Reflexiones sobre una cuestión irresoluble

por Pablo Anadón

El domingo a la siesta, cuando estaba en el café, de pronto pasó por la vereda una querida ex alumna, a quien no veía desde hace algunos años porque se ha ido a vivir a otro país. Estaba paseando a su perrita. Se acercó, nos dimos un abrazo y se sentó a charlar un rato. El rato al fin se convirtió en seis horas y media (ahí, por el alborozo que a su perrita le producía el incesante desfile de sus congéneres, tomé conciencia de cuántos cordobeses sacan a pasear a sus mascotas por La Cañada los domingos) y nos despedimos cuando ya se había hecho de noche y la calidez primaveral de la tarde se había transformado en frío invernal.

Fue una conversación muy rica y aleccionadora para mí. Me contó de su vida en el lejano país, de cuya historia, costumbres y situación actual presentó un cuadro muy revelador (siempre supe de su inteligencia ―fue medalla de oro de la universidad―, pero me admiró ahora su talento de observadora lúcida e imparcial de una sociedad extraña), me habló de una enfermedad que le produjo una mala praxis médica (siempre nos quejamos de la salud en la Argentina, pero su informe me hizo saber que incluso en los países más avanzados puede llegar a ser peor que aquí: de hecho, volvió al país para ver si logran resolver el entuerto que le hicieron allá), y sobre todo me contó de su vida familiar, una historia tan terrible y dolorosa como ilustrativa de las desgracias que puede acarrear a los seres incluso más cercanos el fanatismo, la presunción de ser poseedores de verdades que se juzgan incuestionables, absolutas y universales. Tal dogmatismo, del que ella fue víctima, no me extrañó, porque he conocido casos semejantes, pero me dejó estupefacto y anonadado el grado de insensibilidad y de crueldad que puede originar. No entraré en detalles, por cierto, de su relato, pero baste con decir que fue expulsada de su familia, e incluso sometida a un despiadado tratamiento psiquiátrico, a causa de su orientación sexual (no debería hablarse de “elección”, porque en la sexualidad es poco en verdad lo que se elige). Ni siquiera un intento de suicidio, del que se salvó milagrosamente, ablandó la dureza condenatoria de sus padres y hermanos. A un cierto punto, como estaba al tanto del debate que se desarrollaba en estos días en la Argentina, me dijo: “Yo puedo decir que fui abortada, pero abortada del peor modo, cuando ya era una persona con conciencia”.

Luego de despedirnos, me quedé pensando largamente en sus palabras, y también en mi visión de esta problemática, la del aborto, una de las más arduas, a mi juicio, que una sociedad puede plantearse, como que trata de decisiones sobre la vida y la muerte, y trata menos sobre lo deseable que sobre lo posible, menos sobre lo bueno que sobre lo menos peor. Dejando de lado la cuestión religiosa (sentí cuán irónico era que la familia de esta chica sin duda sería una tajante opositora de la despenalización del aborto, oposición que no le impediría, como no le ha impedido, cometer ese aborto y esa expulsión de su hija), pienso que el núcleo profundo de la posición reluctante a la ley es atendible y respetable: el misterio sagrado ―sí, no dudo en usar esta palabra― de la vida humana, cuya extinción por voluntad de otra persona, aunque sea su madre, parece una profanación, algo del orden de la hybris, la desmesura, ese “pecado” que era castigado severamente por los dioses griegos, precisamente porque el hombre se ponía en el lugar de un dios, en este caso al arrogarse la potestad de decidir sobre la vida de otro ser. El embrión, en efecto, en el vientre de su madre, ya es un ser vivo autónomo, aunque indefenso, no un apéndice de otro cuerpo, y cuál ha de ser su destino, si vive, siempre será un enigma.

¿Por qué estoy, sin embargo, a favor de una ley que permite y protege la interrupción voluntaria del embarazo, es decir, el aborto de ese ser vivo? Creo que, en síntesis, por varias razones igualmente poderosas. La primera es una razón fáctica, podría decirse: los abortos existen, porque de hecho existen los embarazos no queridos, por infinidad de motivos, y no ayuda a nadie que la sociedad expulse de su seno y penalice a la madre que no quiere o no puede tener a su hijo, así como la familia de mi alumna expulsó a su criatura ya crecida. En este punto cada cual debería preguntarse (nuestros senadores deberían haberse preguntado): si fuera mi hija, o mi nieta, por ejemplo, la que se encontrara de pronto con que, accidentalmente, sin desearlo, ha quedado embarazada, y está decidida a interrumpir su embarazo, ¿estaría a favor de que se practique un aborto clandestino, poniendo en peligro también su vida, o aceptaría y preferiría que se le diera el beneficio de ser atendida de la mejor manera posible, sin penalizarla por ello? Yo no lo dudaría. Más aún, creo que nadie, en su sano juicio y en su sana sensibilidad humana, podría dudar, a menos que, insensata e insensiblemente, se la quisiera castigar por esa involuntaria “culpa”, ni más ni menos que como los padres de mi alumna la han castigado por algo que al fin de cuentas no depende de ella, de su voluntad.

