por Pablo Anadón
Extraño país el nuestro: no hay día en que no nos ofrezca generosamente algún motivo de estupefacta indignación. Veamos uno, que me preocupa en especial y que tiene que ver con mi propia profesión. En una reciente entrevista televisiva, a la que me refería hace unos días en este mismo espacio (cfr. “Heidi y los cuarenta ladrones”), escuché a María Eugenia Vidal recomendar vivamente a los docentes, haciendo una pausa en la entrevista para dirigirse a ellos en cámara, que pongan la calificación que juzguen justa y justificada, sin atender a las presiones de los directivos, los inspectores y los supervisores generales.
¿Cómo es esto? ¿La gobernadora ―y me imagino que su equipo ministerial de educación― recomienda algo que está en contradicción con lo que luego efectivamente hacen tales funcionarios menores, tal vez siguiendo las pautas intimidatorias de la última década en la provincia?
Que así ha ocurrido y aún ocurre, lo sé de primera fuente, porque mi novia es profesora en escuelas públicas y privadas de la provincia de Buenos Aires, y ha recibido esas presiones e intimidaciones toda vez que ha reprobado alumnos en las primeras. Si el docente está en una situación precaria (por ejemplo, por no ser titular de las cátedras), y no quiere perder el trabajo, o no quiere complicarse y amargarse la vida lidiando con las autoridades, se ve obligado a “dibujar” las calificaciones finales de los alumnos en cada trimestre, para lograr que aprueben la materia, aunque las notas que debe promediar no lleguen siquiera al cuatro, o no les haya visto la cara a los estudiantes en más de dos o tres clases.
Ocurre una práctica curiosa, fehacientemente comprobada: los inspectores concurren a los establecimientos con calculadora en mano y computan estadísticamente cuántos alumnos han recibido calificaciones bajas y qué profesores han sido los responsables de esas calificaciones, y a aquellos docentes que tienen un porcentaje mayor de reprobados se los cita a reuniones, para que recapaciten, y se les llama la atención por no ser más flexibles y comprensivos. De allí a que, para evitarse tales disgustos, los profesores opten por “regalar” notas de aprobación, por cierto, hay un paso.
También hay un paso de allí a que los enseñantes honestos sientan un malestar creciente con su profesión, por más vocación docente que posean, dado que tales intimidaciones los involucran en actos de falseamiento, es decir, de corrupción, y convierten su presencia en las aulas, paulatinamente, en una función decorativa, dado que los alumnos ya saben que, tarde o temprano, siempre se les otorgará la promoción. En los raros casos en que el catedrático se empeña en colocar las calificaciones justas, si sus alumnos reprueban en tres ocasiones, éstos tienen la posibilidad de solicitar una mesa de examen en la que no esté presente ese antipático profesor (y, casualmente, suele ocurrir que los nuevos docentes convocados aprueben a los mismos alumnos). Las mesas de examen pueden llamarse en cualquier momento del año, a pedido de los alumnos, no sólo en los turnos habituales de diciembre, marzo y julio.
Que el docente a menudo tenga incluso que inventar notas para alumnos que casi no ha visto en el aula, y mucho menos haber tenido la oportunidad de examinar, porque apenas han concurrido a unas pocas clases en los primeros días, también es común. Esto se explica por la simple razón de que los estudiantes no pueden ser dejados en condición de libres por sus faltas, de modo que el empeño en asistir a ellas, previsiblemente, es muy escaso: saben que serán sucesivamente reincorporados, así como son finalmente aprobados con notas imaginarias.
Por otra parte, como es de público conocimiento, a menudo, lamentablemente, la población escolar bonaerense no siempre es de cándidos infantes y adolescentes en guardapolvos blancos. Mi novia me ha referido diálogos y escenas entre los alumnos, así como invectivas dirigidas a los profesores, más propios de instituciones carcelarias que de escuelas. Los insultos que ella se ha ganado, por ejemplo, por ser justa en sus notas, tanto de los estudiantes como de sus padres, conformarían un rico y variado catálogo de lenguaje escatológico.
