales están empezando a ser vistos en casa, hay cada vez más público en las salas, con y sin anteojitos. Aunque hoy el público ilustrado le atribuye a las series de televisión la misma dignidad artística que a las películas, me parece que hay menos gente dispuesta a dar la vida por The Wire que hace algunos años. Nada ha cambiado demasiado. Salvo en la India y a veces en Francia o en Corea, el cine americano sigue dominando la taquilla, sigue habiendo —a grandes rasgos— un cine mainstrean, un cine de festivales internacionales y un cine que no cruza las fronteras aunque ya nada se lo impediría. Los coreanos tuvieron su década, emergieron los rumanos y hasta se dice que la nueva sensación en los festivales internacionales es ¡el cine chileno!, mientras que la Argentina —con la ingente ayuda del Estado— produce más que nunca, mejora la técnica y no despega ni artística ni comercialmente. Pero son datos circunstanciales, modas pasajeras, como los anteojos o las series. El cine para las mayorías sigue siendo grandilocuente, sentimental y torpemente literario aunque se narre cada vez a mayor velocidad, con planos rebuscados y efectos inútiles. En el de las minorías y la sala de arte, la confusión se ha generalizado y la proliferación de autores y obras maestras de todas las nacionalidades no suele ir acompañada por carreras consistentes sino más bien por ofrendas en el altar del consenso crítico. Es que las escuelas de cine han puesto la genialidad al alcance de la mano, o al menos del bolsillo y, a pesar de las crisis en el primer mundo, el segundo y el tercero, el dinero para hacer cine de un modo más o menos industrial sigue estando disponible. En definitiva, como dijeron Lampedusa y Godard, todo ha cambiado y todo sigue igual. Hasta esta frase.

Foto: Flavia de la Fuente

3 respuestas to “La década de la desmaterialización”

  1. lilia Says:

    A mí no me da el piné, pero qué lástima que para esta nota de Q no hayan comentarios, creo que sobre estos cambios técnicos y tecnológicos -si cabe la distinción- deben haber muchas cosas que decir, desde los cambios estéticos que presumo existirían, pasando por la desaparición de la copia hasta la distinción entre películas y series a que alude Q.
    Yo enseguida pensé en el necesario rescate, en alguna cineteca casera o no, en cualquier soporte, de tantas películas -tal vez menores pero apreciadas por algún motivo- que caerían fuera de las transmisiones.
    Lo que no me parece que cabe es lo de Tomasi di L. Los cambios cambian.

  2. lilia Says:

    Y me olvidé de saludar el «todo lo sólido se desvanece en el aire» que Marshall Berman tomó de Marx.

  3. Juan Says:

    Qué buena nota. Creo -o es solo deseo- que la mayor accesibilidad democratizará también la cuestión y podrá haber sitios orientados a distintos tipos de espectadores. Entonces, si uno quiere ver la nouvelle vague, entra y puede con la misma facilidad con que ve a Cameron Diaz mirar Los cuatrocientos golpes y seguir la tetralogía. Y seguir buscando, conociendo y mirando desde ahí.
    Creo que el cine argentino podría hacer algo así e incluso pago. Mirar estas películas fuera de festivales o en horarios a veces difíciles en una sola sala cada tanto resulta muy incómodo. Hollywood siempre está a mano, como todas las peores cosas.

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