Nuestra pandemia privada (V)

por Quintín

Dos imágenes quedaron en el tintero de mi viaje relámpago a Buenos Aires. Una tiene que ver con el día en que me fui a hacer una ecografía de ojos en el instituto O. Allí, vi en directo por primera vez a los astronautas: gente cubierta por trajes blancos, escafandras y enormes guantes. Un signo de la nueva normalidad. El otro tiene que ver con el viaje por la ruta 2: los pueblos y ciudades que están a la vera como Castelli, Lezama o Chascomús tenían barricadas de escombros en las calles que salen al camino, inhabilitadas al tránsito para evitar que los intrusos y forasteros profanen los santuarios en los que cada localidad se ha convertido. La Argentina es hoy un enjambre de puntos aislados que recuerdan a los fortines contra los malones del siglo XIX. Dentro de poco, es posible que cada provincia o cada intendencia ejerzan una independencia en los hechos que haría la envidia de los catalanes.

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Llegados a casa después de firmar en el puesto de General Lavalle el compromiso de permanecer en aislamiento por dos semanas, Flavia y yo nos pusimos a meditar sobre nuestra suerte. Nos dimos cuenta de que iba a ser complicado no salir de casa durante quince días y quedarnos sin poder caminar por la playa, sin hacer compras e, incluso, sin poder solucionar problemas que requirieran la visita de un extraño. Por ejemplo, se nos había roto la heladera, pero nadie podía entrar a casa para repararla. Esas eran las reglas. Después de pasar esa noche con cierta angustia, a la que se sumó la preocupación por el ojo y la eventualidad de tener que volver a Buenos Aires con cierta urgencia. Pero nos dimos cuenta tardíamente de cuál era el problema principal: si yo tenía que volver a Buenos Aires para controlarme, a los quince días de confinamiento iban a sucederle otros quince y así estaríamos en cuarentena hasta seis meses.

La situación nos pareció insostenible y decidimos volvernos a Buenos Aires mientras durara mi tratamiento. Había que mudar unas mínimas cosas, pero también traer a Solita. Y aunque el auto no estaba en un estado óptimo y podía dejarnos de a pie, una charla con el mecánico nos convenció de que lo más sensato era correr el riesgo (estas son épocas de probabilidades, aunque en este caso no estaban cuantificadas). Así que decidimos hacer las valijas el domingo y partir el lunes 20.

El domingo, después de cenar, recibí un llamado telefónico. Era la doctora P, una mujer amable con acento venezolano, quien se identificó como médica del hospital de San Clemente. Me preguntó si estábamos cumpliendo con el aislamiento obligatorio y si teníamos algún síntoma. Le dije que no y aproveché para informarle que nos íbamos al día siguiente. Me contestó que no había ningún problema, pero que cuando saliéramos le enviáramos un mensaje por whatsapp, de modo que ella pudiera sacarnos de la lista de los cuarentenados, no fuera cosa de que vinieran a casa y no nos encontraran, por lo que pasaríamos a incumplir la ley.

Al otro día, después de avisarle a la doctora P, partimos. Dejamos en casa muchas cosas. En particular, muchos libros que tenía planeado leer en estos meses o que siempre consulto. Quién sabe cuándo voy a tener la ocasión de hacerlo. En el viaje me iban a pareciendo esos libros y me acordé particularmente del diario de Bioy sobre Borges y de otro diario, el de Raúl Ruiz, que siempre me acompaña, pero esta vez me olvidé. Como tantos otros. Siempre que volvemos de San Clemente descubro que me olvidé algo, pero nunca traje tan pocos libros, lo que me hace sentir más desnudo que las camisas que también me olvidé.

Al llegar al retén policial de General Lavalle, nos pararon. Yo suponía que nos dejarían pasar sin problemas, pero nos encontramos con una sorpresa desagradable. Como estábamos en aislamiento, no teníamos derecho a abandonar el Partido de la Costa por ningún motivo. Salvo, claro, que llegara una orden de arriba. Quienes me comunicaron esto cuando bajé del auto eran unos personajes que, habitualmente, se ocupan de dirigir el tránsito y regular el estacionamiento en San Clemente (¿?). Ahora tenían el poder de restringir nuestro derecho constitucional a circular. Les expliqué que había hablado con la doctora P y lo que me había dicho y me contestaron que a ellos no les había llegado ninguna señal de que nos dejaran pasar. La doctora P no había leído mi whatsapp ni tampoco contestaba el teléfono. La situación se puso pesada cuando el policía me dijo que me volviera al auto porque estaba violando la cuarentena y era peligroso.

A esa altura me había puesto nervioso. Pedí comunicarme con las autoridades superiores del covid y me dijeron que era imposible porque el número para hacerlo (140) es nacional, pero con la particularidad de que en cada lugar comunica con la dependencia del partido desde el que uno hace la llamada. Si marcaba ese número, me atendían en General Lavalle (que tiene su propio retén, pero en la ruta de acceso al pueblo), de modo que la situación no parecía tener salida. Se nos ocurrió hablar con un amigo en San Clemente para que hiciera el llamado por nosotros, pero este tuvo una mejor idea, darnos el número de la doctora Q, directora del hospital de San Clemente y a cargo de mi cuarentena. Es decir, la superiora de la doctora P.

