La hora de los “bomberos piromaníacos”

por Pablo Anadón

Alain Rouquié, ese buen historiador (es decir, menos proclive a enhebrar hechos para demostrar tesis previas que a plantear hipótesis y elaborar conclusiones a partir de la comprobación de hechos), definió cierto proceder recurrente en la táctica política de Perón como el de un “bombero piromaníaco”, es decir, aquel que instiga divisiones y fogonea incendios en la sociedad para luego ofrecerse como el salvador que llega para remediarlas y apagarlos.

tulipanesdamero

Me acordaba de esa definición en estos días, no casualmente, cuando el peronismo kirchnerista (a algunos peronistas no les agrada que se los confunda con el kirchnerismo, pero no deberían olvidar ciertas notables semejanzas entre el “modus operandi” del General y el de estos discípulos, y no deberían descuidar el apoyo que a éstos les han dado, recurrentemente, numerosos gobernadores de tradicional estirpe peronista), como otras tantas veces lo ha hecho el partido al que se acercan o se alejan según la conveniencia, vuelve a presentarse con el traje de solícito bombero para extinguir las llamaradas que ellos mismos encendieron.

En primer lugar, por cierto, la famosa Grieta. ¿Todavía cabe alguna duda de que ésta fue concienzuda, progresiva, eficazmente instaurada en la sociedad argentina durante los doce años del gobierno kirchnerista y por el mismo gobierno kirchnerista? A mí no me cabe ninguna duda, pero no sólo a mí: ya hay serios estudios ―uno de ellos me llegó recientemente de una publicación universitaria alemana― sobre los mecanismos gubernamentales que en la “década ganada”, sin prisa ni pausa, la fueron fomentando.

He dicho que “fue instaurada”; sin embargo, más preciso sería decir que fue reabierta, como quien vuelve a separar los pliegues de una herida que parecía ―sólo parecía― cicatrizada: de hecho, es una hendidura que ya dividió a la sociedad argentina a lo largo de casi todo el siglo XIX, llegando incluso a asumir la magnitud de una guerra civil ―y no es casual tampoco que uno de sus instigadores y “mano santa” pacificadora, luego de obtener la “Suma del Poder Público”, fuera Juan Manuel de Rosas―, tajo que reapareció con los gobiernos de un tácito émulo del “Restaurador de las Leyes”, Juan Domingo Perón. Si repasamos la historia nacional, ¿no fueron acaso estos tres gobiernos y períodos ―los de Rosas, Perón, los Kirchner― aquellos en que la enemistad política trizó de arriba abajo, de lado a lado, toda la sociedad argentina, resquebrajando de un modo inimaginable hasta poco antes vínculos de trabajo, de vecindad, de amistad, de familia? Tales resquebrajaduras no se producen espontáneamente: sólo desde el poder ―político o religioso, o ambas cosas a la vez― se logran prodigios semejantes.

La táctica es más o menos sutil y solapada, y a la vez fácilmente perceptible para quienes estén atentos a los síntomas de la acumulación de poder y la transgresión de los mecanismos institucionales republicanos, y procede básicamente a través de dos maniobras, una centrípeta, de inclusión, y otra centrífuga, de exclusión. La maniobra centrípeta funciona como una figura retórica, la sinécdoque, es decir, la parte por el todo, y consiste en identificar conceptos de totalidad como el pueblo y la nación con el propio partido, de modo tal que el partido ya no sea sólo un partido más entre otros, uno que represente asimismo intereses parciales que deberán negociar con otros intereses parciales, sino como El Partido que representa al Pueblo todo y a toda la Nación: no es indiferente la fórmula “nacional y popular”. La maniobra centrífuga, por el contrario, consiste en identificar sectores de la sociedad como enemigos del Pueblo y de la Nación, y de ser necesario inventar categorías identificatorias: entre nosotros, por ejemplo, la “oligarquía”, los “cipayos”, los “gorilas”, los “zurdos”; en otros movimientos históricos autoritarios, los “judíos”, los “negros”, los “rojos”, los “gitanos”, o bien los “burgueses”, los “reformistas”, los “parásitos”, los “contrarrevolucionarios”, etc.

