Todo lo que maté (parte 17 y última)

por Hernán Firpo

Ese 26 de junio se hizo la fiesta en una vieja casona de Bajo Belgrano. Era un gran salón con patio y era una noche helada. Las mesas estaban en el patio. Estuvieron los amigos y las supuestas víctimas. Yo intenté reconocer a cada uno de los personajes y, sin demasiada astucia, supuse que la mujer de la silla de ruedas debía ser la centenaria tía de la que me él me había hablado.

Por clemencia o lo que fuere, durante el vermú me encargué –sin que el Turco se diera cuenta- de encontrarle un lugar al reparo de lo que pudiera ser. “Venga por acá, señora. Ahí hay mucho viento”. El Turco ocupaba un lugar en la cabecera de la mesa larga. Se mostraba amable y ante cualquier excusa chocaba copas. Un brindis, decía. También hizo chinchín con Tía Centenaria. En su carnadura de anfitrión simulaba felicidad de conversador. Repartiendo besos, recibiendo saludos.

Yo no la estaba pasando bien. Intuía que en cualquier momento vendría el disparo y con dificultad trataba de adivinar las pistas que lograran darme indicios de cómo actuaría el Turco. Una extraña sensación de incertidumbre me apretaba el cuello, cosa que –ya no de un modo metafórico- impedía que pudiera comer. Gracias les decía a las de carne y gracias a las de humita.

Sentía que debajo de esa amabilidad aparente, el Turco escondía un plan lúgubre que materializaría en el momento menos pensado. Algunos comentaban que la noche no era la más indicada para disfrutar del aire libre. Por supuesto que tenían razón. Pero la cosa no pasaba de ahí. La mayoría compensaba con camperas, gorros, bufandas y alcohol.

En un momento, el Turco se separó de un grupo y fue hasta la cocina. Caminó solo, pero yo lo seguí a la distancia. Primero con los ojos, después los seguí de verdad. Permiso señora, disculpe, uy, permiso. El Turco saludó a la gente del catering y pude notar que inspeccionaba las achuras que había sobre una bandeja.

Tomó el tenedor y el cuchillo, cortó una molleja y con la autoridad de un jefe de personal señaló que esas porciones, “ésas”, apuntó con su índice, fueran directamente a la mesa ocho. Lo dijo así: “Exclusivamente para la mesa ocho”.

En la mesa ocho estaba Tía Centenaria. Tras las instrucciones severas y precisas, el Turco se dio vuelta hacia al patio. Yo me oculté disimuladamente detrás de una puerta.

Cuando la chica se disponía a cumplir con la orden para la mesa ocho, entré a la cocina sin perder de vista la bandeja y cambié los planes. Me presenté como el hermano del señor que acababa de irse. Una mentira a medidas: al fin y al cabo, el Turco solía decir que me quería como a un hermano.

“Por favor, cambie estas porciones por otras más cocidas, ¿sí?”, arriesgué sin saber de qué se trataba lo que se apilaba en la el plato. La chica me miró. “¿Más cocidas todavía?” Como di en la tecla, el acierto se tradujo en una monería de perito avanzado. Ajá, imité el movimiento de mi amigo, revisé las porciones y repetí: “Más cocidas por favor”.

No me moví de allí hasta ver cómo cambiaban los trozos de carne por otros y los ordenaban de un modo gracioso, al estilo nouvelle cuisine. Las piecitas de carne en los bordes. Una ensalada de hojas verdes en el medio de cada plato. Poco me importaba la calidad de la cocción. Nada más observé que se tratara de porciones distintas.

El Turco había perdido la razón y yo supuse que seguía su plan, pero ahí estaba yo dispuesto a que mi amigo no se pasara el resto de su vida preso por envenenar a una mujer a la que, cuanto mucho, Turco, debían quedarle un par de semanas de vida. Además, pobre señora, qué culpa tenía de cumplir años el día en que noquearon a Tyson.

Desde un lateral observé a la mujer comiendo, y por sus propios medios. Comía la porción que yo le había seleccionado. Deglutía con la voracidad de una adolescente hasta que manoteó una servilleta y comenzó a refregársela lerdamente por la boca.

