por Pablo Anadón
Los tristes y preocupantes episodios del jueves pasado al frente y dentro del Congreso en Buenos Aires presentan diversas dimensiones de análisis, sobre las que trataré de definir mi punto de vista, lo más clara, precisa y sucintamente posible. Quien no lo comparta, tenga en cuenta que es, como digo, mi punto de vista está sujeto a error y no pretende ser el único válido, pero lo planteo con absoluta honestidad intelectual y franqueza. Las dimensiones en cuestión podrían dividirse en cinco: los antecedentes, la reforma propuesta por el gobierno, las reacciones que ésta ha provocado en la oposición, la actuación de las fuerzas de seguridad y el fallido debate en la Sala de Diputados.
Uno. Con respecto de los antecedentes, aunque a los kirchneristas y a los “coreacentristas” no les agrade que se mire hacia atrás, es imposible no tener en cuenta la política llevada a cabo por el gobierno anterior sobre las jubilaciones, por razones obvias: la situación actual deriva de la precedente. La política previsional kirchnerista tuvo aspectos positivos y aspectos negativos. Señalo un par. Positivo fue, sin duda, la incorporación al sistema de personas que carecían del beneficio jubilatorio, aunque el modo en que se implementó tuviera un par de problemas anexos: 1) Dado que los miles de nuevos jubilados no habían hecho aportes, el equilibrio de la caja jubilatoria lógicamente se desbalanceó, pasando este desequilibrio al nuevo gobierno. 2) Como ha sido una marca característica de la política populista, no sólo en la Argentina, tal inclusión dio lugar a la habitual corrupción de los beneficios injustificados, otorgados por razones electorales y proselitistas, la misma que ha empañado cada medida “generosa” del anterior gobierno (desde el programa “Qunita” al “Fútbol para Todos”, desde los necesarios planes sociales para sectores vulnerables a la malversación de fondos ―cuando no lavado de dinero― en la multiplicación de universidades periféricas, etc.). Negativo ha sido, por ejemplo, el veto al 82 % móvil por parte de la presidente Cristina Fernández de Kirchner, así como ha sido negativa la falta de pago de la llamada “reparación histórica” a los jubilados, pago que se cumplió recién con el actual gobierno, luego de largos años de postergación, demora que impidió que muchos jubilados pudieran recibir su beneficio, por la simple y previsible razón de que se murieron antes.
Dos. No soy experto, ni mucho menos, en economía, de modo que sinceramente no puedo evaluar con criterios ciertos, propios, las razones a favor o en contra de la presente reforma previsional. Por lo que he leído, tanto en los medios de prensa “hegemónicos” ―en los que no han faltado artículos críticos, hay que decir, para quienes sostienen que todos sus periodistas no son sino “mercenarios” oficialistas―, como en los otros, la reforma tiene asimismo aspectos positivos y negativos. En síntesis, sus aspectos positivos son el acortamiento del plazo de actualización de haberes ―ya no semestral, sino trimestral― y la vinculación de los incrementos jubilatorios a la inflación, ahora medida por un Indec confiable (¿nos acordamos de aquella entrevista en que un Ministro de Economía dijo “Me quiero ir”, suspendiendo la entrevista, ante la pregunta de una periodista extranjera sobre el índice de inflación?), y un aspecto negativo, que es el que ha ocasionado las protestas: el llamado “empalme”, o sea la pérdida de la actualización de un trimestre, pérdida que, sin embargo, según los funcionarios, se recuperaría en el trimestre posterior, por el simple hecho de que tal actualización antes no existía al cabo de tres meses, sino de seis. Ignoro, la verdad, si hay que creerle a Elisa Carrió, quien aseguró que la reforma será beneficiosa para los jubilados, pero si debo elegir entre creerle a ella o a Máximo Kirchner, aun a riesgo de equivocarme, no vacilo en optar por creerle a Carrió, cuyo celo ético y democrático me parece fuera de sospecha, a diferencia del otro.