Tales maniobras, aglutinadoras por un lado y disgregadoras por el otro, ejercidas desde el poder, son acompañadas por un sistema de premios y castigos, distribuidos de manera discrecional, de manera fáctica o verbal, y a menudo al margen de lo establecido por la ley: a quienes se suman al núcleo aglutinador y profesan su doctrina, todas las garantías, las prebendas y los beneficios (aunque éstos puedan no ser más que limosnas); a quienes se apartan, se resisten o se declaran en disidencia, “ni justicia” (J. D. P.), y el escarnio público a través de la propaganda oficial o la acción de los militantes: un caso paradigmático, la exposición de efigies de periodistas opositores en una plaza para que los niños las escupan… (Otro síntoma característico: la importancia acordada al adoctrinamiento de los niños y los adolescentes, por parte del gobierno, de los docentes, de los militantes ―la Cámpora, en los años pasados, se ha inmiscuido en las instituciones educativas de una manera sólo vista en regímenes totalitarios― e incluso, ay, de los propios padres: en estos años he observado, con estupor y pena, a no pocos conocidos mostrando en las redes sociales fotos de sus hijos pequeños sosteniendo pancartas, interviniendo en marchas políticas, haciendo con los dedos la famosa V de la victoria decaída a símbolo partidario).

Ahora bien, una vez que se ha iniciado y exacerbado la división social, tanto desde el poder como desde la oposición (no hay oposición más destructiva que la de estos Partidos que se autoerigen en representantes del Pueblo, porque, desde el momento que definen al antagonista político como Enemigo del Pueblo, no reconocen su legitimidad, aunque ésta haya sido otorgada por la mayoría del pueblo en los sufragios ―la negativa a entregar los atributos presidenciales por parte de Cristina Fernández de Kirchner fue no sólo una transgresión significativa al protocolo republicano, sino un gesto poderosamente simbólico de tal actitud, así como el recurrente latiguillo del tristemente célebre “helicóptero”, agitado desde el inicio mismo del nuevo período presidencial, con algo de vaticinio y algo de amenaza―, y su accionar se parece menos al de una oposición democrática que al de una guerra de guerrilla, en la que todo vale para hostigar y entorpecer el normal funcionamiento de la vida institucional, accionar guiado por la máxima revolucionaria del “mientras peor, mejor” (mientras peor vayan las cosas para la república, empeoramiento con el que se colabora, unidos y organizados, de todas las maneras posibles, mejor para el Partido), una vez que tal división ha alcanzado intensidades paroxísticas, los mismos que la iniciaron y exacerbaron se presentan, de una semana a la otra, en proximidad de nuevas elecciones, como los pacíficos corderos de la paz, los salvadores bomberos que apaciguarán las llamas que previamente prendieron, alentaron e inflamaron.

Lo que subyace, a no demasiada profundidad, es la voluntad de permanencia en el poder a toda costa, que es otro síntoma alarmante del carácter antidemocrático de estos Partidos, y la incapacidad de tolerar el principio de alternancia de distintos partidos en sucesivos períodos de gobierno: no es casual que años atrás, en el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner, se planteara un intento de reformar la Constitución para hacer posible una rereelección de la presidente, intento que contó con el apoyo de los intelectuales reunidos en el grupo Carta Abierta y de Ernesto Laclau, quien por aquellos días visitó el país y dio una conferencia en Tecnópolis, en el Ciclo “Debates y combates” organizado por la Secretaría de Cultura de la Nación, en la que el autor de La Razón Populista afirmó: “En América Latina, por razones muy precisas, los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía, mientras que muchas veces un Poder Ejecutivo que apela directamente a las masas frente a un mecanismo institucional que tiende a impedir procesos de la voluntad popular es mucho más democrático y representativo. Eso es lo que se está dando en América Latina de una manera visible hoy día. O sea que detrás de toda la cháchara acerca de la defensa del constitucionalismo, de lo que se está hablando es de mantener el poder conservador y de revertir los procesos de cambio que se están dando en nuestras sociedades”. En síntesis: los Parlamentos “siempre” [sic] han representado al “poder conservador”; el Poder Ejecutivo puede resultar más democrático y representativo en la medida en que “apela directamente a las masas” y saltea pues “un mecanismo institucional” (¿Poder Legislativo?, ¿Poder Judicial?, ¿elecciones periódicas?) que obstaculiza “la voluntad popular”, de la cual el Ejecutivo se diría que es el intérprete privilegiado y único; la “defensa del constitucionalismo” no es más que “cháchara”, detrás de la cual se oculta nuevamente “el poder conservador”.