La segunda razón es de orden natural. Escuchamos a menudo que la defensa de “las dos vidas” se funda en el derecho natural a la existencia; ahora bien, podríamos preguntarnos qué es lo que ocurre efectivamente en la naturaleza: ¿no vemos que las madres de diversas especies en ocasiones se deshacen de sus crías recién nacidas, cuando no las pueden alimentar, cuando advierten que están enfermas y no sobrevivirán, etc.? Se me dirá, por cierto, que no somos animales, y que si lo somos, somos animales con una conciencia superior a la de los demás animales. Sin duda, y no estoy proponiendo que se recurra a la supuesta práctica espartana de arrojar por un acantilado a las criaturas que han nacido “defectuosas” (no me hago ilusiones, pero espero que lo que aquí planteo no sea banalizado ni equiparado con una justificación de la eugenesia), sino interrogándome si no habrá asimismo una sabiduría profunda en el instinto de otros ejemplares del reino animal, una sabiduría que acepta lo inexorable, y antes que debilitar a la madre y a las demás crías, recurre al aborto. La naturaleza, podría decirse, es el reino de la necesidad, no la de lo ideal. Trasladando el caso del ámbito de la naturaleza al ámbito humano, es posible plantearnos: ¿es justo y necesario sacrificar a la madre, tanto en un sentido literal ―exponiéndola a la muerte, en los abortos clandestinos―, como en un sentido simbólico, pero no por eso menos concreto, obligándola a aceptar una maternidad para la cual no está preparada, ni física ―como en tantos casos de niñas embarazadas― ni espiritualmente, por la circunstancia que sea ―si se piensa en recurrir al aborto, evidentemente, es porque la madre puede ser apta para concebir, pero no para afrontar y desear la maternidad―, así como en un sentido social, al convertirla en una delincuente que transgrede las leyes de la comunidad? La maternidad, podríamos preguntarnos ulteriormente, ¿es sólo un hecho físico, o no implica asimismo que la criatura sea el fruto del amor de dos personas, según reza la concepción religiosa de la procreación, las cuales se harán cargo de su cuidado al nacer? ¿Por qué, entonces, si tal amor no existe, como suele ser en la inmensa mayoría de los casos en que la mujer decide abortar, para la religión la dimensión espiritual y afectiva deja de ser importante en este punto, para sólo contar la generación, como si de animales se tratara?

La tercera razón es de otro orden, más difícil de ser definido, al que llamaría metafísico. Sé que costará aún más que se la acepte, pero igualmente la planteo. Creo que todos, cuando nos enteramos de que alguien ha dado a luz, espontáneamente nos alegramos y felicitamos a los padres; sin embargo, podríamos detenernos a meditar si tal alegría no es un tanto irreflexiva, si toda vida, en las condiciones que sean, realmente justifica tal alegría, si no vemos infinidad de casos ―el nuestro, tal vez― de existencias cuya desdicha lleva a muchos a pensar y sentir que preferirían no haber nacido. Vienen ahora a mi mente aquellas terribles palabras del soliloquio de Segismundo, en “La vida es sueño”: “Apurar, cielos, pretendo, / ya que me tratáis así / qué delito cometí / contra vosotros naciendo; / aunque si nací, ya entiendo / qué delito he cometido: / bastante causa ha tenido / vuestra justicia y rigor, / pues el delito mayor / del hombre es haber nacido.” Y vuelven también otras, no menos terribles y ciertas, las de Rubén Darío: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura porque ella ya no siente, / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente…” Y pienso en Leopardi, quien llegó a conclusiones semejantes, basadas en su reflexión y en su propia experiencia de vida, y en tantas otras existencias desgraciadas, y me pregunto ―me pregunto― si un niño que llega al mundo sin ser querido, sin ser esperado con alegría, sin que su propia madre, que es y será todo su mundo durante sus primeros años, lo quiera, podrá un día olvidar esa condena o más bien la cargará mientras viva. Por cierto, no podemos saberlo, pero sí podemos saber que para esa madre, que llega a ser madre involuntariamente, el nacimiento del niño es un infortunio, tanto que puede llegar a desear lo que parece contrario a la naturaleza materna misma, es decir, que ese niño no viva. Que este deseo ha existido siempre, a lo largo de la historia humana, en mujeres que, sin quererlo, han concebido, es un hecho, un hecho ineludible, que no podemos desdeñar, como no podemos olvidar que a menudo esas madres, si son obligadas a tener su hijo, han convertido su vida y la vida del niño en un martirio. Es terrible que esto ocurra, pero ha ocurrido ―ha ocurrido por siglos― y ocurre, y no necesariamente porque sean seres malvados, sino porque no estaban preparadas para ser eso a lo que fueron obligadas a ser: madres. ¿No es mejor, en tales casos, que la mujer aborte, cuando aún la criatura carece de conciencia, a que lo aborte espiritualmente cuando el hijo ya posee conciencia del padecimiento, de ese desamparo esencial que implica la falta del amor materno?