Intuí que había terminado y sonreí. Misión cumplida.

Pero habría un Plan B. Seguro.

Sucede en las películas, entonces también en la vida misma. Se me antojó que la víctima era ideal, que nadie sospecharía de un homicidio. No era una mujer rica, su salud endeble y todos los años encima. Y además la temperatura, la comilona… Es más, pensándolo bien, nadie lamentaría -más de la cuenta– una muerte a los 101 años. Dirían: morir en medio de un festejo, la mejor manera de morir. Dirían: conoció los tranvías y conoció internet. Dirían: a ella le encantaban los yogures Yolanka, ¿te acordás? Dirían: llegó a bisabuela.

El problema era yo, que más allá de las palabras de circunstancia iba a sentirme cómplice de un crimen que hubiera podido evitar.

La casa del Turco dormía y él se regalaba un rato para mirar películas o partidos de fútbol de alguna liga extranjera. Muchas noches yo estaba ahí. La seguridad de la madrugada lograba una linda relación que se parecía a las noches del pasado. Sin hijos ni matrimonios a la vista. En esas noches, el Turco, ¿cómo decirlo?, el Turco se liberaba de lo que yo llamaba “la bestia social”. Hablábamos y nos tirábamos a charlar y a beber como cuando éramos jóvenes. Con la casa en silencio y el ferné, el Turco conseguía una química tristona que le daba un saludable estado de incoherencia.

Esa noche hablamos de Roberto Carlos.

-Voy a festejar mi cumple –me anuncia—. Y creeme, Román, creeme que los voy a cagar a todos.

Lo dijo asintiendo con el movimiento que hacen esos perritos de juguete que ponen en los taxis: un tic o un notable convencimiento. Algo. Enseguida llenó otros dos vasos de ferné, me estiró el mío y subió el volumen del televisor. Empezaba el segundo tiempo.

“Román, las relaciones humanas no hacen a la felicidad”. Y ahora tomando su ferné. “Un compromiso lleva a otro y a otro y en un momento chau, ya no sabés realmente quién mierda sos”.

¿Más ferné?

Gracias.

Amigos y entorno, igual a casamientos, barmitzvás, bautismos, cenas de trabajo, cumpleaños, reuniones familiares. Su mujer le llevaba la agenda y era muy raro que algún fin de semana no hubiera plan.

Terminó el partido y seguíamos en el living. En la repetición, el Real Madrid era campeón. El Turco se levantó, apagó el televisor sin esperar que repitieran los dos goles de Roberto Carlos y se dejó caer en el sillón como un meteorito.

—Me voy —avisé ante su desencanto que, supuse, tendría que ver con una remota antipatía por los campeones. Recuerdo que me incorporé de un salto, actuando decisión, pero me retuvo un comentario seco.

—¿No te parece que Roberto Carlos está loco?

Loco no me parecía el adjetivo. Hice como si nada y mientras me ponía los zapatos, volvió con el asunto.

—Sólo a Roberto Carlos se le ocurre semejante manifestación de optimismo.

No respondí porque no entendía nada.

—Un loco de mierda.

—¿Vos hablás del partido? –buscando sintonizar.

—¡Qué carajo me importa el partido! Te hablo del otro Roberto Carlos. Del nabo que canta lo del millón de amigos.

—…

—Nada, que no está nada bueno tener un millón de amigos, como dice la canción…Tener amigos es un quilombo. Hace años que no paro, que no me dejan en paz. Mis amigos y mi mujer y sus hermanos y los sobrinos, los primos, las tías, las cenas del club, los almuerzos de laburo, el aniversario de casado, la reunión de egresados, la oficina… Familiares, amigos, todos compromisos.

El Turco fue hasta la cocina y trajo la hielera. Volví a sentarme. Cambió el ferné por el whisky. Se bajó el primer vaso de un viaje. Volví a descalzarme. Hubo un largo silencio y otro largo trago.

JB le ayudaba a digerir la lista de responsabilidades.

—Román –dijo por fin- no doy más… ¡Pero voy a festejar! Y van a tener que venir… Todos… Incluso la turra esa –dijo con los dientes de Bulldog-. Muy caro me las va a pagar esa vieja hija de puta, ¿sabés?

