La penúltima antología

Sobre Buenos Aires / Escala 1:1

por Quintín

No termino de reseñar una antología de jóvenes escritores argentinos, que ya hay otras en las librerías. De hecho, esta apareció hace varios meses y ahora ya hay un segundo tomo de la colección que se inició con En celo. Algún escritor terminará publicando una antología de sus cuentos aparecidos en otras antologías. O, siguiendo la sucesión lógica de los acontecimientos, otro escritor publicará un libro de cuentos con el título: “¡Joya. Nunca antologado!”

 

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Lo primero que hay que decir de la edición de Entropía es que es linda, de un formato chico y elegante, con una tapa atractiva. Después del carnaval de La joven guardia y de la grosería de En celo, es reconfortante que la antología sea sobria, tenga aspecto de buen libro y no de alguna otra cosa con connotaciones juvenilistas. Lo segundo que hay que decir es que el prólogo de Juan Terranova es bueno y no sólo por lo breve. Con cierta distancia y cierto humor, nos advierte que esta gente ha llegado con el serio propósito de quedarse. Y, por último, como para marcar un contraste con los viejos (y jóvenes) carcamanes de la literatura, nos recuerda que la mayoría de los antologados tiene un blog (aunque con adecuada prudencia agrega que no sabe muy bien qué puede significar eso).

Buenos Aires / Escala 1:1 lleva como subtítulo: “Los barrios por sus escritores” y cada relato transcurre en una parte distinta de la ciudad. Los barrios de la antología no son los míticos 100 de Alberto Castillo, ni los 47 oficiales, ni las 28 circunscripciones electorales, sino apenas 25 que son, de todos modos, suficientes como para asegurar la diversidad social y arquitectónica. Terranova parece haber apuntado a que la geografía estuviera presente en los relatos, porque salvo excepciones, eso es lo que ocurre. Así, una buena parte de lo narrado transcurre en las calles y esas calles tienen nombre, lo que contribuye a dar un anclaje al realismo de la mayoría de los cuentos.

Hay otro aspecto que se repite: el tono autobiográfico. Es evidente que la literatura argentina se inclina cada vez más hacia la narración, abierta o disimulada, de la experiencia personal. Esto se nota tanto en la obra de la generación anterior (acaban de aparecer ficciones semi o seudo autobiográficas de Daniel Guebel, Alan Pauls y Sergio Bizzio) como en la de la Joven Guardia. A esta tendencia se agregan las recientes performances autorreferentes de intelectuales y artistas en espectáculos como los biodramas de Vivi Tellas o el confesionario de Cecilia Szperling. Para legitimarse frente a la sociedad y a la industria editorial los escritores se ven obligados a ofrecer alguna libra de carne de su cuerpo al escrutinio público.

En Escala 1:1, una buena cantidad de los relatos utiliza la primera persona para contar algo que, de no provenir de la experiencia personal del autor, no valdría la pena inventarlo. Es decir, en los cuentos en primera persona (que son muchos) la regla es que el episodio relatado corresponda a una vida sin demasiado relieve propio para dar lugar a un arquetipo generacional y social que engloba a los escritores. Así es como abundan las barras de amigos, las novias de la adolescencia y la asistencia a la universidad, pero también los dealers, las patotas y una cierta marginalidad siempre decorativa e inquietante (al mismo tiempo, curiosamente, hay una ausencia casi absoluta de elementos políticos, históricos o intelectuales de todo tipo). Si un elemento falta de esta lista (primera persona, matiz autobiográfico, costumbrismo, recuerdos de la infancia o adolescencia, historia de amor fallida, ambiente de clase media no del todo próspera, contacto con lo lumpen o lo delictivo), es muy probable que los otros estén presentes, lo que le da a la selección su aire de familia.

La lectura de Buenos Aires / Escala 1:1 sugiere a veces la idea de un gigantesco taller literario capitalino con una consigna para sus participantes: contar un episodio de su propia vida (o de un alter ego, o de un falso ego) ligado al barrio. Se pone de manifiesto así una idea optimista y deportiva de la literatura, que hace del escritor un caminante frente a una senda ya trazada que debe recorrer con la mayor destreza posible. Ese espíritu se nota particularmente en un cuento, el de Maxi Tomas, que cierra la antología como si fuera su síntesis o su elemento más representativo. Es el relato de una batalla entre vecinos, perros y patotas adolescentes de Villa Urquiza que me hizo acordar a una versión en tono menor, más lúdica, de Stand by Me, película de Rob Reiner basada en Stephen King (no leí el texto original) por el tono olímpico con que el autor encara la narración (“Quince años atrás, cuando transcurre esta historia, Villa Urquiza era, sobre todo, un entramado de carencias…”) y, sobre todo, por su confianza en que el secreto de la prosa reside en la exacta administración temporal de la anécdota.

