La extinción de los hombres de letras

por José Playo

Todos los buenos escritores estaban muertos, se habían vuelto locos o se dedicaban al periodismo.

 

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Yo necesitaba discreción, alguien que no preguntara, que pudiera hacer el trabajo, terminarlo y desaparecer.

Puse un aviso en el diario:

«Busco escritor para importante tarea».

Al día siguiente me senté a esperar en la habitación del hotel que había elegido.

Es el lugar apropiado para las citas. Una vieja construcción que resiste el paso del tiempo, enclavada en un área céntrica y ensombrecida por la infinidad de edificios que se han levantado a su alrededor. En épocas anteriores, imagino, cuando los alojamientos escaseaban en la zona, debió tener sus días de esplendor, ahora el progreso le ha pasado por arriba y de todo su glamour sólo queda una fachada lúgubre con balcones señoriales que abrazan con robustez a los ventanales de altos postigos de madera.

Una máscara grotesca de cemento que llora lágrimas de suciedad.

La recepción es pequeña, con un mostrador derruido sobre el que descansa un cuaderno antiguo de anotaciones abierto siempre en la misma página. Detrás de la silla hay un armario sin puertas del que penden algunas llaves y el encargado jamás se molesta en mirar o preguntar. Las escaleras que conducen a las habitaciones están cubiertas por una alfombra vieja y raída, todo el trayecto está franqueado por lámparas muy débiles que bañan las paredes con una luz amarillenta y espantosa.

La puerta de la habitación es grande, con una antigua cerradura que parece la cara de un león y los goznes herrumbrados rechinan cuando se abre.

Es un ruido horrible.

Adentro, en una habitación amplia, sentado junto a una imponente cama de gruesos barrotes de bronce, estoy yo sentado tomando las entrevistas. El colchón donde apoyo mis papeles está curvado casi en su totalidad por un peso invisible.

El primero en golpear la puerta esta vez fue un linyera.

Lo hice pasar y le indiqué la silla frente a la máquina de escribir sobre el escritorio.

—Puedo darle mis referencias —me dijo.

—Preferiría que empecemos a tipear.

Era un desastre. Usaba los índices y aporreaba el carro con torpeza cada dos palabras. En varias oportunidades los dedos cayeron a la vez y las paletas se entreveraron formando una huesuda mano metálica en el corazón de la máquina.

Después de cada error, se quejaba con un chistido.

—Déjelo.

—Pero yo puedo…

—Usted no ha tocado una máquina de escribir en toda su puta vida.

Todavía no se había disipado el olor rancio del sudor del primer candidato cuando golpearon nuevamente la puerta.

—Adelante —dije.

Entró una gorda. Tenía la cara recubierta por una espesa capa de maquillaje, los párpados delineados con violencia, los ojos pequeños girando nerviosos hacia todas partes. Llevaba una camisa muy ajustada, con los botones tirantes por encima de las tetas más grandes que había visto en mi vida.

Le indiqué la silla, que crujió cuando se dejó caer en ella.

—Escriba lo que le dicto, por favor.

No alcancé a decir la primera palabra cuando ella giró para enfrentarme. Separó las piernas y me dijo:

—Si me da el trabajo le muestro una teta.

—No. No va a hacer falta.

—Si me da el trabajo le muestro las dos tetas y me subo la falda.

—Señorita, yo…

—Si me da el trabajo lo dejo tocarme… donde quiera.

—Mire, la idea es que…

—¿Quiere que se la chupe?

Tuve que tomarle los datos y prometerle que la llamaría al día siguiente para que se fuera. Antes de regresar a la cama cerré con llave la puerta.

Los tres candidatos restantes eran muy jóvenes: un punk con una cresta en la cabeza; un muchacho vestido de mozo que dejó sobre la mesa de luz su bandeja; un niño que no paraba de masticar chicles y en ningún momento se quitó los auriculares de las orejas.

La juventud estaba podrida y no valía dos centavos. Nosotros, los más viejos, nos habíamos encargado de empequeñecerles la cabeza enfrentándolos con Güiraldes, Borges, Echeverría y Cervantes en los colegios. Nos habíamos encargado de aburrirlos hasta la muerte, endilgándoles falta de interés y de talento, empujándolos a los brazos de la paja frente a las computadoras, los babeos oligofrénicos sobre las consolas de los juegos, los tropezones con las patinetas.

Ninguno de ellos llegaría jamás a la portada de ninguna revista, jamás nos contestarían con otra cosa que con un bostezo, y toda la culpa era nuestra.

Ya no quedaba ninguno con pasta para ser escritor, por eso me asombré cuando golpearon la puerta por última vez esa tarde y entró el muchachito.