—¿Qué vieja hija de puta?

—La tía de mi mujer. La vieja de mierda. ¿Yo te hablé de la vieja de mierda?

—¿Cómo se llama?

—Vieja de mierda.

—¿Vieja de mierda?

—Festejó 101 años un sábado a la noche.

—¿Y?

—¡¿Y?! Ese sábado noquean a Tyson y yo en Tapalqué… ¡Vieja de mierda! Y ni siquiera se enteró de mi sacrificio porque la Vieja de mierda está con alzheimer, viste… Además anda jodida de los pulmones y tuve que ayudarla a apagar las velitas… Algún pelotudo le puso 101 velitas… “Dale Turco, ayudá”, me decían…  Y los voy a festejar con todo el odio del mundo. Noche, aire libre, patio, quinta, asadito…

—¿Aire libre? ¿Vos no cumplís el 26 de junio?

—¡Por eso! ¡Mucho mejor! ¡Que sufran! ¡Que se jodan! ¡Que se mueran!

Decía yendo y viniendo por el living hasta que se estacionó en un lugar intermedio entre el plasma y Desiderata.

—Las hermanas de mi mujer son vegetarianas.

—¿Y? —era lo único que se me ocurría decir.

—Voy a encargar achuras, asado. ¿Te acordás que no yo no pude ir a jugar en la penúltima fecha del campeonato de veteranos?

—Me acuerdo.

—No estaba enfermo, Román. Dije eso porque me daba vergüenza contar la verdad. ¿Y sabés cuál era la verdad? Tenía que ir a la fiesta de egresados de la hija mayor de una de las hermanas de mi mujer. Conchudas, hijas de puta. Y yo, un boludo, Román, un sometido de mierda…

A la hora de la torta, la mujer del Turco pidió un lugar de privilegio para su tía y le acomodó la silla de ruedas a un metro del cumpleañero. Las viejas son como los chicos: el centro de atracción. Ahí supe que el Plan B estaba en marcha. Antes había sabido que las cuñaditas no probaron bocado en toda la velada.

Y llegó a mi memoria la anécdota de las 101 velitas. Claro, por supuesto que era el Plan B: el Turco le pediría a la tía que le hiciera una devolución de favores. La obligaría a desgañitarse hasta provocar una crisis respiratoria. La mujer tosería como una condenada y los espasmos desencadenarían en convulsiones y las convulsiones en un paro cardiorrespiratorio. Así de clarito y fatal.

Mi cabeza iba a mil, necesitaba lucidez, acompañar la situación y actuar en el momento indicado.

Un movimiento me arrancó de mi composición para colocarme otra vez en la escena: vi al Turco tomando un cuchillo Tramontina y pude notar cómo lo empuñaba a la manera de un facón. A la derecha, la tía; un poco más atrás, su esposa. A  la izquierda, más familiares. Y de este lado de la mesa, los amigos, los conocidos. Y yo.

La desquiciada reacción de un hombre de naturaleza contenida puede ser despiadada y bestial, pensé. La frialdad del cálculo quedó de lado y supuse que los hechos podrían ser mucho menos sutiles y elaborados. El cuchillo, la anciana, la proximidad entre ambos.

En un movimiento felino, para nada ágil, me subí a la mesa, intenté eludir los sanguchitos, hundí el pie derecho en el lemon pie y pateé un vaso.

Burlé el cerco familiar, me abalancé sobre los brazos del cumpleañero, aparenté un brote etílico-pasional y en un segundo terminé ubicado junto al Turco y su tía. Perdón, entre el Turco y su tía. Las risas se devoraron los insultos, aunque no pude impedir que las miradas me redujeran a la categoría de sujeto impresentable.

—¿Quién es este “sujeto impresentable” -oí.

Aproveché el desorden y forcejeé con el Turco hasta que le quité el cuchillo.

—Voy a servir yo… Quiero servir la torta. Es uno de mis momentos preferidos.

El Turco me miraba. Con el arma en la mano, mi cuerpo se desinfló en un único e interminable suspiro.