Evidentemente, no estamos hablando de ideales ni de principios aquí, sino de realidades, realidades en última instancia irresolubles de modo plenamente satisfactorio. Estas realidades son las que justifican, a mi juicio, una ley como la de despenalización del aborto: no atiende a lo que desearíamos que fuera, sino a lo que a veces, y no pocas veces, efectivamente es, y entiendo que las leyes están para contemplar lo que efectivamente es.

Otra cuestión a considerar, y que por mucho tiempo no ha sido considerada, una cuestión de una complejidad infinita, es el derecho del padre tanto a decidir sobre la interrupción de un embarazo como a interceder por la vida del niño, desde el momento que éste, como antes decía, no es un apéndice del cuerpo de la madre, sino un ser vivo independiente, autónomo, y el hombre un evidente copartícipe necesario de la gestación de la criatura, así como luego, en el caso de que acepte su paternidad, deberá hacerse responsable de su crianza.

Y una última observación, a la luz del resultado negativo de la votación en la Cámara de Senadores: si algo ha demostrado el largo y exhaustivo debate que la ley ha propiciado en la Argentina, es que es necesaria, imperiosa y urgentemente imprescindible, una verdadera política de educación y prevención sexual en el país (la cual, sabemos, dicho sea entre paréntesis, ha sido tradicionalmente resistida por algunos sectores que ahora también resistieron una ley que intentaba resolver parte al menos del mal que se podría haber evitado en mayor y mejor medida con esa política). Si el gobierno que posibilitó este debate realmente está interesado en resolver algo de tanto que hay de irresoluble en esta problemática, debería implementar en consecuencia tal política, que sólo depende de una voluntad ejecutiva y no podría sino ser bienvenida por toda la sociedad argentina.

En fin, agradezco a mi ex alumna sus confidencias, que han suscitado estas consideraciones ―pero ella no tiene la culpa de lo que pueda haber en ellas de desatinado―, y le deseo lo mejor para su vida, es decir, el amor y la felicidad, porque aunque todo a veces parezca confabularse para nuestra desgracia, vale la pena rebelarse e intentar que no sea así. Al decir de un parroquiano que escuchó Pessoa relatar a sus contertulios en un café de Lisboa los incontables e indecibles infortunios que habían padecido él y su familia: “Así es la vida… Pero no estoy de acuerdo”.

2 respuestas to “Reflexiones sobre una cuestión irresoluble”

  1. janfiloso Says:

    Excelente reflexión Pablo.

  2. Rodrigo Says:

    Yo nací de un embarazo no deseado, de un matrimonio que estaba terminando de la peor forma luego de haber tenido cuatro hijos. Mi madre, siendo muy miedosa, nunca fué capaz de admitirlo o admitírselo, pero imagino que de haber sido legal el aborto hubiera considerado la posibilidad. ¿Las consecuencias? La culpa que uno experimenta es de una profundidad y un alcance que no he vuelto a sentir en ninguna otra ocasión. Toda mi infancia y adolescencia fue remar contra esa sensación de falta que los padres no pueden (ni quieren, vale decir) remediar. Una sensación hasta física de hacer daño por el sólo hecho de existir. Felizmente, la vida me llevó a perdonarme y a entenderlos. Hay gente que no puede lograr ese alivio. Creo que tu cuestión metafísica es más importante de lo que parece. Saludos y gracias por tu reflexión.

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