Tres. Las reacciones a la reforma previsional evidencian la idéntica mecánica que hemos visto en casos anteriores: un formidable aparato de propaganda ―de clara procedencia partidaria― ha montado una también formidable embestida contra el gobierno, convirtiendo una problemática puntual, que puede debatirse y criticarse, en una batalla campal, encarnizada, que parece destinada no sólo a la caída de los funcionarios responsables, sino, de ser posible, del gobierno mismo. Así como hace unos meses se agitó el fantasma de la dictadura y sus desapariciones en el caso de Santiago Maldonado, acusando al gobierno nada menos que de una “desaparición forzada” y de un plan próximo al terrorismo de Estado, acusación que al fin se reveló falsa por las pericias forenses certificadas por 55 expertos incuestionables, ahora se lo acusa de robarle la plata a un sector particularmente vulnerable, apelando a la lógica sensibilidad y piedad que el tema suscita: ¿quién puede querer que se les quite algo a nuestros viejos? La reacción airada y violenta de los grupos políticos que están detrás de ese aparato, cuyo núcleo es el kirchnerismo, evidentemente no hicieron protesta alguna contra el veto presidencial al 82 % móvil, ni contra el no pago de la “reparación histórica”, ni contra el vaciamiento de la ANSES, y en cambio ahora han transformado la reforma previsional en otro buen motivo de impugnación de la autoridad de un gobierno elegido democráticamente, como viene ocurriendo periódicamente desde que perdieron las elecciones, la presidenta se negó a entregar los atributos presidenciales ―en claro signo de deslegitimación institucional― y sus militantes se llamaron a la “Resistencia y Aguante”. Los jóvenes que el jueves pasado arrojaban piedras y bombas molotov, quemaban autos y saqueaban locales, ¿entenderán algo de economía, como para saber si la reforma realmente perjudica a los jubilados o los beneficia, o bien han actuado respondiendo a consignas y mandatos partidarios? Me temo que es más probable esto último. Si el mismo frente kirchnerista-izquierdista no ha participado de esas acciones, sino que se ha tratado de “infiltrados”, según se ha dicho, evidentemente le cabe el dudoso honor del “aprendiz de brujo”.
Cuatro. Veamos ahora, por último, un tema particularmente delicado, por los hechos recientes y por los recuerdos históricos que en nuestro país despiertan, además de los prejuicios que en nuestra conciencia no deja de suscitar la institución policial misma. Con respecto de estos últimos, es necesario que previamente nos planteemos con honestidad una cuestión: ¿es necesario que en una sociedad organizada existan tales instituciones? Si la respuesta es negativa, toda discusión ulterior será inútil: el monopolio de la fuerza delegado por la sociedad a los agentes de seguridad sólo podrá ser interpretado como abuso e injusticia, así como su accionar. En tal caso, sin embargo, la lógica conclusión ha de ser que, o todos los hombres somos esencialmente buenos, y por lo tanto es innecesaria una institución que debe velar porque unos no ejerzan su supremacía a través de la violencia sobre otros, o bien que, si no lo somos, deberá reinar en la sociedad la ley del más fuerte. Si la respuesta, en cambio, es afirmativa, habrá que aceptar que exista tal institución, la cual, por cierto, deberá regirse estrictamente por las leyes que limitan y controlan ese monopolio de la fuerza. Hay que señalar, en relación con esto, que el actual gobierno ha demostrado una clara voluntad de sanear la institución policial, particularmente en la provincia de Buenos Aires, algo que no se veía desde hace décadas. Sentado esto, podemos ir al caso que nos ocupa y plantearnos una ulterior pregunta: ¿es ilegal que las fuerzas de seguridad ejerzan una violencia, incluso limitada, sobre una manifestación de protesta? Por cierto, si la manifestación es pacífica, sí lo es, y muy grave y repudiable. Ahora, si la manifestación no es pacífica, y transgrede las leyes, intimidando, o agrediendo, o dañando bienes públicos y privados, es el deber de las fuerzas de seguridad impedirlo. ¿Fue una manifestación pacífica la del jueves pasado? Yo no estuve ahí, pero las imágenes fotográficas y las filmaciones de medios de prensa y de celulares personales parecieran indicar que, evidentemente, no lo fue. ¿Hubo “infiltrados”, que actuaron violentamente, mientras que otros muchos manifestantes no participaron de esa violencia? Puede ser, sin duda no todos los que allí estuvieron fueron a causar destrozos o agredir a nadie. Ahora, por esas mismas imágenes, está claro que no se trataba de unos pocos locos sueltos, sino de grupos bastante consistentes y organizados. ¿Deben las fuerzas de seguridad actuar en un caso así? Yo diría que sin duda sí, desde el momento que esos grupos están transgrediendo el orden legal, a menos que a cualquiera de nosotros se nos permita impunemente romper vidrieras, arrojar bombas y piedras, quemar autos, etc. ¿Se excedieron las fuerzas de seguridad? También, por las imágenes y filmaciones que han circulado, me parece claro que sí. Esto debe ser investigado judicialmente, como en cualquier democracia, y