por Quintín
Cuando se decretó la cuarentena, yo iba todos los días a nadar. Flavia estaba con el brazo inmovilizado y no podía acompañarme. Pensando que no había nada más inocuo que una caminata de cincuenta metros y un baño posterior, intenté continuar con la rutina. No lo logré. El guardavidas, un señor amable y dicharachero con el que hablábamos a diario en el verano, me sacó a patadas. El acceso a la playa estaba prohibido para toda la población, como si uno se pudiera contagiar de los pescados (o viceversa), así como estaba prohibida cualquier salida que no fuera para hacer compras esenciales. De todos modos, de nada hubiera valido que el bañero me dejara pasar: los vecinos de los edificios altos con vista al mar denunciaban a los que veían en la costa. Todos los negocios estaban cerrados y a las siete de la tarde sonaba la sirena de los bomberos indicando que estaba prohibido circular a partir de esa hora. Dos semanas más tarde, el toque de queda se adelantó a las cinco de la tarde. Una autobomba circulaba todo el día avisando con un megáfono que estábamos en emergencia y que quienes salieran de la casa se exponían a severas sanciones penales. El clima era un poco enrarecido, como de película de marcianos que invaden la Tierra, pero los intendentes de la provincia competían por quién establecía el toque de queda más temprano. Había para todos los gustos: a las tres, a las cinco, a las seis, a las nueve, incluso a la una. Fue un momento de gran felicidad para las autoridades municipales. De pronto, cobraron una importancia que nadie les atribuía, pusieron a su habitualmente inútil policía local a patrullar las calles y proclamaron que nos estaban cuidando.
Para San Clemente era el mejor momento para cerrar la economía. Terminaba la temporada, que es cuando mucha gente gana el dinero que después gastará durante el año. El pueblo tiene quince mil habitantes y vive del turismo aunque hay muchos empleados públicos y planes sociales. Pero también hay quienes viven literalmente de la caza y de la pesca. De todos modos, el impacto fue menor que si la cuarentena hubiese empezado en diciembre. Claro que lo de vivir encerrado trae consecuencias como la muerte del hijito de nuestros vecinos, de la que hablé aquí.
Eso sí, casos de covid no había en todo el Partido de la Costa. El hospital atendía menos pacientes que nunca y ninguno de coronavirus. Cada tanto, aparecía un posible sospechoso, que daba negativo. Una vez, una médica de Mar del Plata que hacía guardias en el hospital de Mar de Ajó, tuvo fiebre y la llevaron de nuevo a Mar del Plata. La situación era el orgullo del intendente, de su secretario de salud y de su equipo de comunicación que emitían un parte diario. En el sitio de la municipalidad se detallaban los protocolos para cualquier actividad de los seres humanos fuera de su casa. Especialmente para circular o para ir y venir del pueblo. Al principio reinaba una especie de felicidad, como si se hubieran decretado vacaciones. La mayoría pensaba que si bien las medidas podían parecer un poco exageradas, eran absolutamente necesarias. El efecto mediático había sido demoledor. Los sanclementinos estaban convencidos de estar a salvo de una peste que en la capital hacía estragos (en ese momento la cantidad de muertes a escala nacional era ínfima) y que había que mantener a raya a toda costa. Un día fui a la farmacia y me avisaron que a la tarde solo atendían por una ventanita dado que, según me explicaron, estaba entrando gente desconocida en el pueblo. Lo arbitrario de esa medida (¿por qué a la tarde y no a la mañana?) o de otras, no era discutido. El virus tenía prioridad sobre la lógica y el sentido común. En el supermercado VEA se estableció que solo podía haber veinte personas en el interior. Se formaban entonces largas colas, favorecidas porque el horario se había adaptado al toque de queda. El vigilante de la puerta no hacía pasar a un cliente cuando se iba otro sino que, por órdenes superiores, el hombre contaba cada tanto a los presentes (para eso recorría todas las góndolas) y cuando se vaciaba el local hacía entrar a otros quince. La primera vez protesté y el guardia se enojó. Me dijo que los cajeros y repositores también eran seres humanos y entraban en la cuenta. Me acusaba de ser insensible con los que se sacrificaban por el bien público. Ese era más o menos el clima. Cada pequeño incidente ponía de manifiesto que cualquiera que detentaba un pequeño poder ponía el virus como excusa para abusar de él.
Así estuvimos encerrados unos tres meses en los que el virus no se dignó aparecer. En cambio, sí lo hicieron algunas voces de hartazgo y descontento entre los que hacían la cola en los negocios, sobre todo en quienes no podían trabajar y lo necesitaban. En un momento dado, las restricciones empezaron a levantarse, primero informalmente y luego oficialmente. Se acabaron la sirena y el toque de queda, se abrieron las peluquerías, los bazares, las fábricas de alfajores, se permitieron los paseos recreativos (al principio por DNI, luego sin él) y, finalmente, entramos en la ansiada etapa cinco. Era casi como el paraíso. Siempre con barbijo, se podía ahora caminar por la playa aunque manteniendo la distancia social, los negocios estaban abiertos, estaba permitido pescar, se oían los ruidos típicos de la construcción. Un día fui a Havanna y compré unos alfajores. Me llamó la atención ver mesas en el interior del local. Pregunté si me podía sentar a tomar café y comer un alfajor. Me respondieron que sí, pero con barbijo. O sea, tenía que pegar un mordisco, taparme la cara, beber un sorbo, volver a taparme. Poco práctico. Tal vez por eso, no había hasta la semana pasada ningún restaurante abierto. Desde luego, siguen cerradas las escuelas, los espectáculos culturales y deportivos, las reuniones están prohibidas y no hay transporte público interurbano.