Tomas piensa y ejecuta como indica un guión de Hollywood y le sale bastante bien. En la antología hay versiones menos logradas de ese estilo canónico, que se pierden en la chatura, la rutina y hasta cierta falta de compromiso (Alejandro Parisi, Joaquín Linne, Violeta Gorodischer). Pero para hablar del resto de los cuentos, conviene ordenarlos según la particular desviación que presentan respecto de esa media imaginaria.

Leonardo Longhi, por ejemplo, extrema los rasgos autobiográficos de sus pares hasta producir una narración confesional y furiosa, un verdadero ajuste de cuentas con varias generaciones familiares y con un edificio de Chacarita. El título (Vamos funebrero, un prólogo) hace pensar que estamos ante el anticipo de una obra de mayor aliento (que promete).

En el extremo opuesto de la pasión subjetiva de Longhi, se ubica la objetividad de Romina Paula, que depura la vida en Parque Centenario de todo lo que no sea una minuciosa descripción de sus recorridos en bicicleta, como si aspirara a dejar registradas con precisión las particularidades de cada cuadra, de cada casa, de cada negocio del barrio y de las relaciones que sus travesías anudan con cada elemento del catastro.

Dos relatos se apartan de la norma de permanecer en exteriores y transcurren en el interior de un edificio. Sonia Budassi relata las innumerables dificultades para alquilar un departamento y exhibe la indefensión que acecha a una pareja sin demasiados recursos frente a las calamidades inmobiliarias. Hay algo en el cuento que excede la crónica y se conecta con un terror y una tristeza que no llegan a decir su nombre, como si las complicaciones edilicias ocultaran (o señalaran) que esa vida no merece ser vivida.

La contrapartida cómica de Budassi es el relato de Natalia Moret, encerrada en un ascensor durante buena parte del cuento. Moret tiene un indudable talento para la farsa, como ya lo exhibiera en En celo. Hay un momento que parece el clímax de una película, con la protagonista atrancada entre dos pisos mientras su proveedora de consoladores la espera en la planta baja y una enana ninfómana intenta abrir la puerta sin llegar a la manija.

Si en Moret el sexo (al menos de a dos) es siempre una imposibilidad, en Marina Mariasch es lo que abunda. Mariasch (que personalmente —es amiga de mi cuñada— tiene un aspecto de chica modosita y madre ejemplar) ha creado un personaje de ninfa volcánica, que en una mañana belgranense confiesa que “viene de coger”, pero no le hace asco a un viejo que es amigo de la familia mientras intercala recuerdos de una orgía. Pero la aventura (en un libro muy convencional en ese sentido) está más bien por el lado del lenguaje, con sus continuos cambios de registro, juegos de palabras [“avancé como si en vez de amateur fuera habitué (amo el francés)”], mezclas de lunfardo y lenguaje culto, habla canchera y jerga técnica (“Pero encima, o atrás, tipo de fondo, había otra imagen igual de nítida pero más turbia, más dura, que era de ellos jugando un cachurra-monta-la burra, un pseudo potro de pijazos interdados”). Incluso, en un momento aparece un poema en un tono costumbrista e infantil. Todo termina con una charada: “No, no, esta vez, de verdad, no es tan mentira.”

Otro personaje idiosincrásico (aunque de funcionamiento permanente) es el de la marica con veleidades aristocráticas llamada Mavrakis y creada por Nicolás Mavrakis. El blog de Mavrakis está escrito desde el mismo lugar y es realmente filoso en su crítica al kirchnerismo. Allí se llama a CFK “La Presidenta Ignoranta”. Volviendo al cuento, es difícil para el autor mantener el monólogo de loca desaforada y maligna por mucho tiempo y es igualmente duro para el lector avalar una catarata de prejuicios de clase, gorilismo, incorrección política y provocación heterofóbica. Pero Mavrakis se las arregla para mantener la intensidad sin desmayos. Niní Marshall aplaude desde la tumba.