Robos y tráfico de droga son moneda corriente, y los directivos, lejos de indagar para identificar a los responsables de estos actos delictivos, o cuanto menos hablar con los cursos involucrados para recordarles virtudes tales como la honestidad, o los perjuicios de las adicciones, prefieren mirar hacia otro lado, o bien, como le ha ocurrido en varias oportunidades en que a ella o a sus estudiantes les fueron sustraídos efectos personales o dinero, optan por reprender al docente o al alumno que ha sido víctima del robo, por no ser más cuidadosos. Una sola anécdota al respecto: en una de estas ocasiones que le tocó sufrir, un alumno del último año, que le tenía simpatía, le dijo que él se ocuparía de hablar con el chico ―¡de los primeros cursos!― que se encargaba de vender los objetos que se robaban en la escuela… Vale decir, en el interior de las instituciones educativas funcionan pequeñas mafias de pequeños delincuentes, quienes trafican con lo que se hurta dentro de ellas.
La razón de esto ―además, claro, del estado de corrupción y decadencia ética de la sociedad en la que se inscriben las escuelas― es clara: los estudiantes no pueden ser sancionados, y mucho menos expulsados por hechos graves. En casos más preocupantes, como uno en que los alumnos hicieron estallar una bomba casera en el baño de un colegio, u otra en que prendieron fuego a un aula, o, en fin, una tercera en que amenazaron a compañeros con trinchetas o armas, a los padres de los responsables de estos episodios se les hizo llegar una nota informativa, y a los alumnos se los envió a su casa con la recomendación de meditar durante tres días por lo que habían hecho (no cuesta imaginar el tenor risueño de la meditación que habrán realizado los más o menos diminutos terroristas, incendiarios o matones en los tres días de vacaciones escolares).
En fin, la evidente estafa al futuro de los alumnos, la desautorización de los enseñantes y la corrupción en la que éstos se ven involucrados a causa de las presiones para que aprueben indiscriminadamente a sus estudiantes (la palabra misma ―“estudiantes”―, suena absurda en estas condiciones), no he escuchado que sean denunciadas en todos estos años por los gremios docentes, lo que no me extraña, como no me extraña el descalabro en la formación de los alumnos que ha resultado de este singular sistema educativo (he visto con mis ojos textos escritos por jóvenes de los últimos años del secundario bonaerense que parecían escritos, por su caligrafía, por niños del primario, y por su ortografía y su sintaxis, por cuasi analfabetos).
Lo que he reseñado sucintamente, sin abundar en carencias, se ha prolongado a lo largo de años, de modo que se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que promociones de miles y miles de estudiantes han salido de la escuela pública con esta formación, es decir, una formación paupérrima, no sólo en términos académicos, sino también, y peor, en términos de formación ética, de valoración del estudio, de la equidad (como es obvio, si a un alumno se le “regala” un siete para que apruebe, quien se lo ha ganado con estudio lógicamente puede sentir que el trato no ha sido demasiado justo), del esfuerzo, del respeto, de la honestidad, de la verdad, etc.
Dejemos, con todo, el pasado mediato e inmediato, que es irreversible, y preguntémonos por el presente: ¿alguien me puede explicar por qué se produce, todavía hoy, tal contraste entre lo que la gobernadora de una provincia propone y lo que hacen los funcionarios encargados de la supervisión educativa? ¿No hay un maldito periodista en La Nación, Perfil, Página 12, Clarín, o el medio que fuere, que se interese en investigar cuestiones fundamentales para el porvenir de la república como son éstas de la educación? ¿Hay que recordar nuevamente la respuesta que dio aquel ministro de economía nipón cuando se le preguntó por la clave del “milagro” en la reconstrucción del Japón luego de la Segunda Guerra Mundial? Fue escueta y aleccionadora, pero aquí pareciera que nunca ha sido oída, tal vez porque la dijo en japonés y no en lunfardo: “Grandes inversiones en educación”.
Foto: Gabriela Ventureira
septiembre 18, 2016 a las 12:20 am
El asunto es cultural. A la sociedad argentina lo que había antes le parecía nazi. Le parecía nazi el blazer azul y la corbata, le parecía nazi el delantal blanco tableado de las chicas, le parecían nazis los aplazos, le parecían nazis las amonestaciones, le parecía nazi quedar libre, le parecía nazi irse a Marzo, le parecía nazi repetir el año, le parecía nazi cantar el Himno, le parecía nazi el respeto al celador y al profesor.
Bueno, todo eso desapareció. Tienen lo que querían. Que se jodan.