Llamé entonces a la doctora Q. Pasé el momento más triste de esta serie de notas. Le dije mi nombre y le recordé mi conversación con la doctora P. Es decir, que si les avisaba a las autoridades policiales, me sacarían de la lista y podría viajar a atender mi urgencia médica. La doctora Q, notablemente irritada, me contestó que ella era médica y no policía, que no podía poner ni sacar a nadie de la lista. Es decir, que la policía mandaba sobre los médicos en cuestiones sanitarias. Desconcertado, le repetí que la doctora P me había dicho lo contrario, que era cuestión de que ellos avisaran. Finalmente, logré convencerla de que llamara a la Secretaría de Seguridad.

Pasó un rato y uno de los encargados del retén me dijo que no tenía ninguna noticia. Al rato recibí una llamada de la doctora P, que había leído el mensaje de whatsapp y me di cuenta de que estaba tapada de trabajo. Poco después, llamó la doctora Q, quien me dijo que ya había hablado con la Secretaría Seguridad, pero agregó que ella no me aconsejaba viajar a Buenos Aires, ya que era muy peligroso. Le dije que corría peligro mi vista y me contestó que era mejor perder un ojo que perder la vida. Algo me hizo click. Me di cuenta de que la directora del hospital pensaba, de buena fe, que en Buenos Aires la gente se moría en la calle, que el covid era la peste negra y que contagiarse era lo mismo que morirse. Es decir, su mirada sobre la situación sanitaria no difería de la de los sanclementinos comunes: estaba aterrorizada del virus. Otra prueba de la penetración de la campaña del pánico.

Pasó un rato más. El encargado de la frontera no tenía noticias de las doctoras P ni de la doctora Q. Le dije que la doctora Q había hablado con Seguridad y me contestó que él no dependía de Seguridad sino de Protección Ciudadana (un bello eufemismo, después de todo). Así que me volví al auto, un tanto desesperado. Salí un rato después y, ahora sí, me habían otorgado el habeas corpus. Dos horas después de haber llegado al retén, reemprendimos la marcha.

Por el camino me quedé pensando en lo ocurrido. En San Clemente, como en tantos otros lugares del interior argentino, el aparato sanitario organizado por la burocracia política, vivía una situación muy complicada. Trabajando día y noche, luchaban contra la penetración del virus en el Partido. Por cada caso posible multiplicaban las guardias, las medidas de prevención, los llamados, las órdenes contradictorias y arbitrarlas. Al día de hoy tienen setecientos “aislados preventivos”. Es una batalla interminable y de mal pronóstico. Sobre todo por una contradicción inevitable: el Partido de la Costa vive esencialmente del turismo. En algún momento van a tener que decidir si dejan que entren los turistas y con ellos el virus y permiten su circulación comunitaria (también puede que lo haga sin los turistas). O, por el contrario, siguen así y el Partido entra en una crisis económica que lo va a dejar absolutamente descalabrado. Puede que la estrategia sea aguantar hasta que el virus desaparezca del AMBA y esa sería la hipótesis más favorable para el porvenir inmediato de San Clemente. Que, en cualquier caso, es muy oscuro.

Al llegar al peaje de General Conesa nos detuvo un control policial, esta vez de la Bonaerense o de la Gendarmería. No sabría decirlo, soy malo para los uniformes. En todo caos, ya no dependían de la Costa. Nos pidieron los documentos y los permisos de circulación. Lo curioso es que estos permisos los gestiona uno mismo en la computadora, invocando la razón que crea conveniente. Yo tenía un certificado del doctor N como para respaldar mi pedido de circulación por tratamiento permanente y el de Flavia como acompañante. Pero no nos lo pidieron. Solo escanearon el código QR desde nuestro teléfono, como para ver si el permiso auto-otorgado era legítimo. Es decir, controlaban que uno se hubiera hecho su propio permiso. En materia de seguridad, la nada misma.

Pero hubo una yapa. El agente que nos paró preguntó “¿Cómo están allá en la Costa?” y, sin esperar respuesta, agregó con sorna: “Cardozo y los muchachos se pusieron duros. A nosotros nos vuelven locos. Es que tuvieron un fallecido”. Esta información terminaba de completar el cuadro. Después averiguamos que, unos días antes, un hombre había llegado del AMBA y había entrado en aislamiento domiciliario. Ya tenía síntomas, que se agravaron en la casa. En algún momento lo internaron y murió en los días previos a nuestro viaje. La primera muerte de covid en la Costa explicaba el ataque de hiperactividad en los controles, la brusquedad de los funcionarios, el estado general de nerviosismo y la desesperación de la doctora Q, así como permitía intuir el apriete de los políticos a sus funcionarios sanitarios.

Dejamos atrás San Clemente, el auto y Solita se comportaron perfectamente y, sin más novedades ni controles, llegamos a Buenos Aires. El jueves tengo turno con el doctor N.

Foto: Flavia de la Fuente

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