por Pablo Anadón
Hace unos días dictaron las sentencias de la Megacausa de La Perla, sentencias que la sociedad cordobesa y nacional ha recibido con justo y comprensible regocijo, dadas las atrocidades cometidas en ese campo de concentración. Cuando llegué a mi café de siempre sobre La Cañada, mientras esperaba que se desocupara una mesa en la vereda, un habitué del lugar, un abogado que leyó algunas de mis notas de los años pasados en La Voz del Interior sobre el kirchnerismo, me preguntó, en tono irónico, con una sonrisa de complicidad: “No lo vi, doctor (aquí en Córdoba, ya se sabe, todos somos doctores), en Tribunales, para la lectura de la sentencia, a Ud. que le gustan esas cosas…” Me di cuenta de que creía que yo estaba en contra del juicio a los represores de La Perla, así que le respondí escuetamente: “Bueno, doctor, a mí sí me gusta esta cosa; me parece excelente que se enjuiciara el terrorismo de Estado.” Nos trenzamos, pues, con él y un contertulio suyo, en una breve discusión sobre la guerrilla y la represión, hasta que se liberó una mesa afuera y me apresuré a despedirme antes de que se ocupara de nuevo.
Me quedé pensando en dos cuestiones, una personal y la otra general. La primera, que se repite una situación que ya he vivido desde la época de la universidad, cuando los militantes de izquierda me juzgaban de derecha y los de derecha me juzgaban de izquierda. La segunda, que, sin comparar la magnitud de una cosa y la otra, y alegrándome profundamente de que hoy se haya hecho justicia con la espantosa, casi inconcebible suma de hechos de crueldad y sadismo padecidos en La Perla, y en la represión militar en general, por hombres y mujeres, viejos, jóvenes y niños, esta justicia seguirá siendo parcial mientras en el país no se indaguen asimismo, y se condenen públicamente, al menos en términos éticos y políticos, los crímenes del terrorismo revolucionario, así como tampoco lo han sido los crímenes de los grupos parapoliciales, como la Asociación Anticomunista Argentina, que actuaron en los años previos a la dictadura bajo el amparo de gobiernos elegidos democráticamente (la mencionada Triple A, como se sabe, fue organizada por iniciativa de José López Rega, Ministro de Bienestar Social y secretario privado de Perón, y evidentemente contó con el beneplácito de éste). He dicho “al menos en términos éticos y políticos” porque esos crímenes se encuentran jurídicamente prescriptos (la cuestión de la prescripción de los delitos, más cuando no se trata de un hurto, sino de homicidios, es, a mi entender, una aberración absurda de la jurisprudencia, tan absurda como disponer que el dolor de los deudos debe prescribir luego de cierta cantidad de años).
Como le señalé a mi interlocutor del café, aunque era un niño cuando comenzaron los “años de plomo” en la Argentina (inicio que antecede en varios años al 76), y era apenas adolescente cuando se instauró la última dictadura militar, tengo memoria fresca de ese tiempo, y conservo en ella vívidas experiencias de aquel fuego cruzado. Vengo de una familia de izquierda, e incluso algunos de mis parientes estuvieron próximos o dentro de organizaciones subversivas y tuvieron que exiliarse: hubo, pues, amigos de la familia presos, perseguidos, exiliados, muertos y desaparecidos. Por parte materna, tengo el honor de contar entre los parientes políticos a Ricardo Molina, quien fue un activo defensor de los derechos humanos en las sucesivas dictaduras desde el gobierno de Juan Carlos Onganía; sufrió atentados de la Triple A, y con el retorno de la democracia se desempeñó, entre 1984 y 1991, como titular de la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas, hasta que fue destituido por el entonces presidente Carlos Menem (indagaba, claro, casos de corrupción durante su mandato). Casual y paradójicamente, en mis años de estudiante en la Universidad Nacional de Córdoba me puse de novio con la hija de unos profesores a su vez emparentados con el Fiscal Molina, pero de ideas contrarias a las mías: en 1973 la casa de estos profesores estuvo a punto de volar por los aires, con sus ocho hijos adentro, por un artefacto explosivo identificado con la estrella del ERP (una de las organizaciones, justamente, con la que simpatizaban o en la que participaban algunos amigos de mi familia). Todos los días, mientras caminaba abrazado con mi novia ―luego la madre de mis hijos― por los senderos de la Facultad de Filosofía y Humanidades, en la Ciudad Universitaria, veía inscripciones en las paredes donde se auspiciaba con todas las letras la muerte de su padre. Aunque sus convicciones políticas no fueran las mías, no era agradable asistir diariamente a esa recomendación (como se sabe, cuando se recomienda verbalmente la muerte de alguien, no suele faltar quien se haga cargo de ejecutarla). En síntesis, y con disculpas por este paréntesis personal, necesario sin embargo: creo que lo que aquí apunto no está distorsionado por preferencias de parte, ya que tengo afectos vinculados con ambas.
La culpabilidad de quienes cometieron los peores delitos contra innumerables víctimas inocentes de la represión militar está fuera de duda, y las sentencias de hoy lo han dejado en claro, condenándolos con penas justas y ejemplares. Ahora bien, no parece que sea igualmente claro, para la población en general, la culpabilidad de quienes cometieron crímenes y atentaron contra la sociedad democrática, a la que ―no lo olvidemos― intentaban derribar, y hoy se pasean libres de toda condena, incluso simbólica, casi como héroes de una épica gesta libertadora.