Tenía una cicatriz importante sobre el labio, donde el bigote se le partía en una “s” de curvas suaves. El resto de la barba le crecía por motas irregulares poblándole en parte las mejillas. Usaba antejos pequeños de cristales redondos, tenía un aire ligeramente intelectual.

—Yo soy el indicado para este trabajo —fue lo primero que dijo.

—Ya veremos. Lo que necesito es que usted escriba…

—Lo que sea. Puedo escribir lo que sea —interrumpió —. Tengo muchas ideas, pero me falta método, carezco de rigor. Necesito aprender, pero entiendo que sólo puede hacerse escribiendo. Tal vez usted pueda recomendarme cosas.

—Si hay algo que hago mal —dije, armándome de paciencia —, es recomendar cosas. Una vez le recomendé a un amigo que levantara la mano en un campamento en el que pedían voluntarios y se pasó cuatro días juntando leña. Además, en el acto de recomendar anida siempre el germen de la soberbia, y…

—Usted no entiende, la gente no tiene cuidado, en especial con los libros; hay cada pelotudo por ahí recomendando cosas que a uno le dan ganas de agarrarse un huevo con cada mano y hacerse una trenza.

—Lo entiendo —dije conmovido.

El muchacho ya me había convencido, pero no me animaba a demostrárselo hasta no estar seguro de su talento. Tuve que hacer un esfuerzo para no demostrar mi ansiedad ante aquel coloquio que parecía estar poniéndole vida a mis conjeturas acerca de la pasividad, de la falta de interés.

Escucharlo era como leer mis pensamientos.

—Nadie recuerda ya que recomendar, en cierta forma, es orientar. Y lo que debería hacer la gente que recomienda es construir positivamente, no aplastarnos —concluyó cabizbajo.

—Los buenos profesores hacen eso —aventuré.

—El colegio sólo me sirvió para enemistarme con los libros —retomó con vehemencia—. Toda la curiosidad que me habían despertado las bibliotecas se esfumó frente a una pizarra dividida en dos por una mujer que me explicaba que leer historietas y cuentos de terror era atentar contra la buena literatura. Esa vieja circunspecta, a la que sólo le faltaba el tic de enrular con los dedos la punta del bigote cuando hablaba, me requetecagó a golpes en la cabeza con libros que se convirtieron, de buenas a primeras, en mis enemigos. Cada mañana camino a su clase tenía la sensación de que iba a una batalla.

—Lamento escuchar que el colegio haya sido eso para usted —me sinceré.

—Ni se imagina —retomó, ya sin mirarme, con los ojos fijos en el papel en blanco atrapado en la máquina—. Fue una época en la que yo arrastraba el cuerpo agónico de mi lector interior por la Biblioteca Circulante de la calle Deán Funes, pidiendo de rodillas que me dieran “libros fáciles” para alimentarlo y curarlo. Mi lector interior estaba herido de muerte —dijo negando lentamente con la cabeza—; la carne hincada por sablazos que inoculaban el veneno del desinterés y de lo inalcanzable. Si aquello que la mujer me presentaba como “buena literatura” era la única opción —dijo levantando el índice de la mano derecha —, yo, con mis deseos de escribir historias simples, estaba en el horno.

—Eso es lo contrario de lo que yo llamaría un buen profesor —reflexioné en voz alta con la vista comprometida por las lágrimas.

—No lo supe entonces, pero esa mujer hizo que yo deseara con todas mis fuerzas hacer de mi vida cualquier cosa que no fuera escribir ni leer. Después de varios turnos de exámenes en los que recaía rompiéndome las narices, ella ganó con su pizarra, su métrica, su estética de las letras, sus modos puntillosos; y yo me juré que no volvería a tocar un libro mientras viviera.

—Este trabajo sería ideal para usted, entonces —dije conteniendo el entusiasmo.

Mi declaración espontánea le devolvió la sonrisa y yo empecé a sentirme realmente bien por primera vez en meses.

—¿Tendremos tiempo de leer? —quiso saber.

—Mucho tiempo, pero primero debemos escribir para generar ideas y darles forma.

—Tengo muchas ideas para estructurar novelas, si a eso se refiere.

Sonreí. ¿Qué hace que un libro sea bueno o malo? Más allá de las convenciones, me pregunto: ¿que esté bien escrito, responda a un movimiento y se valga de ciertas herramientas y recursos? ¿Que cumpla con disposiciones formales que lo encuadran en un género? Yo, como tantos otros en la historia de la literatura, buscaba producir libros distintos, apostaba por utopías salvajes.

