Diario mediterráneo (IV)
por Yupi
Lunes
Casi todos los historiadores, y todos los alemanes, retrospectivamente están de acuerdo en que sólo había una manera de detener la locura nazi: destronar a Hitler. De hecho lo intentaron un par de veces. ¿Será el caso de Putin? Como mínimo va camino a un desastre que matará a miles de personas y dejará en la miseria a millones. Hitler no podía vencer. Y lo sabía. A partir de esta certeza sólo le quedaba producir el máximo daño posible, sobre todo en las propias filas. Los soldados de la Wehrmacht, con diferencia los mejores soldados de Europa, no tuvieron forma de evitar inmolarse en Stalingrado; el brillante Rommel no tuvo forma de evitar la derrota en El Alamein; las mujeres de Berlín no tuvieron forma de escapar y fueron sistemáticamente violadas por el ejército ruso. Los nietos de esas mujeres son los dirigentes de hoy, que contemplan con terror la vuelta de un pasado nefasto, tanto que Alemania por primera vez en setenta años destinó el 2 % de su PBI al rearme bélico, con el correspondiente cimbronazo económico. Aun peor que los muertos de una guerra son los encuentros con los sobrevivientes que en realidad ya no están completamente vivos. Quien regresa del infierno lleva una marca, y quienquiera que lleve la marca parece un fantasma entre nosotros. ¿Pensarán en ellos los que juegan alegremente con bombas atómicas y plantas nucleares? Tal vez hemos llegado al punto a partir del cual sólo quedan dos opciones: la ruina general o la salvación general. El XXI puede ser el siglo del comienzo de la civilización mundial o el siglo del comienzo de la barbarie mundial, si no ya el siglo del fin del mundo. El colapso sería repentino y podría ser completo y definitivo. El camino de la civilización, en cambio, lleva más tiempo.
Martes
Nunca subrayé un libro, desde que nací hasta hoy. Tampoco vendí un libro en toda mi vida. Esto fue gracias a la suerte ya que uno puede necesitar plata para comer, y con la comida no se bromea, pero nunca llegué a ese estado límite. Los argentinos no le damos mucho valor a la comida. Dice bastante de nuestra historia porque es lo último que haría un europeo, aunque fuera multimillonario. Las guerras civiles y mundiales no están tan lejos. Cualquier abuelo recuerda haber probado el pan blanco o el azúcar recién de adulto. Desde luego, en la Argentina una parte de la población nunca sale de la pobreza, quizá porque nunca ocurrió un desastre de tal magnitud que afectara a todo el tejido social, del primero al último. No hay conciencia del todo. Para bien y para mal somos partidarios del individualismo de masas.
Miércoles
Le preguntaron a Chesterton qué autores contemporáneos leía. “Ninguno”, contestó. «Nada más que escritores muertos y relatos policiales». No nos indignemos demasiado porque César Aira podría contestar lo mismo hoy. De esta respuesta me interesa especialmente la última parte. En los relatos policiales la construcción lo es todo, por eso son los favoritos de los escritores, sean ortodoxos o vanguardistas. Los trucos aparecen en primer plano, listos para usarse en otro texto: dosificación de la información, puntos de vista, alternancia de diálogos, etc. Si yo fuera Aira (ya que estamos) me haría dos preguntas con vista a un artículo o un ensayo corto sobre literatura policial, las más prácticas, o las menos filosóficas. ¿Cuáles son las dos grandes líneas del policial? ¿Y qué características las definen? Las digresiones le darían a un buen detective una considerable cantidad de indicios sobre mi modo de vida, mi estilo: las andanzas por librerías y galerías de arte, las sesiones de lecturas, las charlas con amigos, las películas favoritas, hasta los paseos en bicicleta. De un lado estaría la escuela materialista, representada por Sherlock Holmes: la ceniza en la alfombra, la mancha en la cortina; del otro lado la representada por Hércules Poirot, que va directo a la psicología del asesino. Esta última escuela se diría más eficaz, porque el motivo está en la mente, no en la cortina, pero por eso mismo es menos poética. Naturalmente el culpable del crimen sería yo; es decir, Aira.
Jueves
El arte de escribir cartas. Otra tradición arrasada por Internet, de la que el e-mail fue el canto del cisne. En cierto sentido favorece al escritor. Toda carta es un documento incriminatorio. De Shakespeare, faltaba más, no conocemos ninguna carta, y de Dante nos queda la famosa carta al Can Grande della Scala, que a los expertos les parece auténtica y a mí dudosa. Las cartas de Kafka, magníficas, como todo lo suyo, son quizá demasiado austeras para el goce completo del lector. Lo cierto es que existen incontables buenas colecciones de cartas: las de Cicerón, las de Walter Benjamin, las de Adorno (una mina de oro para tesistas), las de Emily Dickinson, las de Jane Welsh, las de Raymond Chandler, las de Gombrowicz, las de Victoria Ocampo a sus hermanas, la hilarante correspondencia de Fogwill con Osvaldo Lamborghini, entre muchas otras. Mi corresponsal favorito es Lord Byron. No es una preferencia original porque las cartas de Byron, además de ser divertidas, están consideradas entre la mejor prosa inglesa del siglo XIX. Traduzco por placer el final de una carta, que lo retrata muy bien:
Como otras fiestas de este tipo, primero fue silenciosa, después hablada, después argumentada, después disputada, después ininteligible, después populosa, después tartamuda y después borracha. Cuando llegamos al último escalón de esta gloriosa escalera fue difícil volver a bajarla sin tropiezos; y, para coronarlo todo, Kinnaird y yo tuvimos que conducir a Sheridan por una maldita escalera de sacacorcho, evidentemente construida antes de la invención de los licores fermentados, en la que no había pierna, por torcida que fuese, que pudiera acomodarse. Tanto él como Coleman estuvieron, como siempre, muy bien; pero yo me dejé llevar por el vino, y el vino se llevó mi memoria, de modo que todo fue hipo y felicidad durante la última hora más o menos, y no recuerdo nada de las conversaciones. Aprovechemos al máximo la vida y dejemos los sueños a Swedenborg. Sinceramente tuyo etc, Byron.