En el extremo opuesto de Mavrakis está la protagonista de Cecilia Pavón, mujer minimalista en un relato ídem. Aislada en su autismo, compara las formas de la ciudad con las del campo (“Las plazas secas y las veredas desiguales son idénticas a los desiertos andinos”) e intenta reeducar su oído en las discotecas para poder disfrutar del ruido de las calles de Congreso. Pavón, conocida como poeta (ahora, en la era de la Presidenta Cristina, habría que volver a lo de poetisa) y animadora cultural, dice cosas como “Además de la discoteca, lo que más me gusta de este barrio son los cortes de luz.” Todo el cuento, que es muy corto, tiene esa cualidad de extrañamiento lunar y no logro descubrir si se trata de una gigantesca pavada o es otra cosa. Tal vez, como leí hace poco en algún lado, la literatura ha dejado de ser una cuestión entre el lector y el texto, para pasar a ser un asunto colectivo, ligado a la performance y otras experiencias comunitarias que permiten reinterpretar textos como el de Pavón. Pero acá en San Clemente no hay performances ni vernissages (y, en invierno, ni siquiera discotecas) de modo que no puedo dar fe de esas teorías y sigo perplejo.

Diego Grillo Trubba y Hernán Vanoli utilizan la primera persona para narrar desde el lumpenaje. El de Vanoli es un dealer de facultad y su relato, previsible y falsamente transgresor, está en la línea de alguna novela de Parisi o de su mentor Paszkowski. Lo de Grillo (de quien no me había gustado el cuento incluido en La joven guardia) es mucho mejor (y mucho más divertido): la historia delirante de una banda de villeros que secuestra un contingente de turistas extranjeros y les enseña a trabajar para ellos, mientras que el protagonista aprovecha la ocasión para disfrazarse de alemán e internarse en el Four Seasons con una puta de la que está enamorado. Es un cuento inteligente, que da cuenta de la proximidad entre la villa 31 y la zona paqueta de Retiro. Todo bien, pero pido una cosa. Si alguna vez llevan este cuento al cine, que el papel protagónico no lo haga el psicópata de Estrellas, aunque el relato parece inspirado en ese canalla.

Oliverio Coelho produce uno de los relatos en primera persona, descriptivos del barrio, realistas y con presunción autobiográfica que abundan en la antología. Pero Coelho es capaz de subvertir el género sin tocarlo, a pura inteligencia. Por un lado, su relación con Boedo no es la del que sale sino la del que llega, un forastero que va descubriendo el barrio, estableciendo sus puntos de referencia y sus costumbres. Hay un posible juego literario en esta mudanza, la del escritor que se muda a Boedo desde una filiación claramente Florida. Coelho es un camaleón: a veces (como en su trilogía de ciencia ficción) es Cohen, otras es Onetti (en su novela turca o en el relato incluido en La joven guardia) pero acá se le da por ser Feiling, con su misoginia y un sibaritismo etílico que lo lleva a recorrer los lugares donde se toma cerveza artesanal de estilo británico y a discurrir sobre sus variantes. Ultima sorpresa, no le hacía a Coelho aficiones cortazarianas como el boxeo.

Si el lector quisiera apartarse del realismo dominante, debería seguir el camino que va de Havilio a Bruzzone y de allí a Martínez Daniell. Empecemos con Havilio, que imagina un portero mitómano de La Boca, seductor de mujeres en el sótano donde guarda dos cuadros robados de Quinquela Martín. Havilio (ya lo demostró en Opendoor, una de las novelas del año) tiene ojo para la marginalidad. Pero no para el cliché de la marginalidad, el del villero y el dealer, sino por personajes desfasados de la medianía aunque ajenos a la desesperación. Un poco locos, un poco asociales, pero misteriosos como el mundo que los rodea. Ese decalaje, esa tierra incógnita, el deseo de saber que se superpone con la imposibilidad de conocer del todo, es de lo más interesante de la literatura actual, una veta fértil y promisoria. De algún modo, la cultura argentina ha vivido sabiendo demasiadas cosas, encerrada en sus coordenadas de conocimiento apócrifo (de la que la orientación política actual es la mejor prueba). La discusión literaria vernácula, que vive reciclando tres ideas y cinco nombres, tan estancada en sus principios y en sus debates como los escritores lo están en sus temas y sus tratamientos, es totalmente refractaria a esas zonas de misterio y de novedad. Havilio, que parece no venir de ninguna parte (deliberadamente, su currículum nunca aporta datos), parece haberlo comprendido. Y además, su escritura marca un movimiento contrario al de la autorreferencia y la introspección a la que nos referíamos más arriba. Esas falsas pero irrompibles certidumbres sobre la sociedad terminan arrinconando al escritor en la introspección, porque el mundo exterior está clausurado para la vida intelectual. El camino elegido por Havilio sirve para evitar esa aporía.

