Nuestra pandemia privada (IV)

por Quintín

Hace un rato, salimos a dar una vuelta con Flavia. Buscando un poco de sol (la altura de los edificios lo tapa en nuestro barrio) llegamos a la placita de Charcas y Salguero. Había tres viejas sentadas en un banco mientras sus perros jugaban. Al lado, un banco libre. Frente a las viejas (bueno, no creo que fueran más viejas que yo) había dos guardias municipales, de alguna de las dependencias que se ocupan de que la gente circule y no se estacione en los parques. Me acerqué a los guardias y les pregunté si estaba permitido sentarse. Me contestaron amablemente que “no era conveniente” pero se los notaba molestos. Probablemente tuvieran órdenes de no ponerse pesados. Nos sentamos un ratito y, en seguida, se acercó otra mujer más y preguntó si se podía sentar al lado nuestro. Le dijeron que mejor no, que había que guardar la distancia social. Se sentó entonces en los escalones de un mástil en el centro de la plaza. Los guardias insistían en que no había que sentarse juntos, les dijimos que con Flavia nos sentábamos juntos en casa. Pero las tres viejas iniciales no se inmutaban, dijeron que ellas también convivían. Estaba claro que no pensaban moverse. Con Flavia nos pusimos incómodos y nos fuimos. Me fui pensando que habíamos llegado a un punto en el que las personas de edad tenían que pelear por su derecho a disfrutar de un rayo de sol. A la misma hora, el presidente anunciaba que la cuarentena iba mal y que iban a tener que ponerse duros. Hacía un poco de frío, la ciudad me parecía una colección de bares cerrados, de mendigos en las calles, de gente caminando con la cabeza gacha. Al llegar a casa, nos cruzamos con una vecina del edificio que nos saludó, pero no logré reconocerla con el barbijo. Eso me pasa seguido últimamente.

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El jueves 16 viajé en taxi de San Clemente a Buenos Aires para ver al doctor N. El día anterior había gestionado el permiso de circulación. Este curioso instrumento (volveré sobre él más adelante) se obtiene entrando en una página del gobierno nacional. Se pueden invocar una serie de motivos para pedirlo y el mío fue una consulta médica, respaldada por el turno que me mandó una de las secretarias de N. Para tramitar el permiso, se llenan una serie interminable de datos y aparece un cartel diciendo que entre dos y cuatro horas más tarde va a estar listo. Entonces se vuelve a la página, al apartado para los que ya lo solicitaron. Uno pone el número documento y otro número que ahora parece esencial, que es el número de trámite, que aparece en letra minúscula en el DNI y así se tiene acceso al permiso, que se puede descargar a la computadora o al teléfono.

La ruta estaba vacía y no había ningún restaurante abierto. En algunas estaciones de servicio vendían café o sándwiches de parado y eso era todo. Llegamos a la capital en un rato, sin que nos pararan ni nos pidieran el famoso certificado ni ninguna otra cosa, salvo el dinero para atravesar los peajes (la recaudación es lo último que para). El taxista me comentó que a veces había retenes, sobre todo en la dirección opuesta. Pero que muchas veces no estaban. Desembarqué en de mi suegra con el tiempo justo para dejar el bolso, ponerme las gotas indicadas para dilatar la pupila y salir caminando para el consultorio del doctor N. La ciudad parecía fea, sucia, abandonada. Como iba distraído, pregunté por una calle y un kiosquero, parado en la puerta de su local, me contestó que me dirigiera a un agente de tránsito (estábamos a dos cuadras). Esa fue una de las primeras muestras de hostilidad gratuita con las que me encontré. Tal vez el barbijo ayude a aumentarla en los seres humanos. Pero supongo que todavía no hay estudios al respecto. Ya vendrán.

Llegué a lo del doctor N y, en la puerta, una enfermera me paró y me hizo varias preguntas: si había tenía síntomas de covid, había estado en contacto con gente infectada o que hubiera llegado del exterior. Etcétera. Anotó las respuestas en una planilla y me hizo firmar. Luego me atendió el doctor N (él con barbijo y yo también), quien revisó con cuidado tres veces mi ojo derecho y una mi ojo izquierdo con un aparato. Me dijo que por el momento veía el vítreo desprendido, pero que no había cortes ni desprendimientos en la retina. Pero el proceso del vítreo duraba entre cuatro y seis meses, así que no era para cantar victoria, aunque tenía las probabilidades a favor (“cien a uno”, dijo). Me indicó que me tenía que quedar una semana en Buenos Aires. Puse cara de espanto y me conmutó la pena: me ordenó entonces hacerme una ecografía al día siguiente y un nuevo fondo de ojo el sábado en su consultorio, como para acortar la estadía.

Me fui del consultorio con cierta euforia. Hacía nueve meses que no pisaba Buenos Aires (nunca había pasado tanto tiempo sin venir). Me paré a comer una porción de pizza en la puerta de un local. Un parroquiano al lado mío comentó que los empleados no cobraban las propinas que eran la mayor parte de sus ingresos y que la estaban pasando muy mal. Después compré una empanada en otro lado, me acordé de la propina y dejé el diez por ciento. El empleado me devolvió las monedas, me miró con sorna y me dijo que no necesitaba cambio. Me dio mucha vergüenza, pero me quedé pensando cuánta propina debería haberle dejado. Finalmente me paré a tomar un café en un local muy coqueto, que tenía las mesas preparadas para atender a los clientes. Como al día siguiente se anunciaba la nueva modalidad de la cuarentena, comenté con el encargado que había leído sobre un posible levantamiento de la veda a los cafés y restaurantes. Me miró con cara de preocupación y tristeza y me dijo: “Ojalá. Así no podemos seguir por mucho tiempo más”. Hoy leí que peligraban La Biela, El Tortoni y Las Violetas. La apertura de los locales gastronómicos no ocurrió. No está en ninguna de las cien etapas de Rodríguez Larreta. A veces me viene a la memoria la desesperación del encargado del café coqueto.

Para hacerme la ecografía recurrí al centro médico O, donde me recibieron con una planilla idéntica a la del consultorio del doctor N, pero además me tomaron la fiebre con uno de esos termómetros-revólver y me rociaron con alcohol en gel. La ecografía dio bien y confirmó que el vítreo se desprendía. El sábado 18 a la mañana me hice el segundo fondo de ojo, que tuvo el mismo resultado que el primero. El doctor N me dijo que volviera en tres semanas y que convenía estar atento a un incremento de los fogonazos o a la aparición de “manchas negras grandes”. Desde entonces vivo pensando si hay más fogonazos y si las manchas que veo son lo suficientemente grandes o negras. Pero el doctor N me dijo que, de todos modos, si eso me pasaba tenía tiempo para llegar a operarme a Buenos Aires, que lo mío podía transformarse en una urgencia, aunque no necesariamente en una emergencia. No me tranquilicé del todo.

Al rato, volví a San Clemente con el taxista Jorge. En General Lavalle, Flavia me esperaba del otro lado del control. Pero la hicieron venir al puesto de comando y ambos firmamos una declaración por la que nos comprometíamos a dos semanas de aislamiento obligatorio en casa y, de no hacerlo, éramos pasibles de sanciones penales. Mientras hacíamos los trámites, dos militares (¿gendarmes?) discutían con los encargados del puesto, que era personal municipal de la Costa. Los habían enviado a prestar servicio, pero se acababan de enterar de que tenían que hacer previamente dos semanas de aislamiento en un hotel de San Bernardo. No estaban muy contentos.

Foto: Flavia de la Fuente

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