Misión cumplida II.

Cuando la fiesta se iba terminando supe que con ella se esfumaban las posibilidades de muerte. Sólo bastaba que la tía se fuera para concluir el estrés homicida que sobrevolaba el ambiente. A esa altura, yo no era un invitado sino un intruso. Me señalaban, yo me acercaba, ellos se corrían. No me importaba nada de nada. Con los años, el Turco iba a perdonarme y terminaría agradeciendo mi inmolación.

No me importaba pagar el precio del ridículo.

Empezó a llover. Supe que el agua que era una señal divina.

El frío y la lluvia. La mano piadosa de la naturaleza, pensé.  La gente apuró la despedida. El patio se vaciaba. Apenas, algunas siluetas conocidas que conversaban en pequeños círculos al resguardo de un toldo. Afuera, las mesas, las sillas mojadas, los restos de comida pasados por agua. El diluvio bíblico.

De lejos repasé las caras con el único propósito de ver dónde estaba la tía. En la carrera que trajo la tormenta se me había perdido. ¿Se habría ido ya? Yo había desarrollado un grado tal de concentración que la tía cobraba para mí un sentido excluyente. Como si tuviera relieve, así la veía. Barrí el lugar con la mirada y nada. No podía haberse ido. No sola. Tampoco podía estar muerta.  ¿Dónde estás vieja puta? Primero lo pensé y luego lo dije en voz alta, creo. Una nena que estaba por ahí corrió hasta su papá.

¿Y el Turco? ¿Dónde estaba el Turco? Ni la anciana ni el Turco. Se me erizó la piel. Fui hasta la cocina. El áspero trajín de la vajilla era la música incidental de mi exploración frenética. Pasé al baño, al de caballeros, y sin disimulo –echando a perder cualquier posibilidad de revancha con los invitados–, fui al de Damas.

Permisoooo…

La mujer que estaba contra el espejo se sobresaltó. Ayyy, es el que salta en las mesas, gritó. Había otras dos señoras. Gritaron.

Revisé los tres compartimientos abriendo las puertas bruscamente. La muerte era lo único que registraban mis pensamientos.

Salí desesperado y en el salón, solita y su alma, la anciana en su silla. No sé cómo había llegado hasta allí. Parecía derretida. La boca torcida, entreabierta, las comisuras alojando el residuo húmedo de la saliva. Los ojos como rajas. Ni un gesto, ni un respiro, nada que fijara un mísero testimonio de vida.

Sentí una mezcla extraña. Eran nervios, angustia y frustración. El Turco había logrado envenenarla. La había llevado a un apartado, seguro, y allí pudo consumar su plan. Había un Plan C nomás. Existen los planes C. Ahora el Turco estaba allí con cara de feliz cumpleaños despidiendo a los pocos invitados que quedaban. Gracias por venir, espero que se hayan divertido; fue una noche inolvidable; nos vemos, hasta luego.

Hijo de puta. Hipócrita. Asesino.

Nos cruzamos las miradas de casualidad. Me guiñó un ojo.

Eramos cómplices. El me lo había advertido.

Me acerqué a Vieja Centenaria y le tomé la mano, como pidiéndole perdón.

Hijo de puta, pensaba. Asesino.

¡Asesino hijo de puta y la puta que te parió Turco! –le grité

El volumen, pero sobre todo debe haber sido el tono de mis palabras. De golpe sentí que me apretaban la mano. Era la tía que se activaba como una de esas estatuas vivientes.

“Nene”, me dijo, “vos que sos bueno, ¿no vas al patio y me traes el saquito que quedó en esa silla?”

***

Los Beatles no tocaron más después de 1966. Esto quiere decir que Los Beatles nunca presentaron en vivo, por ejemplo, Revolver, por ejemplo Rubber Soul. Pensemos por un minuto que la banda más importante del mundo hoy, un U2 ponele, decida no dar más shows ni hacer giras. Que digan: si quieren más noticias nuestras, esperen hasta el próximo álbum. Los Beatles no tocaban. Preferían no hacerlo como Bartleby. Quizás con Los Beatles se haya inventando el concepto planetario de gira y Los Beatles lo desactivaron. Quizás Los Beatles mataron a Brian Epstein, que se ocupaba de una logística ya sin sentido. Quizás con Los Beatles se haya dignificado la  pereza (porque la pereza no es quedarse sentado en un banquito de plaza escribiendo cuando uno tiene fiaca). La terraza, acá arriba, miren el cielo, iuju, acá estamos, levanten la cabeza, irrítense, incomodonse, tengan tortícolis. Así de incomódos somos.