Félix Bruzzone, que en En celo sorprendía con un cuento que estiraba el lenguaje hacia sus aristas más lunfardas y marginales, es un cultor de la autobiografía paralela (más que apócrifa). En la antología anterior, Bruzzone afirmaba dedicarse, igual que su personaje, a la limpieza de piletas de natación. Aquí nace en el mismo año que su protagonista y es hijo de desaparecidos. Después, en el cuento, las cosas se complican y termina siendo un inventor que, tras una serie de peripecias y amoríos, se llena de dinero con unos cigarrillos para fumar bajo la lluvia. Es como si, a mitad del relato, el narrador tomara una droga alucinógena y viera su vida desde ese prisma, como si fuera otro. La prosa de Bruzzone es ahora completamente diferente, está adaptada a otra clase social. Sería interesante que ambos cuentos fueran parte de un proyecto en el que las distintas vidas paralelas armaran un abanico que cubre todas las posibilidades de una generación, pero con la misma persona como base.

Ni fantástico ni realista, más bien abstracto, el cuento de Sebastián Martínez Daniell es menos narrativo del libro. Es un conjunto de especulaciones sobre la forma, las estatuas y las rarezas del barrio de Núñez que, efectivamente, es bastante poco barrio, casi una entelequia (“esa lividez, esa tenue morbilidad, esa fugaz sensación de abismo es Núñez”). Si la frase le parece al lector más bien un puro palabrerío, espere hasta leer esto. “Los mapas muestran que, fisonómicamente, Núñez tiene la cabeza apuntando al norte, las alas retráctiles y la cola desviada hacia la izquierda.” O si no: “Hacia el norte, ya ni urbe ni paz, sino más bien reservorios de cloro y paranoia.” A veces, el texto resulta imaginativo, otras oscuro, las más inexplicable. Tal vez a Daniell le convenga más el formato largo de la novela (ha publicado Semana en Entropía) pero ese también me resulta un texto impenetrable, que derrotó varios intentos de leerlo. En fin, un autor demasiado inasible como para abrir un juicio definitivo, pero parece de aquellos escritores (y de aquellas personas) que suponen que el resto del mundo comparte su humor, sus preocupaciones y sus códigos. Un populista al revés (un populista cree que él comparte el pathos de todo el mundo).

Se pueden detectar varias tribus en la selección de Escala 1:1. Por ejemplo, los escritores de la casa, los que publicaron en Entropía: Molina, Havilio, Paula, Martínez Daniell, podría ser una. Otra, los cercanos a la editorial Tamarisco: Budassi, Vanoli, Bruzzone, Gorodischer. Los veteranos de La joven guardia una tercera: Cucurto, Coelho, Parisi, Grillo Trubba, Tomas. O los estudiantes de letras (demasiados para nombrarlos), o los discípulos de Paszkowski (que han disminuido con respecto a LJG o ahora no confiesan serlo), etc. Pero hay un grupo que debuta en las antologías y constituyó para mí un verdadero descubrimiento. Son cinco escritores (Levín, Funes, Oyola, Molina, Romero) que animan un grupo de lecturas públicas autodenominado El quinteto de la muerte. Algunos publican en la editorial Gárgola y casi todos tienen una activa participación en la blogósfera (qué palabra imposible). Se advierte en los cuentos de ese grupo algo en común. No es una homogeneidad temática ni estilística, sino una rara combinación de libertad y seguridad, de voluntad de encontrar lo nuevo y de jugar con convicción el juego de la literatura. Los cuentos tienen una frescura inusual y dejan la impresión de ser la obra de escritores formados, de gente que ha desarrollado una dialéctica con el lector potencial (y que uno es ese lector) y no de un estudiante que quiere publicar por reflejo gregario a partir de un oficio aprendido como una técnica de soldadura autógena. Creo que Terranova advirtió esa fuerza y comenzó la antología con tres relatos del grupo.

El primero es el de Federico Levín, cuyo protagonista imagina y padece frente a las vidrieras solitarias que exhiben maniquíes en el Abasto, en una noche que lo aleja de una mujer de pelo corto. El tono fantástico, que juega con las posibilidades de mirar sin ser mirado, quiebra por anticipado lo que resultará la constante costumbrista de la antología y, a su vez, la tercera persona toma distancia de la tentación autobiográfica. De hecho, no se supone que haya plenamente un personaje, sino fragmentos de memoria y alucinación que no llegan a integrarse del todo.

