Todo lo que maté (séptima parte)

por Hernán Firpo

Shhh, está leyendo y está por escribir. Shhh, en 45 minutos va a dejar de leer y va a escribir. Una hora para leer; otra para escribir. Marito dijo que hay que hacer dos cosas por día que te desagraden y otras dos que te compensen el sacrificio. El prefiere empezar por los rescates. El día es demasiado largo, dice.

Pero ahora está leyendo. Shhh.

Se hace llamar Ernesto, sin hache. Silencio, por favor. Cuando lee, Ernesto sin hache se da cuenta de que sus palabras siempre suelen ser insuficientes y que nunca alcanzan para intrerpretar sus bienes símbolicos, como dice Bourdieu. Sufre en vez de leer, sufre cuando lee porque cree que sus limitaciones le impiden llegar a la emoción. Y sufre hasta que recuerda que narrar no tiene demasiado sentido. Pero rápidamente se olvida de ellos y se siente secretamente horrorizado porque mientras lee y mientras lee, nota que vive como el resto de la gente: utilizando menos de 150 palabras, y así, dice, así no se puede escribir.

Dice y piensa: así no se puede escribir, no se pueden expresar las emociones. Quizás una lengua, nada más que eso. Te amo es un tarugo sintáctico. Como decir boludo. Está al alcance de cualquiera, piensa, ¿pero cómo amar en palabras? Muchos actos de amor: escuchar, cuidar, esperar. A él le importan las palabras, no los hechos. La contemplación, la música de las palabras. Cómo transmitir el amor sin decir te amo. Eso es lo que lo tortura. El quiere hablar de amor de un modo arborescente y lleno de sentido. Que se le puedan escapar frases como: “Es de esas chicas a las que quieres tanto que sabes que luego sólo quedará dolor”. Ese tipo de emoción que te toma por completo. Esas formas que te diferencian.

Te amo, no, eso es lenguaje. Y por eso nunca dice te amo aunque ame, y sé que ama, y ama como un mortal, porque después de todo es un mortal y yo sé que escribió su nombre en las paredes y sé del secreto que revela otro ser. Pero él no lo va a decir, no se lo va a decir hasta que pueda prescindir genéricamente del concepto de amor.

Emoción es otra cosa. En silencio, ante todo, mientras da vuelta las páginas y mientras lee, busca la historia, la subtrama, lee lo que dicen, lee cómo lo dicen. Lee muchos libros en un solo libro. Piensa en que se podría hablar del cielo y el mar; del murmullo de las hojas, de los animales, los rostros, las máscaras, los cuchillos en cruz. Que hay lenguas que pactan de una manera no verbal. ¿Pero cómo desbordar la forma verbal? Ese es el gran tema. Los árboles, los animales, los cuchillos. ¿Cuántas cosas, cuántos objetos, cuánta gente habla sin lenguaje?

Ahora cierra el libro, todos los libros. Ensaya decir de corrido dos oraciones completas. Sujeto, verbo, predicado. Analiza sintácticamente una página entera. Abre de nuevo el libro todos los libros, y va hasta la página 248. Empieza señalando una subordinada. Enseguida marca si el sujeto es simple o si es compuesto. Luego vienen los núcleos y los modificadores del sujeto. De pronto se da cuenta de que ya no sabe terminar una frase sin una exclamación. Ni siquiera puede pronunciar  el “boludo” compactador. Carraspea, piensa que carraspear es una forma de comunicarse. Y carraspea. De ahora en adelante, se va a aclarar la garganta para respirar y que la boca sea el pico vertedor de la memoria. Ya ni del conocimiento ni de la razón. De la memoria. Primero memorizar, luego aclararse la garganta con una tosecita continua y entonces sí, el canal aliviador apto para el derrame de lo memorizado, punto seguido, sin puntos, sin significados, sin Saussure, sin gramática.

Mención y a llenar el renglón de cursivas como hacen los chicos, repetir hasta el cansancio. Como si memorizar fuera conocer. ¿Y por quién doblan las campanas? Ir al bar, ¿y por quién doblan las campanas? Leyó ¿y por quién doblan las campanas? y lo repite, lo mete como un Rasty en cualquier parte del texto. Memoria. Carraspeo o memoria.  ¿Y por quién doblan las campanas?

Se aflige por su incapacidad Ernesto sin hache. Para ser estrictos y consecuentes con todo esto, él dice que quería ser Cheever y decidido a todo, a memorizar y a todo, había empezado haciendo el esfuerzo de experimentar la libertad en las malformaciones parentales y sociales.

¿Para qué estar con alguien que no te cambia la vida?