El tamaño de la molestia son los ingleseses haciendo visera para ver qué pasa allí arriba y allí arriba esta  John Lennon con el tapado de Yoko.

Miren para arriba. Y tortícolis. La tortícolis paraliza. Los Beatles cerca del cielo de Lucy. Lennon gana con la última imagen. Lo de Lucy y lo de obligar a levantar la cabeza.

***

Está bien, supongo que no se trata de saber quién se queda con la última palabra. Esto no es un ring de boxeo ni una contienda judicial. No me caben las generales del desprecio por el otro.

Prefiero hacer un ejercicio de autocontemplación. El tipo que se mira al espejo y dice: ¿qué hay de vos en todo esto? Yo, la cara contra el espejo, describiendo lo que veo. ¿Cuándo termina el juego de los equívocos? Estás triste, sos un átomo, una molécula, un idiota inventando nuevos problemas para tapar otros. Tratando de ser al menos un 50 por ciento de lo que te corresponde. Pero tiene que haber excesos, el camino de los excesos nos conduce al palacio del conocimiento. ¿Es así?

¿Cuánto tiempo se necesita para vencer el deseo?

¿Cómo volver a ser objeto?

Qué bueno ser objeto, objetivo, lugar, auto, heladera con freezer, plasma, zanahoria, vacaciones, motor pistero, objeto de deseo, objeto de felicidad. Ser parecido, comparable, asimilable, digerible, disfrazable.

Contra el espejo: a García le hubiera gustado ser Lennon, pero se tuvo que conformar con ser García; a mí me hubiera gustado ser Lennon, pero a nadie le importa tan absurda comparación. Nadie se va a tomar ese trabajo. Que quede claro y mil perdones. Pretender envidia ahora que somos tan indiferentes, nada mal. Ni hablar de envidia sana. Eso es catolicismo. Si sentís envidia estás poniéndote a la altura.

Una cosa es ser autónomo y otra, ser individuo. Parece que la indiferencia nos limita a un edicto personal. En la Revolución Francesa perseguían a los indiferentes. No había derecho a ser indiferente ante la cosa pública. El fútbol tiene más que ver con las sociedades. Escribo esto, mientras en la tele Del Potro da vueltas por su ciudad en una autobomba, con la cara del buen pibe que debe ser, ajeno a los diferencias. Niño y niño feliz de US Open. O sea. La Davis los somete a un espíritu gregario y patrio, devenido instancia atípica de fútil satisfacción. Lo impersonal de la Davis es un problema. Nivelar a Nalbandian una semanita es un inconveniente porque Nalbandian es impar todo el año, toda su vida y toda su guita. El estatus que empata por unos días siempre termina mal, todo mal: a uno le duele la panza, otro quiere la cancha más rápida o más lenta y la envidia, acá, democratiza, pero jamás es solidaria.

El único gran error es que no aceptamos la diversidad. Apenas si la comprendemos. Le golpeamos la pecera a lo distinto y cuando el axolotl se acerca le hacemos una muequita de contacto. Lo que definimos como profilaxis, pero nada de pluralidad; apenas el pintoresquismo de la corrección política.

Vos, yo y el que está contra el espejo.

Apartarnos para comparar es no aceptar la importancia de un otro. Entonces sos como una tosty de fragilidad. Entre paréntesis, la imagen crocante y desnutrida me hace acordar a los pedazos rotos del espejo interior que cantaba Migue Abuelo.

¿Cuánto se tarda en domesticar el deseo?

Los Muy se evaden y los socibles confían. La cuestión de la credibilidad es muy totémica.

Ok, tolerar. Coincidimos -vos, yo y el del espejo- en que tolerar es soportar amistades residuales.