No sé qué resonancias le traerán al lector estas palabras de Laclau, pero a mí un poder que apela directamente a las masas y considera al parlamento y a la defensa del constitucionalismo meros obstáculos para los procesos de cambio que pretende instaurar, me evoca tristes antecedentes históricos todo a lo largo del siglo XX, de este y del otro lado del Atlántico, así como nostálgicos regímenes actuales que sueñan con una razón absoluta, sin constricciones “institucionales”, para realizar su idea de paraíso político. Por desgracia, pareciera que nunca se termina de aprender que “el sueño de la razón produce monstruos” (sea que duerma la razón o que delire), según la célebre leyenda del grabado de Goya, y que esos paraísos suelen semejarse a veces, en la práctica, a las más temibles pesadillas. Con tales supuestos y convicciones, no debe extrañarnos que un Partido como el chavista se perpetúe en el poder por un cuarto de siglo, así como tampoco puede sorprendernos que en la Argentina, con una oposición como la peronista, desde el regreso de la democracia al país ningún partido que no sea el que invoca la memoria del General pueda llegar al final de su mandato presidencial.

Esto que aquí hemos observado puede verificarse en muchos ámbitos: el sindical y laboral; el educativo, el de los medios de comunicación y el cultural; el del sistema jubilatorio; el judicial; el del empleo estatal y el déficit fiscal; el de los subsidios, las licitaciones y el control de la economía por parte del Estado en general, etc. (El estudio de dicho accionar en cada uno de estos ámbitos requeriría un análisis igualmente pormenorizado). Tal procedimiento me recuerda el eficaz dominio de la Mafia sobre todas las actividades de la región siciliana. Años atrás, a fines de 1987, visité Sicilia pocos días después de que el Maxi Processo decapitara la cúpula de la organización criminal. Para mi asombro, cuando les preguntaba a los amigos, familiares y conocidos del amigo que me hospedaba su opinión sobre las consecuencias del juicio, si la respuesta no era el silencio (la célebre “omertà”), escuchaba lamentos sobre los perjuicios que ocasionaría la crisis del sistema mafioso en la sociedad y la economía de la isla. En efecto, la Mafia opera de modo notablemente semejante al de estos Partidos que encarnan la voluntad del Pueblo: empobrece a la sociedad (cualquier emprendimiento privado, una vez que alcanza cierto nivel de ingresos, sabe que debe destinar “voluntariamente” parte de los mismos al “pizzo”) y a la vez concede migajas de su riqueza a los mismos que somete a una permanente pobreza, quienes paradójica o comprensiblemente se convierten en fieles y agradecidos devotos de sus “benefactores”, cuando no engrosan sus filas de “soldados”; ejerce su poder a través de la violencia, y a la vez controla que no haya delincuencia menor en las calles; corrompe con “dádivas” a la Justicia y a los funcionarios del Estado; realiza obras y monopoliza la construcción, lo que genera un módico empleo, a través de las licitaciones amañadas, que contemporáneamente le sirven para lavar dinero del narcotráfico y otras fuentes ilegales de enriquecimiento, etc. Por otra parte, la Cosa Nostra apela al sentimiento de pertenencia regional y popular de modo parecido a como el populismo apela al sentimiento de pertenencia nacional y popular: “La Mafia no está aquí ―me decían―, sino en Roma”, y un mafioso, que se me presentó como tal, me declaró con orgullo que cuando él iba a las barriadas de Palermo todos lo recibían con afecto y gratitud, como su benefactor. De esta manera, se entiende que cuando el Maxi Processo puso entre rejas a sus más prominentes cabecillas, cundiera la inquietud en la ciudadanía siciliana. El efecto, en el mediano plazo, sería equivalente al que produjo el (intento de) ajuste y saneamiento institucional y de las cuentas del Estado que se vivió en la Argentina en estos años: parálisis de la economía subsidiada, desempleo, pérdida de beneficios gratuitos y de puestos estatales, incremento de la delincuencia, etc. Y se entiende, asimismo, que tiempo después sobreviniera el alivio en Sicilia cuando la Mafia volvió a aparecer como la salvadora, tal cual como nuestros “bomberos piromaníacos” acuden hoy a reconstruir el país sobre las cenizas del incendio que ellos provocaron.

Foto: Flavia de la Fuente

2 respuestas to “La hora de los “bomberos piromaníacos””

  1. Eduardo Reviriego (Daio) Says:

    Excelente.

  2. Hugo Says:

    Lastima que durante estos años ni siquiera un micro espacio del canal encuentro fue usado para desarrollar estos temas, en cambio de forma inaudita asistimos a la reproducción de los tópicos habituales de la década en continuado. Y así en todo el espectro difusor oficial sin agresiones verbales directas,concedo.
    Leo esta extraordinaria nota con amargura.

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