Cuánto mejor encontrarse con una sociedad en términos más espontáneos. Cuánto mejor…

***

No nos veíamos nunca con mi hermano. Me hace acordar a  El Asco, de Castellanos Moya. Nunca nos llamábamos porque no teníamos nada de que hablar. Habíamos podido hacer nuestras vidas sin siquiera precisar al otro. Ni odio, ni rencor. Ojalá. Al principio, algo parecido a la convención del desprecio hasta que finalmente, hábitos de los animales de costumbre, logramos orbitar en el descanso de la indiferencia. Y cada uno por su lado

Yo que elegí apartarme. No puedo soportar que mis reclamos, mis luchas sordas, mis imposturas y desacatos sean la desidia en el otro. Plácida indiferencia. Groucho no podía pertenecer a un club que lo aceptara como tal. El sabía cómo decirlo sin caer en alegatos. La hendidura es la salida.

Estuve años pensando en el fichaje de la sangre. Y llegué a la conclusión de que la sangre es casualidad. Y estas relaciones ya no dañan ni deberían dañar. Tendríamos que aprenderlo, pero cuando aprendemos —porque nos enseñan—, estamos obligados a entender que la familia es la base de toda sociedad y es arduo: son demasiados años de cuidados judeo-cristianos; demasiados años de culpa y fervor.

Ahora yo tengo que escribir. Déjenme solo. Soy yo en primera persona y aprovechando la inercia. Estoy solo, absolutamente solo, disfrutando de mi intemperie. Soy el único asesino serial sin club de fans. Nadie me registra ni me imputa. Sobre mí no existen sospechas. Quizás todavía no hayamos llegado a una evolución primermundista de los asesinos seriales seriamente catalogados. Nada del Petiso Orejudo o Robledo Puch, simples calaveras armadas. Veinticinco años es poco tiempo para desarrollar una matriz. Esta clase de desviaciones quizás sean posibles en las democracias avanzadas.

Ya sé que para escribir hay que leer y leer es aceptar la angustia de las influencias, pero bueno, me tienen que dejar un rato porque no puedo soportar esto de los empujones. Ey, las advertencias y fijate esto y fijate esto otro y que me anden sacudiendo desde cualquier lado.

Leer cualquier libro que pasa por mis manos. Y querer leer todo, todo lo que puedo, absolutamente todo, sin importar género, temática, historias, ensayos, biografías, divulgación, periodismo, autoayuda, plaquetas, poesía. Cualquier lectura teniendo un dominio sobre el deseo. La aritmética de la lectura, el fraseo como condición, el sujeto y el predicado, los adjetivos. ¿Y por qué tengo que  mirar esos adjetivos si son adjetivos y si hablamos y vivimos gracias a los adjetivos? Leer y escribir pasa a ser leer, igual a escribir. Rapto y confusión. Autoridad. Eso tuvo una fecha que decidí mientras tecleaba estas líneas: 23 de febrero de 2009.

Miro hacia arriba y digo: 23 de febrero de 2009. Nos, los representantes del club de narradores omniscientes, tomamos nota. No sabemos para qué va usar esa fecha o si la va a usar. Según cierta metodología de apropiación, es posible que esto lo hayas leído en alguna parte. Es factible que sea así porque es imposible de otra forma.

Leer en la búsqueda de auxilio: el antiguo concurso del placer devenido condena. Hoy es leer para encontrar más palabras que lo ayuden a contar acerca de sus emociones.

¿Sabés qué pasa? No puedo decir estoy emocionado ante cualquier cosa que me emociona. No es lo mismo la emoción de una película que la emoción, no sé, de una mujer teniendo un orgasmo y después llorando. ¿A vos qué te pasa cuándo una mujer que está con vos acaba como una perra? Acaba como una loca, grita, llora… ¿Te pasó eso? ¿Y qué te pasa cuando llora y después te abraza fuerte fuerte? Okey, algo te pasa. No podés decir: me emociona. No podés: te amo. No podés decir: es la primera vez que me pasa. Cuando se usan, las palabras salen mal. Es horrible, improvisás tanto que al final siempre terminás diciendo lo mismo.

Germán cree eso cuando es Germán. Escribiendo, cree eso. Cree eso cuando es Ernesto sin Hache. Leyendo cree eso. Necesitan ayuda. Todos ellos leen para encontrar en las palabras algún metaformulismo. Anotá: metaformulismo. Te amo, te odio y los metafortmulismos.

Buena parte de la literatura debe hacerse con el cuerpo. El deportista, in corpore sano, pide palabras prestadas, ajenas; el deportista quiere ideas porque las que tiene lo están dejando aislado. El, como todos, está hecho de tiempo. Es tan real que se asusta. ¿Quién dijo que en la ficción somos todos vírgenes? Y lee como loco y se asusta y escribe y no es para hablar de su vida lo que escribe –la vida, qué pretensión–, es para hablar desde los estados de ánimo. Como hizo Gombrowicz. Un estado de ánimo divisible, indisimulable y para nada universal.