El segundo es el de Lucas “Funes” Oliveira, escritor con sobrenombre. A partir de un retrato costumbrista, de una conversación entre un policía y un mecánico, el relato se va transformando en una historia de premoniciones con secretas referencias sociales. El protagonista resulta un freak atrapado en el cuerpo de un cana. El tema, los personajes y el desenlace son muy inusuales. Hay que decir también que el blog de Funes, Funes de memoria, es muy activo y vale la pena darse una vuelta, por ejemplo, para leer el relato de un escándalo reciente en el Rojas.

El tercero es el de Leonardo Oyola, que se adscribe al subgénero picaresca lumpen, pero es de una poderosa gracia. Oyola crea el personaje del coreano Kim, habitante de Koreatown en el Bajo Flores, actor de teatro pansori (?), amante de las películas coreanas, conocedor de toda la fauna delictiva de la zona, él mismo ladrón y apretador en pequeña escala. Dentro de la moda actual de introducir extranjeros lúmpenes en las ficciones, Kim es un personaje más robusto, más carismático que los paraguayos de Cucurto o el chino en bicicleta de Magnus (debo confesar que tengo esa novela por la mitad y nunca la termino). Además, Kim no hace un papel secundario, sino que es el protagonista. Combé.

Más tarde aparece el de Ignacio Molina, que corresponde al grupo de relatos que recuerdan una historia de amor trunca en el barrio. Pero acá, el barrio no es el del narrador sino el de la mujer perdida y la descripción elude la familiaridad en todo sentido. El personaje es un extraño: de Colegiales, de la vía del tren y de los rituales que allí se practican, de la casa de su novia que tiene un hijo de otro, del amor mismo. Esa ajenidad le da un clima particular al cuento y convierte lo dado en desconocido.

Los cuentos del grupo tienen la virtud de explorar ambientes no habituales o descubrir en los ambientes habituales un mundo oculto. Lo mismo ocurre con el de Ricardo Romero, que transcurre en una pensión de San Telmo y es el que más me gusta de la antología. Como Havilio, Romero tiene la virtud de poner en escena personajes ausentes de la literatura argentina y conectarlos con el narrador. El resultado es la aparición de otro país, un territorio más libre, no reconocido por las cartografías literarias y periodísticas salvo para hacer de él lo radicalmente otro, lo exótico o lo monstruoso. Su relato habla de los lazos que establece el protagonista en la pensión. De su anunciado y diferido romance con la chica de pelo azul y de su amistad con Juan, un hombre que tiene un pie gangrenado y una novia demasiado locuaz en una pensión vecina. Y también de los curiosos habitantes del barrio y de un mundo intocado por trabajos u ocupaciones convencionales. Con cierta distancia, pero con curiosidad y con afecto, Romero explora su San Telmo privado. Hay una frase del libro que es dinamita:

Juan era un militar retirado de la Marina, un sargento de escritorio que entre otras cosas había sido secretario de Astiz en Sudáfrica.

Es difícil creer que alguien se anime a escribir esa frase, salvo para demonizar al personaje. Romero no lo hace y la historia transcurre por carriles ajenos al horror del pasado. Pero el cuento sirve para recordar que hay una conexión posible entre un escritor y un ex marino y que hay una sociedad mucho más articulada entre sí de lo que nos cuentan otra vez en estos días. Sin embargo, para ser preciso, creo que hay también dos campos en el relato de Romero, y este transcurre en uno de ellos: el de los que no tienen ninguna relación con el poder. Es de nuevo la lección de Opendoor: si hay vida fuera del espacio prescripto para la literatura, hay vida para la literatura. Debo reconocer aquí una deuda con Romero. Hace alrededor de un año (tal vez más), me preguntó por mail si me interesaba leer una novela suya. Le dije que sí, que me la mandara y eso hizo, pero la puse en la biblioteca y la olvidé completamente hasta ahora. Debería leerla. Se llama Ninguna parte.

Dejo para el final tres cuentos que, por distintas razones, no parecen pertenecer a la antología.

