por Pablo Anadón
Hace tiempo que no leía la Revista Ñ. El otro día compré en el quiosco frente a la plaza un ejemplar del último número llegado al pueblo, el del sábado 16 de julio. Leí la entrevista a Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo. Me pareció muy interesante, en términos simbólicos, por así decir, sobre un perfil de intelectual argentino. Apunto aquí algunos aspectos que me llamaron la atención.
En primer lugar, algo que desde hace mucho he percibido: la (¿casi?) total ausencia de la poesía en su horizonte mental, un vacío que me asombra y, francamente, me parece llamativo, y grave, en críticos que han dedicado su vida a la reflexión sobre la literatura. No me parece grave, aclaro, por motivos “gremiales”, ya que carezco de sentimientos de identificación con el gremio poético, sino porque, como señaló Brodsky, la poesía es “la forma suprema de elocución humana” y “cuanta más poesía leemos, más aborrecible nos resulta cualquier tipo de verborrea, tanto en el discurso político o filosófico, como en los estudios históricos y sociales, o en el arte de la ficción”; a lo que agrega el poeta ruso: “Por encima de todo, la poesía despierta en la prosa el ansia metafísica que distingue la obra de arte de las meras «belles lettres».”
Quiero decir, pues, que un crítico que carezca de sensibilidad para la poesía, difícilmente estará en grado de percibir tal ansia metafísica y realizar tal distinción, con las previsibles y más bien lamentables consecuencias que puede acarrear dicha imposibilidad, más aún si se trata de intelectuales de renombre y de extendida influencia en la formación de varias generaciones. Algo de esto he comprobado en la lectura del único ensayo sobre poesía de Sarlo que conozco, dedicado a la poesía postmodernista argentina y publicado, allá lejos y hace tiempo, en la primera edición de la historia de la literatura argentina en fascículos del Centro Editor de América Latina: era académicamente correcto, pero de una notable ceguera para percibir diferencias de grado ―grados que a un cierto punto, como sabemos, se convierten en esenciales― entre poetas valiosos y versificadores.
En segundo lugar, relacionado con lo anterior, tengo la nítida impresión de que a estos críticos, más que la literatura en sí misma, siempre les ha interesado la sociología literaria, interés para el cual las obras son a menudo una suerte de pretexto, una ilustración, y poco importa para ese fin el valor de tales obras: el rastrillaje del “campo literario” ―una fórmula que les es cara― cuenta más que lo que efectivamente, literariamente, se cosecha en él.
En tercer lugar, vinculado a su vez con el punto precedente, he visto siempre en sus textos, y me lo ha recordado esta entrevista, una actitud más próxima de la táctica, de la estrategia cultural ―táctica en última instancia de estrategas políticos―, que de las preocupaciones de un crítico literario que interroga a las obras por lo que éstas puedan descubrirle de nuevo o de viejo, por el modo verbal en que han sido concebidas, sobre la vida y el mundo. En el siguiente tramo de la entrevista tal actitud me parece bastante explícita; dice Sarlo: “Recuerdo que hacia el 83, en el suplemento Cultura y Nación, de Clarín, apareció la fórmula «campo intelectual». Y yo sentí como si esa fuera una victoria teórica de nuestra revista. […] Siglo XXI había traducido un texto de Pierre Bourdieu, pero lo difundimos en los grupos privados que tuve en la dictadura, al igual que Raymond Williams, Richard Hoggart. Esos eran los nombres que Punto de Vista trataba de poner y que están ahí. Cuando leo en Clarín «campo intelectual» dije: ganamos.” (Las expresiones mismas “trataba de poner”, “están ahí” y “ganamos”, son suficientemente significativas).
No extraña, en cuarto lugar, teniendo en cuenta asimismo las observaciones anteriores, que Sarlo reivindique, casi se diría que con orgullo, haber decidido no inscribirse en el curso dictado por Borges en la Universidad de Buenos Aires: “Si yo estuve en la facultad de Filosofía y Letras y no me inscribí en el curso de Borges, quiere decir que no hago álbumes” (álbumes de “celebrities”). Lo dice para justificar, con tal “no hago álbumes”, su desinterés en reunirse con el actual presidente (desinterés que podemos entender, pero diverso, se ve, por lo que ella misma refiere en la entrevista, de su interés de hace unos años por conocer al matrimonio Kirchner, aunque el encuentro haya sido más bien fallido, falla que Sarlo adjudica a un propio error de diplomacia en el diálogo), pero se me ocurre que su decisión de eludir la oportunidad de asistir a un curso dictado por Borges dice bastante sobre sus preferencias (optó, aclara, por un curso del “gran crítico” Jaime Rest) y sobre su capacidad de distinguir niveles literarios. Personalmente, una elección así para mí sería, antes que motivo de orgullo, motivo suficiente para darme con un martillo en la mano que firmó las inscripciones a los cursos, o en lo que fuere que me llevó a tomar tal decisión.
En quinto lugar, me parece sintomática, y singular ―aunque tal sintomatología puede verificarse como notablemente plural en la intelectualidad argentina―, la tradición formativa de Sarlo, quien reconoce entre sus maestros juveniles a Hernández Arregui, Jauretche, Puiggrós, Abelardo Ramos, José María Rosa… Vale decir, como ella misma señala, proviene de una formación moldeada por el revisionismo histórico populista y por el peronismo, a la cual suma el marxismo: “Si bien me hago marxista a fines de los 60, comienzos de los 70, mi tradición es peronista, que iba a ser la del peronismo antiimperialista revolucionario”. Tal vez me equivoque, pero creo que de tal mixtura proviene la indigestión que la intelectualidad argentina ha venido padeciendo a lo largo de ya medio siglo, y que ha provocado los mareos ideológicos, y otros efectos peores, durante los vaivenes históricos del período.
En sexto y último término, un detalle menor: me ha asombrado que tanto Altamirano como Sarlo, según dicen, hayan entrado en contacto con las obras de Echeverría y de Sarmiento recién en los años de la universidad, o después. Mi asombro se vincula no tanto, o no sólo, con su propio interés por la literatura y el pensamiento nacional en la adolescencia, sino con los programas de estudio literario en sus años de secundario: ¿los estudiantes no leían entonces La cautiva y El matadero, no leían el Facundo?
Foto: Gabriela Ventureira
agosto 3, 2016 a las 7:48 pm
La nota me recordó aquella famosa encuesta que circuló hace años:
-¿Considera usted que Beatriz Sarlo es capaz de discernir un efecto estético?
a) No
b) Ni en pedo
agosto 4, 2016 a las 4:11 pm
«En segundo lugar, relacionado con lo anterior, tengo la nítida impresión de que a estos críticos, más que la literatura en sí misma, siempre les ha interesado la sociología literaria, interés para el cual las obras son a menudo una suerte de pretexto, una ilustración, y poco importa para ese fin el valor de tales obras: el rastrillaje del “campo literario” ―una fórmula que les es cara― cuenta más que lo que efectivamente, literariamente, se cosecha en él.»
Me da la sensación que este párrafo sintetiza lúcidamente el planteo de Pablo Anadón. Muy buen post.