Primera página (70), respuesta

El fin de los libros, de Octave Uzanne

por Quintín

Este librito es una curiosidad de Pequeña Biblioteca, la hermosa colección de miniaturas de la editorial Gadir. Según el prólogo, Octave Uzanne (1851-1931) fue un escritor secreto, gran bibliófilo y figura del mundo cultural fin de siècle. Para probar que Uzanne estaba en el ajo parisino, el prologuista señala que Uzanne fue testigo del famoso duelo entre Marcel Proust y Jean Lorrain, del que ya hemos hablado. Pero aquí, al menos, la prosa de Uzanne es bastante inglesa, aunque con un toque Julio Verne. El libro glosa una discusión que tiene lugar en Londres, después de una conferencia del físico William Thompson en una sociedad científica. El ambiente me trae el lejano recuerdo de Robur el conquistador, un libro de Verne que empieza cuando un ingeniero irrumpe en un simposio de constructores de máquinas voladoras para proclamar ante sus ofuscados colegas que los aún no inventados aviones deben ser más pesados que el aire y no más livianos como creen los otros. Solo recuerdo eso de ese libro de un autor que me aburrió bastante en la infancia, pero que me dejó algunos recuerdos.

Luego de la conferencia, que versa sobre la duración de la Tierra, un grupo de especialistas en distintas disciplinas se reúne a cenar en el típico club británico y, a la hora del champán, cada uno anticipa una faceta del futuro. Hay un naturalista que asegura que la alimentación se limitará a unas píldoras que evitarán la matanza de animales y aun de plantas, anticipando así la comida de los astronautas. Luego, un historiador anuncia la supremacía futura de los países americanos y luego de los de Oceanía. Todo tiene un tono ligeramente burlón y cuando le toca el turno al narrador, interrogado en su carácter de bibliófilo, anuncia que los libros habrán desaparecido en un siglo.

¿Reemplazados por qué? Bueno, lo de Uzanne no es un acierto pleno pero tiene sus méritos: lo que adivina como libro del futuro es lo que hoy conocemos como audiolibro, la versión oral de la literatura que vislumbra a partir del fonógrafo, un aparato que ya existía entonces. Y también dice que no habrá diarios porque las actualidades se filmarán en cine (que está a punto de inventarse) y se distribuirán en formatos pequeños y manuables. Uzanne no anticipa la televisión ni la internet (aunque ya existían embriones de la transmisión de radio) porque se le pasa por delante la idea de lo directo, de lo simultáneo, y piensa en términos de copias reproducidas y distribuidas en un soporte material. De todos modos, tiene una intuición notable y es que nuestros oídos suelen permanecer ociosos en materia de comunicación y ese territorio está inexplorado. Esa es, probablemente, la mayor diferencia entre dos siglos: la colonización industrial de un sentido que hasta entonces no entraba en los cálculos.

Pero tal vez el momento más picante de este ensayo ligeramente irónico, entre la ciencia ficción y la broma, es el que está dedicado a la pintura. Allí, Arthur Blackcross, “pintor y crítico de arte místico, esotérico y simbolista, delicado espíritu y fundador de la ya célebre Escuela de Estetas del Mañana”, propone un cambio muy radical en las artes plásiticas:

¿Aquello que llamamos arte moderno es acaso realmente arte? ¿El número de artistas sin vocación que lo ejercen de forma mediocre, con apariencia de talento, acaso no demuestra ya que se trata más bien de una profesión en la que el alma y la visión creadora brillan por su ausencia? ¿Podríamos acaso referirnos como obras de arte a las tres cuartas partes de las pinturas y estatuas que atestan nuestras galerías? ¿Acaso sabemos de muchos pintores o escultores que sean creadores realmente originales? (…) Por eso creo que se acerca el momento en el que el Universo entero estará tan saturado de cuadros, paisajes apagados, figuras mitológicas, episodios históricos, naturalezas muertas y otras obras cualesquiera que ni los negros querrán adquirirlas; ese será el bendito momento en el que la pintura morírá de hambre; los gobiernos quizás entiendan entonces la tremenda locura que cometieron al no desalentar sistemáticamente la creación artística, ya que esta es la única manera práctica de protegerla y exaltarla.

Alarmado por el exceso de obras que no son más que meras copias, agrega el bueno de Blackcross que cuando el mundo tome conciencia de su error, “en algunos países resueltos a llevar a cabo una reforma general prevalecerán las ideas iconoclastas y se quemarán los museos para no influenciar a aquellos genios que no se hayan manifestado…”

Pero vuelvo al párrafo previo: la teoría de Blackcross es que no renacerá el arte mientras el Estado se siga empeñando en hacerse cargo de él. Algo parecido es lo que sugiere un libro tan fascinante como El estado Cultural (ensayo sobre una religión moderna) de Marc Fumaroli: que el arte y la educación estética de los ciudadanos ha dejado de tener valor desde que el paternalismo ministerial y la burocracia multiplican premios, subsidios y programas. Desde el país del subsidio, donde los artistas se van reconvirtiendo aceleradamente hacia el empleo público, la idea incendiaria de Blackcross no resulta tan descabellada.

4 respuestas to “Primera página (70), respuesta”

  1. dasbald Says:

    por que no se nombra al otro autor e ilustrador?

  2. lalectoraprovisoria Says:

    No hay ilustraciones y no aparece otro autor.

    Q

  3. Montañés Says:

    Brillante y afilado el párrafo/discurso de Blackross. Lúcido.

    Ciertamente, el arte de subsidio estatal puede convertirse en una lacra funesta, como ocurre en los totalitarismos; o ser con demasiada frecuencia escoria irrelevante, aun bajo estatismos moderados.

    Sin embargo, no está mal que el Estado se permita apoyar la bohemia y la diletancia, más allá de la frivolidad o el esnobismo. El asunto es que debería hacerlo con sabiduría (mal te veo).

  4. lilia Says:

    De acuerdo con Montañés. Desalentar el arte para protegerlo, una boutade, aunque la proliferación de seudo artes agobie.
    Me gustó de Octave Uzanne que su bibliofilia se dirigiera más a la creación de libros nuevos que a la recolección. Claro que verlo hundido en esas casas abarrotadas de adornos…

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