Uno de ellos, por malo. Se trata de Autocine, de Mariano Pensotti, un autor de teatro que, según la biografía que hay al final del libro, ha ganado todos los premios, becas y concursos que se le cruzaron por delante. Pero aquí intenta una suerte de pastiche multidisciplinario, sobre un personaje que imagina filmar la película de su vida y dice cosas como “Los taxis en la Avenida Caseros son olas amarillas sobre acantilados de cemento.” Cada tanto, el texto se corta para dar lugar a un párrafo escrito en mayúsculas en el que se va contando París, Texas, el film que inspira al protagonista adolescente. Pensotti la pifia con el cine, con la literatura y con la vida y produce un engendro que mete miedo.

Otro es el de Cucurto, que a esta altura debería tener la entrada prohibida a las antologías de nuevos escritores. Es demasiado conocido Cucurto, demasiado editado como para seguir jugando en el juvenil. Cucurto no habla de barrios, ni de paraguayas ni de supermercados salvo como parte del eterno flujo de conciencia de sus protagonistas. Aquí muestra que puede armar otra combinación con los pocos elementos de siempre, una combinación que se parece a todas las anteriores aunque —admirablemente— logra una vez más distinguirse de ellas. En el centro hay esta vez una segunda versión del encuentro de Vega con un poeta homosexual (cuya identidad aparece ahora más nítida y la intención del escritor mucho más sangrienta) que se la termina chupando. En los relatos completos de Cucurto hay un personaje que narra en primera persona y que —herencia, imitación o parodia de Osvaldo Lamborghini— solo se relaciona sexualmente con los otros personajes. Esa relación es siempre, además, una relación de abuso, de utilización, de violación, de engaño. Instalado en ese esquema de inofensiva provocación y florido lenguaje, Cucurto va camino de producir la obra más monótona de la literatura universal después de Nicolás Guillén.

Por último, Walter y el perro Dos Narices, de Juan Diego Incardona, que es un cuento para chicos: la historia de una carrera de bicicletas organizada por un grupo de voluntarios sociales de Lugano en la que hay un chico pobre y esforzado y un perro de ciencia ficción. Incardona se declara peronista y en su espíritu de fiesta popular hay algo de Pulqui, la película de Fernández Mouján que utiliza la obra de Daniel Santoro, pero sin el guiño y el segundo grado de este último, sino en una versión frontal e ingenua cuyo lector ideal es menor de catorce años. El cuento es delicioso y bien podría inaugurar (o reinaugurar) el género de la ficción infantil justicialista (aunque no haya una sola alusión política) para ser distribuida en las escuelas o en las unidades básicas. Pero en el contexto de la antología parece un ovni aterrizado solo para probar que bajo la palabra “literatura” caben propósitos divergentes. De todos modos, la simpatía y la frescura del cuento y la novedad de su tema, permiten seguir la discusión sobre su pertinencia hasta el infinito.

Foto: Flavia de la Fuente

20 respuestas to “La penúltima antología”

  1. Juan Gonzalez Says:

    Es probable que el tono autobiográfico tenga que ver con el uso de los blogs.
    De todos modos, creo que al lector le interesa la autobriografía como nota de color, pero que el texto en sí juega y se sostiene solo.

    Abrazo para todos, Juan

  2. Sir Lancelot Says:

    Estas antologías postadolescentes, adolecen efectivamente. De criterio en la selección. Deben ser tan amigos, que les da pena dejar a alguno afuera. Qué manera de igualar a los verdes con los maduros. ¿Es para abaratar costos?

  3. Charly W. Karl Says:

    Menos la foto, lo demás diría que es aceptable. Linda, nunca soy pendenciero.

    Besos!

  4. estrella Says:

    Personalmente, y no sé bien por qué, me gustan mucho los relatos que parecen autobiográficos, mucho más, cuando no sé si lo son (engaña la primera persona y algunos otros datos).

    (¿¿Literatura del yo??).

    Vi casa todas las obras de Vivi Tellas: cualquier vida es digna de ser narrada, si se sabe cómo hacerlo (me acuerdo la de la maestra rural, la del jugador de squash, la de la familia…).

    Por otro lado, y a hablando específicamene de «la novela», tal vez tenga algo de razón Michael Houellebecq:

    «Esta progresiva desaparición de las relaciones humanoas plantea ciertos problemas a la novela: ¿Cómo acometer narraciones de esas pasiones fogosas,que duran varios años, cuyos efectos se dejan ver, a veces, en varias generaciones? Estamos lejos de CUMBRES BORRASCOSAS; es lo menos que puede decirse. La foma novelesca no está concebida para retratar la indiferencia ni la nada. Habría que inventar una articulación más anodina, más concisa, más taciturna».

