por Pablo Anadón
Leí anoche en Facebook la nota de un colega en la literatura, molesto porque en una revista argentina (no se la nombra, pero es Hablar de poesía), se utilizaba el saludo “¡Hola, amigos!” y se decía asimismo “los que queremos”. La nota concluía con el siguiente párrafo: “A mí el masculino genérico hoy me resulta poco agradable, hasta hostil. Hay muchas opciones para tratar de pensar algo más inclusivo, lo sabemos. No solo la «e» famosa, no solo la X, no solo el desdoblamiento. Pero a mí, personalmente, no sé a ustedes, el uso sin más del masculino genérico hoy me parece chocante y hasta de mal gusto.” Debo decir que su declaración no sólo me asombró, sino que me dejó estupefacto: en primer lugar, porque tengo aprecio por la inteligencia de este colega, y siempre nos resulta raro dar con un texto que nos hace dudar sobre la inteligencia de alguien; en segundo lugar, porque hasta ahora siempre había pensado que el debate sobre el lenguaje inclusivo era más bien extraño a los escritores, que lo podían observar y examinar como un fenómeno curioso, interesante, pero ajeno a su ejercicio diario del habla y de la escritura; y tercero, por la seriedad casi indignada del texto ante un uso verbal ―el masculino genérico― que hasta ayer era cosa de lo más natural, resintiéndose amargamente por su empleo en una simple y corriente y amistosa “circular”, como si tal empleo tuviera una finalidad hostil, y percibiéndolo como algo “chocante y hasta de mal gusto”. Mi estupor se incrementó al leer los comentarios, la mayoría solidarios con su irritación, la mayoría también de colegas, y al ver el número de adhesiones con que contaba. “¡Mierda ―me dije―, la cosa entonces va en serio!” En efecto, por el momento la cuestión me parecía más propicia al humor y la ironía que a otra cosa, como podría ocurrir en el caso de que un grupo de entusiastas del idioma esperanto y de lo políticamente correcto se propusiera imponerlo al resto de los habitantes y hablantes del planeta, o que unos fervorosos herederos de los “drugos” de “La naranja mecánica” pretendieran lo mismo con el “nadsat”, su “idioma” o jerga juvenil. Bromas aparte, creo que el ejemplo del esperanto no deja de tener semejanzas con el fenómeno del lenguaje inclusivo: en ambos casos puede haber buenas razones para considerarlo útil, justo y necesario (de hecho, tal vez sería muy beneficioso para la humanidad volver al tiempo previo a la torre de Babel), pero pareciera desconocerse que las lenguas no suelen responder demasiado a razones ―valga la redundancia― racionales, ni a la voluntad de unos pocos iluminados, por bienintencionados que sean, ni a programas de cambio radical más o menos coercitivos. Como decía, me llamó la atención que alguien ―un escritor, un intelectual― pudiera sentir “chocante, hasta de mal gusto”, e incluso “hostil”, que se recurriera al masculino genérico, un recurso que hasta hace un puñadito de años era perfectamente inocente. Y me pregunté por qué esta vertiginosa caída en desgracia, esta abrupta condena de un uso que durante siglos careció de culpa alguna y que ahora pareciera cargar sobre su conciencia con una especie de pecado original, nada menos que el estigma de la opresión patriarcal. Y me pregunté ―me pregunté―, nuevamente, si el problema no estaría en la percepción moralizante del lenguaje de esta nueva inquisición, que ve pecados discriminatorios y propósitos hostiles donde en realidad no los hay, o no los hubo, evidentemente, desde que existe la lengua castellana. Porque, efectivamente, toda y cada vez que se ha usado el masculino genérico en esas centurias estaba claro que el masculino perdía su carácter exclusivamente masculino para volverse genérico, es decir, neutro, y a nadie se le ocurría pensar que dejaba de lado a nadie, sino que incluía a “todos y todas”. Y me dije si no sería más discriminatorio precisamente discriminar ahora entre “amigos” y “amigas” al hablar o escribir, que además de engorroso anularía la posibilidad de considerar una totalidad que los abarque a ambos, o recurrir al impronunciable vocablo “amigxs” o a un forzado “amigues”, que en vez de disolver diferencias, cuando no es necesario marcarlas, las acentúa. Por otra parte, según esta novedosa normativa, ¿cómo debería decirse cuando se habla del “Hombre”, de “los hombres”, en general, que desde siempre se ha entendido como una expresión que abarca a todos los seres humanos, hombres y mujeres? Y me preguntaba si este amigo, llevado por su irritación y su celo inquisitivo del uso que hacen los otros de la lengua, no empezaría también a sentir como chocante y hasta de mal gusto, e incluso hostil, encontrar en la literatura del presente y del pasado expresiones del masculino genérico, si inconscientemente no se indispondría, por ejemplo, con el poema “Masa” de César Vallejo, al leer “Entonces todos los hombres de la tierra / le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado; / incorporóse lentamente, / abrazó al primer hombre; echóse a andar…”, y no preferiría que hubiera escrito, en cambio: “Entonces todes los hombres y las mujeres de la tierra / le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionade; / incorporóse lentamente, / abrazó al primer hombre/a la primera mujer; echóse a andar…”. O si no desearía reformar otro célebre poema, éste de Borges (sé, sin embargo, que el colega no le tiene demasiada estima), en que se incurre asimismo en el masculino genérico, de la siguiente manera: “La patria, amigues, es un acto perpetuo… / […] Nadie es la patria, pero todes debemos / ser dignes del antiguo juramento / Que prestaron aquellos caballeros / De ser lo que ignoraban, argentines…” O bien, por último, para no abundar, si no desearía íntimamente que en el célebre discurso del Quijote a los cabreros, en vez de lo que allí se lee, no se dijera más bien: “Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien les antigües pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces les que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuye y míe.” (No sé si pronto no se impugnarán también los sustantivos masculinos abstractos, como “siglos”, que deberán volverse “sigles”, y los sustantivos masculinos concretos, como “oro” o “hierro”, que deberán convertirse en el plomo de “ore” y “hierre”). En fin, confiemos en que la del lenguaje inclusivo no se transforme en una nueva grieta, que ya con la otra tenemos suficiente, y ya es cuantiosa asimismo la sensatez intelectual que se ha despeñado en ella. (De ser así, pueden contarme, por cierto, del lado de la grieta literaria que gusta leer a Vallejo, a Borges y a Cervantes tal y como escribieron, sin sentir en su masculino genérico discriminación ninguna).
enero 26, 2019 a las 11:04 am
Desde el punto de vista lingüístico, este cambio parece tener pocas oportunidades. Entre las múltiples razones, una esencial consiste en que la lengua tiende a la economía –por lo tanto, tiene muchas mayores oportunidades de subsistencia la escritura de chat que el lenguaje inclusivo–; luego, lo obvio, que la lengua es una construcción social, colectiva, que necesita de tiempo y consenso –pretender un cambio así en un puñado de años parece absurdo–.
Por lo tanto, no es lingüística la discusión, ni siquiera política. Sino del orden de la psicología: al hablar nos definimos, contamos quiénes somos. Quien elige el lenguaje inclusivo no parece estar preocupado por cómo se sentirán las personas a las que se refiere –el pretendido origen de la creación de este uso–, sino por contar quién es el que habla. No está en el objeto, sino en el sujeto.
El problema, serio, peligroso, radica en que esos sujetos solo pueden comportarse de una manera si no esperan el escarnio popular en tiempos de tiranía ideológica y moral.
Las certezas dan paz, pero estancan.
enero 27, 2019 a las 2:34 am
Me gustó mucho está nota. Excelente.
enero 27, 2019 a las 4:34 pm
Otra vez una intervención “de actualidad” de mi viejo amigo Anadón. Lástima que de nuevo perciba lo que en otro momento señalé aquí: que no ha salido de sí mismo el rato necesario para averiguar de qué se trata eso que solo ha contemplado desde lejos, frunciendo el ceño porque “estéticamente” (sus juicios son siempre y exclusivamente “estéticos”) no le sonaban. ¿Realmente cree que entre quienes proponen el uso del llamado lenguaje inclusivo está en acto la voluntad de cambiar esa porción de pasado que son las obras escritas en lenguaje no inclusivo? No creo. Sin embargo, puede ser. En tal caso, significaría que no se ha preocupado siquiera en el grado elemental necesario de averiguar de qué se trata y qué motiva el reclamo o la reivindicación de semejante lenguaje. De hecho, no parece tener a la vista entre sus expresiones vindicatorias, a la mejor argumentada. Quizás antes de la investigación en tal sentido lo detuvo la certeza de que se trata de un barullo provocado por gente tonta o de inteligencia cooptable (y cooptada) por no se sabe qué veta de desquiciado progresismo. Y entonces incurrió en la pseudoargumentación facilonga que incorpora citas de grandes poemas deformados por la bárbara corrección retrospectiva de los inclusivistas.
Haría mejor en cuidar su lenguaje. (Ver en su ojo la famosa viga). Por ejemplo, abandonar definitivamente el hábito de confundir los adjetivos mismo/misma con pronombres, que tanto abunda en su prosa. Y hacer otro tanto con expresiones tomadas (y mal traducidas) del italiano como “a este punto”, como si la preposición “a” pudiera siempre encabezar en nuestra lengua un locus ubi.
Karina Sereni
febrero 14, 2019 a las 12:52 am
¡Querida Karina! ¡Tanto tiempo! Me alegra volver a tener tus noticias, aunque sea para disentir. Tendré en cuenta tus objeciones, tanto las referidas a mis argumentos como – y en especial – a mi prosa. Cari saluti, dove ti trovi!
Pablo