Vos, yo y el del espejo es una mínima expresión.

***

Nada que tenga que ver con el ABL, las expensas y esa mina que está tirada en tu cama cansada de vos y de que te tires pedos delante de ella. “El amor primera parte”, la película de Llinas, es el agujero negro y la línea de flotación. La oda al enamoramiento es “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos”.

Kaufmann tiene una solución en la máquina del olvido. La mañana triste es cuando se acaba y se acaba pese a no tener Plan B. Las confusiones las conocemos de memoria: se llaman Pedro, Gustavo, Laura, Lucila, el de la oficina, la moza del bar. Lo más triste de todo es cuando tu confusión no tiene nombre. Cuando no hay nada en absoluto, ni siquiera la posibilidad de mencionar la palabra cariño y toda esa basura de las transformaciones convenidas culturalmente.

¿Qué pasa con el enamoramiento?, ese estado siempre peyorativo, ¿por qué no se aprovecha? Tendrían que existir políticas oficiales que aprovechen ese ímpetu de irracionalidad para poblar el mundo.

¿Qué pasaría si hubiera una cultura del enamoramiento en los países escandinavos? En la atracción -esto es químico- no tienen sentido la vanidad de las religiones y la inmodestia de los casamientos para toda la vida. Esto es químico: los especialistas hablan de serotonina, dopamina y no sé qué y te la crees porque la expectativa de vida mejoró: los 40 de ahora son los treinta de antes. La medicina te regala otros buenos diez años de existencia antioxidante.

En la perfección debe esconderse una clase de podredumbre, un fatal deseo de socializar. Los inseguros que tienden a eso posiblemente lleguen a jefes. Y el amor es perfecto. Tiene demasiadas reglas y se consolida en el estúpido sistema de valores y definiciones para cada etapa. Es un darwinismo patas para abajo. El enamoramientro es otra cosa. Es imperfecto. Esa es la clave.

Hay que volver a ser objeto, por dios, volver a casa, pero don’t drop me home because it’s not my home, it’s their home... Despilfarrar palabras es lo único que se puede despilfarrar.

***

Es la madre de Migue. Ni Natalia ni su ex.

“La mamá de Migue va a pasar a buscarlo a la salida del colegio”, escribe  en el cuaderno de comunicaciones. O, “preguntale a tu mamá”.

No había peleas, apenas una certeza sobre la condición del separado promedio y convencido. Sobraba respeto. Quedaba cariño. Suficiente, pensaban los dos. El auto y Migue eran lo único que tenían en común. Y la prepaga.

Hablaban de Migue y el colegio, de Migue y los amigos, Migue y las clases de inglés. Y hablaban de Tito. ¿Está bien o está mal que compartamos el auto? Para Vitagliano estaríamos en problemas. Me lo preguntó una noche, por teléfono, y nos reímos prometiéndonos averiguar si había antecedentes de tenencia compartida del auto.

A las 10 en punto de la mañana sonó el portero eléctrico.

¡Nosotros!

Germán los espera con la puerta abierta. Migue entra, hola papi, un beso a la carrera, y va hasta la cocina.

¡Yo agarro a Putus! –grita.

¡Bueno! ¿Con cuidado! ¡Despacito!

Natalia no quiere pasar. Se queda en la puerta.

Vayan despacio. Y llamen cuando lleguen, pide. ¿Te vas a acordar de llamarme apenas lleguen?

Obvio.

Migue se acerca abrazando a Potus.

Potus le tapa la cara. Le pesa.

Miren… lo puedo levantar. Yo lo llevo a Potus.

Las valijas en el baúl y Migue sentado atrás. Germán le dice que se ponga el cinturón. Acomoda a Potus al lado del nene y se las arregla para ponerle el cinturón sin que se le rompa ninguna hojita. “Ya está, papí, mirá a Potus… Potus está contenta”.

Germán sonríe: ¿Contenta o contento?

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Foto: Javier Legris

2 respuestas to “Todo lo que maté (parte 17 y última)”

  1. janfiloso Says:

    Buen final (incluido el divorcio).

  2. La hora Says:

    Y se queda con una planta!!

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