    Me entusiasmé con Romero y con el resto del Quinteto… habrá que espiar un poco. Pobre el de Autocine, menos mal que ganó tantos concursos…

    *Diego Grillo Trueba tiene un blog, últimamente bastante abandonado: Diario de un Neurótico. Seguí la historia de sus amores, día a día. Esperaba el post como quien espera el desenlace de su serie favorita. Es rápido, fresco, y escribe diálogos maravillosamante bien-

  5. Joel Says:

    seré sincero. no leí nada. la foto genial. me encantan los reflejos. qué bien ese cemento, refleja divino.
    No leí mucho porque le tengo fobia a los bloques de texto.. es como … una fobía… difícil

  6. janfiloso Says:

    Joel, te recomiendo que dejes los blogs y pruebes con los museos.

  7. Joel Says:

    Janfi, querido, te recomiendo sentido del humor

  8. janfiloso Says:

    Joel, he sido herido con mi propia daga; trataré de ser mas lúcido en próximos encuentros.

  9. marina Says:

    quintín:

    gracias, otra vez, por la lectura.
    me da mucha gracia lo de «chica modosita y madre ejemplar», me encanta.
    coincido con los relatos que rescatás, especialmente el de levín me pareció muy bueno, alguien que no le teme a lo literario en el sentido tradicional.
    las antologías son lo que fueron el parripollo, el paddle, el videoclub, la pista de patinaje sobre hielo… una manera fácil y rápida de llenar un nicho de mercado. yo, agradecida de que me inviten a participar en ellas porque al menos pago el teléfono. particularmente, esta me parece más lograda que la anterior en términos de la calidad de los textos: hay más textos buenos. igual que en in fraganti.
    seguiremos leyendo.
    felicidades, etc.

    mm

  10. lalectoraprovisoria Says:

    «Esta me parece más lograda que la anterior en términos de la calidad de los textos: hay más textos buenos. igual que en In fraganti.»

    ¿Tengo que leer In fraganti también?

    ¡Oh, no! Ya sabía…

    Q

  11. quevuelvaabraham Says:

    muy buen post coincido con vos en lo de Cucurto Muy gracioso lo de Guillen

  12. Tyrano bramante Says:

    Notable la propensión de Q. a examinar la logorrea antologizable juvenil, como si se sintiera un Papa Noel con las bolas, perdón, la bolsa, cargada de regalos.

  13. lalectoraprovisoria Says:

    En todo caso, la logorrea antologizable juvenil es mejor que la seborrea impublicable senil.
    Q

  14. Carlos Says:

    me gusta como suena antologizable, debo estar medio sonado.

  15. un nostalgico Says:

    Para cuando la remake de aquellas viejas peliculas en episodios firmados por distintos directores? Tal vez la antologia de «historias breves» vuelva a salvar al cine argentino…

  16. gabrielaa. Says:

    «(ahora, en la era de la Presidenta Cristina, habría que volver a lo de poetisa)»

    no!! jamás! no pasarán!!!

  17. atomÖ Says:

    el quinteto la rompe!

    historias breves sucks!

    feliz año nuevo!