castigados con especial dureza quienes hayan incurrido en tales excesos. He leído que fueron los efectivos de Gendarmería los que provocaron a los manifestantes. Francamente, me parece poco probable que los agentes quieran complicarse la vida y arriesgarse a sanciones, heridas o algo peor por puro gusto y maldad, pero tampoco es de descartar a priori. No olvidemos, con todo, que, aunque no lo parezcan, enfundados en sus uniformes y sus cascos, se trata de seres humanos al fin, y que no ha de ser fácil mantener la calma ante una multitud enardecida. Todos hemos participado alguna vez en manifestaciones, y habremos escuchado los insultos en la cara de los policías, insultos a los cuales, en otra situación, y si no fueran policías, cualquiera respondería al menos con una trompada: pensemos que, en lugar de palabras, se les dirigen trozos de cemento de veredas, bombas molotov, hondazos… Esto no justifica excesos, insisto, de ninguna manera, pero tampoco puede desdeñarse en aras de una supuesta “corrección política” a la hora de comprender una situación como la del jueves pasado, que ojalá no se repita hoy. Recuerdo, a este propósito, aquel poema que Pier Paolo Pasolini escribió cuando los policías italianos fueron apaleados en Valle Giulia por los estudiantes del 68. Las circunstancias son diversas, sin duda, y el enfrentamiento aquí tal vez sea peor, porque unos y otros, policías y militantes, tienen tal vez, a menudo, el mismo origen social, pero yo no dejaría de tener en cuenta aquella simpatía del poeta con esos hombres ―y aquí también mujeres― que raramente eligen tal profesión por vocación, sino más bien por necesidad. Traduzco aquí, en relación con esto, un fragmento de aquel poema, cuyo prosaísmo no le quita poder de conmoción humana:
Cuando ayer en Valle Giulia se agarraron a golpes
con los policías,
yo simpatizaba con los policías.
Porque los policías son hijos de pobres.
Vienen de periferias, campesinas o urbanas que sean.
En cuanto a mí, conozco muy bien
el modo en que han sido niños o muchachos,
las preciosas mil liras, el padre que también quedó muchacho,
a causa de la miseria, que no da autoridad.
La madre encallecida como un peón, o tierna
por alguna enfermedad, como un pajarito;
los numerosos hermanos; la casucha
entre los huertos con la salvia roja (en terrenos
ajenos, loteados), los bajos
sobre las cloacas; o los departamentos en los grandes
planes de viviendas populares, etc. etc.
Y luego, mírenlos cómo los visten: como payasos,
con esa tela áspera, que apesta a rancio,
a cuarteles y a pueblo. Y lo peor de todo, naturalmente,
es el estado psicológico al cual son reducidos
(por cuarenta mil liras al mes):
ya sin más sonrisa,
ya sin más amistad con el mundo,
separados,
excluidos (en un tipo de exclusión inigualable);
humillados por la pérdida de la cualidad de hombres
por esa de policías (ser odiados hace odiar).
Cinco. Por último, una breve reflexión sobre el fallido debate en la Sala de Diputados. Este episodio, no menos lamentable que todo el resto, evidencia varias cosas. En primer lugar, el grave deterioro de la civilidad y del respeto de la normativa democrática, incluso en aquéllos que deberían representarla por antonomasia, los legisladores: desde los manotazos al micrófono del Presidente de la Cámara hasta el hurto de la lapicera de éste por el diputado Claudio Villarruel, parecen la imagen simbólica, casi caricaturesca, chaplinesca, de tal deterioro. En segundo lugar, vinculado con lo anterior, la presencia preocupante de algo que podría definirse como “la patria patotera” en el interior mismo de un recinto donde lo que debería primar es el cuidado de las normas de convivencia, tolerancia y discusión civilizada. A este respecto, me parece que viene al caso una observación de Theodor Adorno, de su “Minima moralia”, tan válida para nuestra existencia cotidiana como para los debates parlamentarios: “La abolición de las convenciones, consideradas un oropel inútil, exterior y anticuado, da autoridad a la realidad más exterior de todas, una vida dominada por la ausencia de mediaciones. Y el hecho de que decaiga también la formalidad, que es la caricatura convencional del tacto, y se termine en un compañerismo a base de empujones, vuelve aún más insoportable la existencia, porque muestra la creciente imposibilidad de la convivencia humana en las actuales condiciones de vida.” Y, en tercer y último lugar (“last but not least”), el dicho de una diputada, quien afirmó que las leyes se deciden en la calle, resulta particularmente alarmante: si así fuera, la institución de la que forma parte carecería de sentido, así como su función. Por eso, que haya habido diputados sumándose a la manifestación frente al Congreso es tan absurdo, según alguien observó, como que uno salga de su casa para tocarse el timbre. Si de algo sirven instituciones como el Poder Legislativo es para que las decisiones que afectan al bien común no estén libradas a la presión imperiosa de los grupos más prepotentes, sino a la reflexión, el debate, el consenso y el acuerdo entre los intereses y las ideas que encarnan los diferentes representantes partidarios.
Deja una respuesta