Viernes
Lectura de algunos ensayos de Benedetto Croce. El avance de la cultura digital sobre el objeto libro vino de la mano necesariamente de un replanteo de los formatos. ¿En qué sentido se puede hablar de géneros literarios? ¿Cuánto tiempo más pueden durar? La poética y la retórica antiguas intentaron hacer una distinción estricta entre las diversas formas de expresión poética y atribuir a cada una de ellas una naturaleza específica e inmutable. Creía que los diversos tipos de poesía se distinguían específicamente entre sí, que la oda y la elegía, el idilio y la fábula tenían sus propios temas y sus propias leyes. El clasicismo hizo de esta visión el principio básico de su estética. Para Boileau la comedia y la tragedia tenían cada una su propia naturaleza y ésta debía determinar la elección de sus motivos, personajes, medios lingüísticos. La crítica moderna trató todas estas diferencias como lastres que simplemente debían tirarse por la borda. Benedetto Croce fue más allá. Explica todas las divisiones de las artes y todas las distinciones de géneros artísticos como meras nomenclaturas que pueden tener un propósito práctico, pero carecen de toda significación teórica. Según él, tales clasificaciones tienen tanto valor como las letras bajo las cuales organizamos una biblioteca. El arte no puede descomponerse en sujetos individuales según los medios de representación. La síntesis estética fue y sigue siendo una unidad indivisible. “Puesto que toda obra de arte expresa un estado de la mente”, dice Croce, “y el estado de la mente es individual y siempre nuevo, así la intuición significa infinitas intuiciones que no pueden reducirse a géneros. Cualquier teoría de la división de las artes es infundada. El género es uno, mientras que las obras de arte individuales son innumerables: todas originales, ninguna traducible a la otra”.
En general se ha juzgado la postura de Croce como demasiado abstracta, o extrema. Cuando veo a los jóvenes escribir con sus pulgares en un teléfono me pregunto si no se quedó corto.
Sábado
Lema de un reloj de sol cerca de Venecia: “Horas non numero nisi serenas”. Sólo cuento las horas serenas. Hay una suavidad y una armonía perfecta en las palabras y en el pensamiento. De todas las concepciones es seguramente la más clásica. Qué buena lección se transmite a la mente: no tomar nota del tiempo, sino por sus beneficios, retener sólo las sonrisas y desechar el ceño fruncido del destino, componer nuestras vidas de momentos brillantes y amables, girando siempre hacia el lado luminoso de las cosas, dejando que las sombras se escapen de nuestras imaginaciones. ¡Qué diferente del arte generalizado del auto-tormento!
Hace muchos años durante un viaje vi ese reloj, leí ese mismo lema y lo retuve quizás con la intención de comentarlo alguna vez. Hoy encontré mi comentario escrito por Hazlitt.
Domingo
En la playa de noche. Me acuesto en la arena a mirar las estrellas. ¿Cuántas personas lo han hecho desde el comienzo de la humanidad? Todas, al menos una vez en la vida. Platón dijo que el asombro es la verdadera emoción filosófica y el origen de toda filosofía. Si es así, surge la pregunta de qué objetos despertaron primero el asombro de las personas y las llevaron a la reflexión. La hipótesis más convincente parece dirigirse al mundo astronómico. Encontramos la adoración de las estrellas en todas las culturas. En ese acto, por primera vez, el ser humano pudo liberarse del embrujo ciego del sentimiento individual y elevarse a una visión más libre y amplia de la totalidad. La pasión subjetiva tuvo que haber retrocedido ante la sospecha de un orden objetivo universal. Por suerte no tenían un espejo a mano. Heine, que tenía afición por los fantasmas y estudió con un placer delicado las fantasías oscuras de la superstición alemana, admitió que ver su propia cara a la luz de la luna en un espejo lo embargaba de un horror indefinible. Esta sabia desconfianza en el espejo fantasmal es tan antigua y tan extendida que nos encontramos con ella en la tradición popular de cada país. Una tradición inglesa nos advierte que la luna nueva, portadora de fortuna cuando la miramos en el cielo, transmite un mensaje de maldad a quienes la ven reflejada por primera vez en un espejo.
Foto: Lisandro de la Fuente
agosto 23, 2022 a las 12:02 pm
«Una maldita escalera de sacacorcho, evidentemente construida antes de la invención de los licores fermentados»: creo que es la mejor frase que leí en la semana. Cierto que estoy leyendo poco y por razones prácticas, pero de todos modos.
Supongo que «el arte generalizado del auto-tormento» conspira contra el gusto por construir frases elegantes.
agosto 24, 2022 a las 10:34 pm
Me dijeron que de muchacho solías llevar en tu Cadillac La Salle a Emilia Bertolé, cuyo rostro practicaba una especie de transparencia.
agosto 26, 2022 a las 9:01 am
Cómo me hubiera gustado captar la referencia sin google… Soy un elegante de cotillón. Pero no me quejo. No era manca, miss Emilia.