—Voy a darle libros para que lea —aseguré —, pero pretendo que con ellos usted reviva lo que a mí me impactó de esos textos. Quiero que se envenene, o se excite, o se exalte, o se escandalice —enumeré con los dedos de la mano —; quiero que se infecte, para bien o para mal, con lo que esconde cualquier texto.

Un brillo ambicioso refulgía en su mirada.

—¿Usted cree que yo puedo ser un buen escritor? —indagó.

—No lo sé. Yo sólo sueño con que la gente se contagie, se dé contra las paredes y acabe lamiendo los ladrillos en busca de otros libros, sólo así podemos salvar a la literatura. Las buenas ideas nos esperan siempre, pero mudan de escondite cada vez más seguido y hay que rastrearlas.

—Entonces sí tengo esperanzas —dijo intentando esconder en una afirmación su pregunta.

—Lo esperan muchos libros —dije—, algunos de ellos le guiñarán los ojos buscando su complicidad, otros le ofrecerán historias que sin mediar palabra se pondrán en pelotas y le presentarán putas, le convidarán tabaco y le musicalizarán las fiestas —aseguré.

Su cara se arrebató con el tono cálido de la vergüenza y nos quedamos en silencio, a solas cada uno con sus cavilaciones.

Un grito lejano y amortiguado que llegó desde alguna otra habitación nos hizo reaccionar.

Me puse de pie y le dije:

—Empezamos ahora mismo, si le parece.

Una sonrisa cargada de ilusiones destelló en su rostro. Nacía desde sus dientes amarillentos, pero también desde su corazón quebrado, que a la luz de mis dictados comenzaría a sanarse.

—Lo primero que quiero que escriba es: PREMIO CLARÍN DE NOVELA, EDICIÓN 2008.

El muchacho se enfrentó a la hoja y empezó a tipear.

—Este ejercicio me servirá a mí para pasar al papel mi novela; y a usted para aportar ideas que enriquezcan la historia —expliqué.

Escribió la primera línea en mayúsculas, corrió el carro hacia la punta un par de veces, se acomodó los anteojos y suspendió los dedos sobre las teclas, atento a mi voz.

Con suerte el libro estaría listo en un par de semanas y así nacería una nueva oportunidad.

Lo importante era que su inteligencia y su constancia me dieran lo que no tenía: un libro de verdad.

Ya casi no quedaban buenos escritores, a todos les había silenciado las manos en esta misma habitación y ahora frente a mí trabajaba uno de los últimos candidatos con el talento y las inquietudes necesarias para reavivar el fuego de las letras.

 

12 respuestas to “La extinción de los hombres de letras”

  1. vanedesanz Says:

    ahhhh me encanta tu forma de escribir, sobretodo la forma en la que describiste el hotel y sus años de esplendor, eres muy bueno!

  2. janfiloso Says:

    concuerdo

  3. Lytton S. Says:

    está con vos, Q

  4. La extinción de los hombres de letras « Peinate que viene gente Says:

    […] texto se publicó también en La Lectora Provisoria, lo cual me pone muy contento.) (. . . breve, relato, para, graficar, un, monton, de, cosas, que, […]

  5. Galois Says:

    El texto de Playo me gustó, pero de los comments me surgen algunas dudas:
    ¿qué partido estaba viendo Té Lytton?
    ¿A qué se refiere con eso de ‘está con vos, Q’?
    ¿Q en realidad es J.Playo? Porque la Vane elogia a Playo. ¿O no?
    ¿Qué dice Flavia de estas pasiones desatadas?
    ¿Se refiere Mr.Té a Janfiloso?

  6. Lytton S. Says:

    Es verdad, como dice Galois estaba viendo otro partido. Fue un error involuntario. Si le sirve de algo, felicito al autor. Es un cuento muy bien narrado. ¿Tiene Playo libros publicados?

  7. Lytton S. Says:

    Veo que Playo es cordobés. Córdoba me recuerda a Sergio Aguirre, autor de una novella excelente llamada «Los vecinos mueren en las novelas». La recomiendo.

  8. Galois Says:

    Vaya a su blog, Té Lytton. Y pregúntele al mismísimo José.
    Es muy amable y seguramente le responderá.

  9. Galois Says:

    Ah, si tiene dudas sobre mi consejo, clickee en la zona azul del comentario escrito a las 5:27 pm.
    Así de fácil es.

  10. José Playo Says:

    Muchas gracias por los comentarios. Abrazos.

  11. Pablo Giordano Says:

    Playo tiene libros publicados. Peguelé hasta dejar Morado (Ediciones del Boulevar 2006) y Peinate que viene gente (mismo sello 2007).-

  12. SuperMazo Says:

    Me gustó, caminaba por ahí y no se cómo di con esta joya. Por supuesto, pondré el link. Un saludo.

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