  18. Marcleo Galliano Says:

    Pertenecer tiene sus serios riesgos

    (La literatura y la generación del 70)
    Por Marcelo Galliano

    Como pocos, Jorge Luís Borges supo definir sus preferencias por comparación, quizá, me atrevo a anotar, por observación antagónica. La luminosa prosa de Emerson le resultaba más cautivante sometiéndola a la oscuridad de Poe; la profundidad de Faulkner más atendible ante el paralelismo con Hemingway (de quien llegó a justificar el suicidio por la poca calidad de su obra); el legado de Jung más apreciable ante la fatigosa jerigonza de Freud (a quién adjetivó de viejo chismoso…)
    Quizá por esta última distinción no temió asegurar que todo hombre pertenece a su tiempo, no dudó en adoptar, tácitamente, el apotegma junguiano que considera al hombre un protagonista de su destino personal y un extra de un drama superior, cayendo, acaso con irónica voluntad, en una contradicción con sus radicales posturas literarias. (Algo tendrían, pienso yo, Poe y Emerson en común, como también Faulkner y Hemingway, y acaso Freud y Jung.)
    Como juego dialéctico estas martingalas pierden encanto al ser llevadas a la realidad práctica. Es cierto: desear es siempre más hermoso que tener, pero, me animo a acotar, mientras el objetivo, por inalcanzable que sea, pueda ser distinguido y ubicado. Un límite es un enemigo apasionante, siempre y cuando infringirlo nos lleve a un sitio diferente del que abandonamos.
    Con cierta sorpresa se ha observado, en el mercado editorial argentino de los últimos tres años, una preocupación por reunir a una supuesta generación de cuentistas, en diferentes antologías. (Me refiero a escritores que, como yo, han nacido en la década del 70.)
    Seria redundante adherir a las críticas que de dichos trabajos se han hecho en diferentes medios: pobreza gramatical, puntuación deficiente, inexistente búsqueda poética, confusión entre minimalismo y carencia, incapacidad paisajística, abordaje adolescente, escasa musicalidad, exigua creatividad y desprecio por la palabra. Erróneo sería, también, endilgarle tan dolorosos juicios a todos los autores antologados; más equivocado, aun, endosarle tales características a todos los nacidos en tal decenio.
    Debo decir que esquivo los análisis en materia de creación; todo surrealismo es inconciente, dijo Dalí, quizá tomando distancia de los manifiestos de Breton; toda interpretación es una venganza que la intelectualidad comete contra el arte, dijo Susan Sontag, tal vez distanciando la literatura de toda elucubración más allá de la preocupación estética. Por tal motivo, buscar una explicación a esta metodología tribal de expresión, que parece pluralizarse dentro de la narrativa breve de mis contemporáneos, o al camino estético que ellos proponen, sería arriesgarse a aseveraciones casi reaccionarias, a supersticiones tales como creer que tal o cual configuración estelar dio nacimiento a tal o cual grupo de escritores (malos o buenos).
    Pueden, sí, cotejarse las causas de algunas deficiencias técnicas que los detractores les señalan:
    -La premura por la brevedad. Los mails, los blogs, los mensajes de textos…, la tecnología de los diez últimos años se ha asociado con el lenguaje escrito al igual que en los lustros anteriores se basó en la comunicación oral y visual (fotografía, teléfono, radio, cine, televisión.) La velocidad es enemiga de la literatura. La literatura es lentitud, es dialéctica; es la más intelectual de las artes y, aunque puede contenerla. jamás debe confundirse con la comunicación.
    -El concepto de obra movediza. Un escrito es siempre un borrador. Una obra de arte no se culmina, se abandona; pero sólo el propio creador puede tomar tal determinación. El mundo actual desdeña la individualidad, con lo cual perjudica el desarrollo artístico. La creación es un acto egoísta. Detrás de todo gran artista pareciera esconderse un fascista capaz de ignorar al resto, de tomar decenas de decisiones sin necesidad de consultar a nadie. Los talleres, las reuniones, el trabajo grupal, sirven para reconocer las magistrales obras que los grandes crearon en soledad.
    -La quimera de la originalidad. Uno de los recopiladores de las antologías que aludí en los párrafos anteriores, define a este grupo de escritores como la generación más libre de la historia. Creo que esta situación de orfandad los corporativiza de manera peligrosa. El arte, en su factura, es técnica, es ciencia y, como tal, es saber acumulativo. Bach edificó su concierto para cuatro claves sobre el de cuatro violines de Vivaldi, Shakespeare da forma al existencialismo de Hamlet con destellos del poema que Parménides escribió mil años antes, Freud teoriza sobre el inconciente…, tema ya abordado por Schopenhauer.
    La literatura es el arte que menos permite la ruptura, porque como elemento básico utiliza un código antiguo y predeterminado: la palabra. Es por tal motivo que toda vanguardia literaria es vana, inútil. En toda actividad codificada los cambios son progresivos, de lo contrario se produce la “aformalidad”.

    El hombre es el animal que escribe, quizá sea una señal de su inconformidad, de su angustia, tal vez sea un signo de pretensión de inmortalidad -sólo factible en un ser conciente de su limitada existencia, de lo efímero de su vida-, de un ente que cree en Dios con la esperanza de burlarlo, de librarse de él y de la muerte. Ser escritor es hablar de ese tipo de cosas, más allá del año en que uno ha nacido.

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  19. Marcelo Galliano Says:

    Perdón por la extensión del comentario anterior y por el error de tipeo en mi nombre. Es un artítulo que publiqué en m blog y quería compartirlo con ustedes. Muchas Gracias

  20. Constant Says:

    cada vez que tengo insomnio vuelvo a leer los ultimos dos comentarios del post

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