Te amo, te odio y el metaformulismo.

Hoy Germán y Ernesto sin Hache creen eso cuando son Germán y Ernesto sin hache. Ellos tienen la suerte común de orientar sus lecturas. Saben que hay libros a su medida, hechos para ellos. Tienen la satisfacción de no necesitar saber qué se lee. Encontraron lo que les gusta leer y ya no temen por los pozos ciegos de su cultura. Los dos dicen que la literatura no debe ser un acto de abatimiento.

Germán está leyendo. Eso es lo que está haciendo, tirado en el sillón del living, buscando con su cara el solcito que aparece por la ventana. Cuando escriba pasará del sillón a la silla de escritor que se compró cuando escribía una novela. El sillón y la silla están a menos de un metro.

La computadora anda encendida hace con ese zumbidito del ventilador del CPU. La musiquita que adivina la suerte. Está leyendo y está a punto de escribir. Hoy va a escribir con Mario Levrero. Eligió a Levrero para que lo ayude.

Hace 16 años que marca libros. Empezó con uno de Paul Auster. Marcar es leer. Releer es leer. Si un día te mandaran a la bendita isla desierta y tuvieras que elegir diez libros, piensa él, habría que llevarse uno solo y leerlo de diez maneras diferentes. Se puede. Es un deber. Vale la pena estar siempre con el mismo libro y leerlo de infinitas maneras. Marcar erudición radiante, metonimia discursiva, epistemología, barroquismo Carpentier, grandeza, estado de ánimo, concepto, imágenes. Marcar para protoplagios quiméricos y para cleptoescrituras.

En cinco años, Germán seguramente vuelva sobre estos libros, sobre algunos de todos estos libros que tiene acá. Y releerá a Puig: hay autores que se releen antes de ser leídos. Este es el curioso caso de los lectores somáticos. Cómo olvidar semejante retórica. Un libro solo y mil lecturas. Eso es posible y hasta es posible que el libro resista el paso del tiempo. A veces da pánico releer. Da pánico volver sobre una película que nos gustó. Pánico reencontrase con amigos. Los amigos también soportan lecturas y relecturas. Pánico darte cuenta de que todo pudo haber sido un error y que los errores humanos que más duelen tienen que ver con las elecciones de cada uno. Nadie debería discutir a sus padres. Mejor perder de golpe, hacer un duelo grande y que mamá y papá se mueran juntos, los dos a un nicho bien cremaditos. Que te separes de todo lo que haya que separarse de una sola vez. Es preferible, más higiénico, mejor la maquina de matar israelí que la voluntad del serial palestino.

Papá me tuvo, pero ¿yo lo tuve a él?

Mamá me tuvo, ¿pero yo la tuve a ella?

En dos años volverá a espiar a Proust. Releerá y tendrá que preguntarse por qué marcó determinada cosa. Se reirá de sus marcaciones y de sus anotaciones. Le molestará que el náufrago de García Márquez hable como García Marquez y no como el iletrado bruto que era. Y le molestará mucho más leer que el cielo sea de un color acero u ocre. Y más le molestará haber marcado esa frase para memorizarla en algún momento de su tartamudeo axial. Marcar como Román Albornoz e insistir con escribir.

“Otra vez vos, Albornoz, ¡por favor!… Ya lo intentaste —retumbaba en mi cabeza—. La literatura no hizo nada para merecer esto. ¡Dejala en paz, Albornoz!”, me rogaba esa especie de demonio.

Pero otra provocaba el terco deseo de escribir. Era una voluntad mecánica que manejaba mi mano.

No las ideas. La mano.

“Albornoz, ¡hay fútbol! Albornoz, poné Fox que hay fútbol, ¿cómo te lo tengo que decir?”.

“¡La birome, Albornoz, no hagas caso, la birome y el cuaderno, Albornoz…!”, decía la otra voz.

Parte 1

Parte 2

Parte 3

Parte 4

Parte 5

Parte 6

Foto: Javier Legris

4 respuestas to “Todo lo que maté (séptima parte)”

  1. Mister Says:

    «Releer es leer. Si un día te mandaran a la bendita isla desierta y tuvieras que elegir diez libros, piensa él, habría que llevarse uno solo y leerlo de diez maneras diferentes».

  2. valeria Says:

    me gusta esa idea de las marcas de nuestros libros, nuestras marcas. y la guadaña al acecho, siempre.

  3. janfiloso Says:

    Buen capítulo. Las lecturas/escrituras, muy bien.

  4. Mister Says:

    Curiosa la literatura, es verdad. Se necesitan editoriales, papel, editores, librerías, libreros, agentes de prensa, publicidad, palabras y lo peor de todo: escritores.

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