La situación, de todos modos, se complicó un poco. El parate económico había causado su efecto en los más carenciados y se instalaron varias ollas populares. No pocos negocios cerraron para siempre y muchos comerciantes no tienen resto para sobrevivir mucho tiempo. Pero aun los que tienen alguno, empezaron a pensar que si no se le permite la entrada a los turistas (o, lo que es lo mismo, se los obliga a hacer cuarentena), el pueblo va a sufrir un golpe letal, imposible de sobrellevar para la mayoría. Lo mismo, desde luego, sucede en toda la costa. No falta mucho para la primavera, cuando llega gente los fines de semana y contingentes de alumnos de las escuelas vienen a conocer el mar o a visitar Mundo Marino. Pero, al mismo tiempo, la idea del chauvinismo municipal está tan arraigada que los turistas pasaron a formar parte del enemigo que traerá la peste asesina. Aunque la estadísticas indican lo contrario, no hay nadie en el pueblo que no piense que contagiarse es un camino casi seguro hacia la muerte. Ese ha sido el efecto más perverso de la abrumadora propaganda del pánico generada por la OMS, los gobiernos, los infectólogos y los medios: no hay manera de convencer a la gente de que no está en grave peligro, aun cuando sea joven y sana. Algunos intuyen, aunque no lo digan, que cuanto más estrictas sean la cuarentena y el aislamiento del pueblo, más difícil será terminar con ellos. Pero, en ese punto, el pensamiento entra en una aporía, cuya solución es la magia: que venga una vacuna o algún otro milagro que erradique el virus para poder salir del encierro. Desde luego, es imposible sugerir lo que parece cada vez más obvio: como recomiendan algunos científicos internacionales (Levitt, Gupta), lo mejor que se puede hacer es proteger a los viejos y a los que tienen enfermedades graves, ir abriendo de a poco y dejar que el virus circule. Para los aterrorizados sanclementinos, sugerir algo así es propio de dementes. Muchos creen que en Buenos Aires la gente muere en las calles, mientras que en el pueblo la vida está a salvo y hay que hacer todo lo posible para que el invasor no penetre, independientemente de las consecuencias.
En eso estábamos cuando empecé a ver fogonazos en el ojo derecho y diez días más tarde me decidí a viajar a Santa Teresita y consultar a la doctora A. El auto no solo estaba en un estado dudoso de motor, tampoco arrancaba porque se había descargado la batería. De modo que fui en taxi. Flavia me quiso acompañar pero no pudo, porque los taxis y remises de San Clemente solo pueden llevar un pasajero. Podía tomar otro taxi, pero de todos modos se tenía que quedar afuera del consultorio, como ocurre con cualquiera que quiera acompañar a alguien al médico o al hospital.
La doctora A me examinó primero la vista con los clásicos letreros y me dijo que el aumento de los anteojos para ver de cerca y de lejos estaban bien, aunque el cristalino se había opacado un poco por la edad (nunca volveré a ver como antes). Luego me tomó la presión ocular, que resultó normal y, finalmente, me hizo un fondo de ojo con su aparato y su lámpara. Cuando terminó, me dijo que el síntoma de los fogonazos se llamaba “fotopsia” y que podía romperse algo en la retina, pero que el instrumental del que ella disponía no permitía un examen más profundo de mi ojo. Que era optimista en cuanto al pronóstico pero me convenía consultar a un retinólogo. Desde luego, no hay tal cosa en el Partido de la Costa, ni tampoco hay una lámpara para hacer el análisis, de modo que el especialista había que buscarlo en Mar del Plata o en Buenos Aires. Mar del Plata está más cerca (200 km contra 300) pero allí no conozco a nadie y no tenía dónde quedarme en caso de que el tratamiento tuviera que prolongarse. De modo que la elección era Buenos Aires. Aunque la doctora A fue muy cautelosa, me di cuenta de que la consulta era necesaria, aunque implicaba un viaje en circunstancias complicadas. De no poder costear ese viaje, mi única alternativa sería entonces el rezo o la esperanza.
De lo sucedido a continuación hablaré en la próxima nota de esta serie. Pero lo del rezo me hizo acordar a una amiga porteña que participa de un grupo de Kabbalah y ayer le contó a Flavia que se reúnen para orar por los conocidos que dieron positivo del covid. Al principio, como había pocos casos, se juntaban una vez por semana, pero ahora tienen que rezar muy seguido. Es posible que los del grupo de cabalistas razonen de esta manera: si el contagiado se muere, es porque el efecto del virus es la voluntad insuperable de dios. Si se recupera, es gracias a la oración. Pero ese es exactamente el razonamiento de los gobernantes y sus asesores sanitarios: si suben las muertes es por culpa del virus, si bajan es gracias a la cuarentena. No hay mucha diferencia entre los inofensivos cabalistas y los peligrosos políticos. En ningún caso pondrán en cuestión sus creencias.
Foto: Flavia de la Fuente
septiembre 23, 2021 a las 8:17 am
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