Mientras la memoria no sea igualitaria en la condena de toda transgresión de las leyes de las instituciones democráticas, como la Justicia lo hizo en su momento en Italia, las heridas de aquellos años de violencia no se cerrarán del todo, los odios se mantendrán latentes y se dará un ejemplo de inequidad a las futuras generaciones, alentando la posibilidad de que los males de aquel tiempo se reiteren.
Sé que estas reflexiones francas sonarán a blasfemia a los oídos de quienes creen ―con una peculiar interpretación de lo “políticamente correcto”― en la ortodoxia dogmática de una división maniquea de la historia según la concordancia o discordancia con sus creencias políticas. Personalmente, tengo una fe mínima, mínimo que sin embargo puede ser el máximo para una convivencia pacífica de concepciones políticas diversas: creo que la democracia ―“ese punto intermedio entre la pesadilla y la utopía”, según la definición del poeta Iosif Brodsky, quien experimentó en carne propia cuán fácilmente la utopía puede transformarse en pesadilla― es el solo sistema que hoy permite resolver en una comunidad tales conflictos ideológicos sin el recurso a la opresión o la violencia armada, aunque tal resolución lleve tiempo, incluso mucho tiempo, según la mayor o menor madurez de la conciencia cívica de un pueblo ―tiempo que, a mi juicio, siempre será preferible a la sangre de sus ciudadanos. Si aceptamos, entonces, vivir en democracia, sus leyes deben ser aceptadas y respetadas por igual y sus transgresores deben ser castigados por igual, pertenezcan a nuestra concepción política o a una contraria. En tanto la Justicia condene a unos victimarios y absuelva sin proceso a otros, las víctimas de éstos siempre sentirán que la Justicia ha sido injusta.
Hay que celebrar, pues, el cumplimiento de este paso importante, decisivo, en la búsqueda de “memoria, verdad y justicia” sobre nuestro pasado reciente, y este paso debe ser un estímulo para que se indague asimismo lo que no se ha indagado judicialmente ni condenado culturalmente, como son los crímenes de los grupos armados revolucionarios. No se trata, en fin, de decidir qué fue peor, si el terrorismo estatal o el terrorismo subversivo (yo tengo para mí que aquél, si bien éste tampoco esté libre de culpa en beneficio de sus ideales, desde el momento que también los militares habrán tenido los suyos, aunque los juzguemos deplorables y juzguemos más deplorables aún sus procedimientos), o cuál fue responsable del inicio de las hostilidades violentas (o sí, también, al menos con una finalidad de conocimiento histórico), sino de demostrar que la Justicia realmente ejerce su función sin mirar hacia quién, condenando toda infracción a las leyes que regulan nuestra convivencia civil, y más cuando tales infracciones han costado vidas e infinitos sufrimientos a nuestro pueblo, que ha padecido ―sin dar en general su adhesión ni a una ni a otra― tanto la represión militar como los atentados de la subversión revolucionaria, ambas igualmente antidemocráticas.
En fin, leyendo esta noche la declaración de uno de los testigos de las monstruosidades inhumanas ―pero tan humanas, como la Historia demuestra― cometidas en La Perla, el peón José Solanille, sólo me venía a la mente un par de palabras, las que se repiten al final de El corazón de las tinieblas: “el horror”. Y luego, recordando algunos tramos de ese testimonio directo, conteniendo el llanto y la rabia, me decía en silencio, como quien no puede creer la magnitud de una desgracia así, “Esto pasó, aquí mismo, con personas que podrían haber sido mis padres, mis hijos, mi hermano, mi mujer amada…” Y ahora me digo que esto, por cierto, puede volver a pasar. Dudo de que la memoria de las atrocidades del pasado, que no faltaron a lo largo de la historia de nuestro país, sirva para el futuro, pero si sirviera, creo que su lección es que debemos ser dignos de tanto inconcebible sufrimiento ―y no lo somos―, como pueblo, para que el horror no se repita.
Foto: Gabriela Ventureira
agosto 30, 2016 a las 4:46 pm
Cualquiera que es sensato y bien intencionado, del lado que venga, debería aplaudir lo que escribe Pablo Anadón. Pero desgraciadamente en Argentina el tema de los derechos humanos hace tiempo que dejó de ser bien intencionado o sensato. Como en Mephisto, la gente que tiene ‘control’ sobre el tema porque sus circunstancias la hace inevitable y ejemplar, las Madres y Abuelas, se prestaron al manoseo político kirchnerista, y de ahí en adelante se pudrieron ellas, y el tema por asociación.
Uki Goni escribe para el Guardian y el New York Times desde Buenos Aires. Ayer (por suerte en la edición online, donde todo se pierde en la neblina web a los 10 minutos de publicarse) el Guardian sacó un artículo de Goni en que basurea a Macri por negarse a entrar en el debate de si hubo 9 o 30mil desaparecidos, diciendo que negar los 30000 es apoyar a la dictadura. Goni hasta ahora nunca fue partidista en lo que dijo, porque no hacia falta. Pero ahora los simpatizantes del kirchnerismo usan lo que sea, y los derechos humanos en Argentina hace tiempo que son municion.
Hasta que eso no se corrija, hasta que las Madres y Abuelas de primera linea no se mueran, y sean reemplazadas por gente mas honesta o menos desquiciada mentalmente por lo que les pasó, comprensible como eso es, y dejen de usar la horrible muerte de sus descendientes para hacer partidismo y cálculo, el tema en Argentina seguirá siendo una mezcla de tragedia, cambalache, y puterío oportunista.
septiembre 5, 2016 a las 10:02 pm
Suscribo.