por Pablo Anadón
La esquizofrenia argentina, o la mala memoria, o la mala conciencia, es muy extraña, o tal vez no extraña, pero sí peculiar. Da la sensación de vivir en un país de hinchas de fútbol ―para utilizar una metáfora bien nacional― que sólo recuerdan las hazañas del propio equipo, pero prefieren olvidar sus malas jugadas, las derrotas justas o injustas, las claudicaciones, como si la identificación con la camiseta convirtiera en vergüenzas personales las fallas de los jugadores, y no se quisiera o no se pudiera tomar una cierta distancia imparcial de perspectiva para juzgarlas. Si tal identificación puede resultar incluso simpática en el caso de los equipos de fútbol, la identificación con camisetas de políticos ―tan a menudo no demasiado limpias, por más lavadas que estén sus divisas― parece sólo penosa y pueril, como la de niños que no son capaces de ver con objetiva madurez la conducta de sus padres.
Esa lógica infantil también se aplica a veces a países enteros: en estos días asistimos, casi con vergüenza del propio país, al repudio a la visita del presidente actual de los Estados Unidos, tan bien recibido, sin embargo, por los cubanos, los herederos de una revolución triunfante, como señaló un amigo. Aquí, no: se recuerdan, con buen sentido, las maniobras norteamericanas cuando el Plan Cóndor en Sudamérica, o las tentativas imperialistas ya denunciadas hace más de un siglo por José Martí, pero se olvidan las denuncias de las violaciones a los derechos humanos durante la pasada dictadura militar llevadas adelante por el presidente Jimmy Carter y los organismos de derechos humanos del país del Norte. Repudiar a toda una nación me parece un tanto desmesurado (y que lo hagan los partidarios de un gobierno como el anterior, cuyos líderes no dejaron de realizar buenas inversiones personales en los Estados Unidos, suena todavía más absurdo), y se diría que obedece a una concepción maniquea de la política, que divide netamente entre países que encarnan el bien y países que encarnan el mal. Rechazar, en su presidente, a toda una nación, por otra parte, implica repudiar también a Robert Frost, Wallace Stevens y William Carlos Williams, al jazz y al rock, a Gershwin y a John Cage, a la dulce Coca-Cola y a los resistentes Ford, además de muchas otras creaciones (Internet, sin ir más lejos), entre las cuales la democracia, un invento que, en su formato moderno, con falencias y aciertos, tuvo su diseño hasta ahora más perdurable en aquel país. Es como si los europeos, por afán anticapitalista o antimperialista, a cada visita de un presidente estadounidense, organizaran actos masivos de repudio, con carteles de “Yankees, go home!”, prefiriendo olvidar que, si esos odiados yankees no hubieran salido de su casa, sin el sacrificio de millones de soldados norteamericanos, no se habrían liberado del flagelo del nazismo y del fascismo. Es decir: una cosa es condenar las políticas internacionales abusivas de un país, de un gobierno u otro, y otra muy distinta identificar a todo un país con tales políticas puntuales.
Otro caso de lógica infantil o maniquea: en estos días se cumplieron los cuarenta años del último golpe militar en la Argentina. Me acuerdo de que ese día fuimos con mi padre a comprar los diarios al único quiosco de diarios y revistas que había en el pueblo; su dueño, un fervoroso peronista, hizo el elogio del golpe y del alivio que traía al caos en que vivía el país. Yo tenía entonces trece años, pero solía leer los periódicos, y recuerdo, de los años anteriores, los titulares frecuentes sobre los cadáveres que aquí y allá aparecían en baldíos, y no me olvido, cuando viajábamos a Córdoba, de las bolsas de arena en los arcos del Cabildo, con los soldados apostados detrás, y de las ráfagas de ametralladora y las explosiones que se escuchaban por la noche en la capital cordobesa en esos años. En el 74 o en el 75, después de unos allanamientos en Villa Dolores, enterramos en el patio de casa una caja con libros “de izquierda” y un poster del Che Guevara que nos había regalado una tía abuela socialista.
La desgracia, quiero decir, no empezó con el golpe nefasto del 76, aunque se perfeccionó y se multiplicó su crueldad durante la represión militar que le siguió. Un examen y una memoria de esos años debería tener en cuenta asimismo, además de la innegable responsabilidad de los militares, la responsabilidad de los políticos (¿olvidaremos la masacre de Ezeiza cuando el arribo de Perón?; ¿a su secretario personal y Ministro de Bienestar Social, José López Rega, fundador de la Alianza Anticomunista Argentina?; ¿el decreto, firmado por Ítalo Luder, que recomendaba la “aniquilación” de la guerrilla?, etc.), así como la responsabilidad de los diversos grupos de la guerrilla en la intolerancia antidemocrática y la violencia del período. Yo no olvido que no pocos amigos de mi padre, quienes no tenían más vinculación con la subversión que ser poetas e intelectuales de izquierda, sufrieron persecución, tuvieron que exiliarse o fueron asesinados; tampoco olvido que en la casa de mi primera mujer, la madre de mis hijos, cuando ella tenía diez años, una organización subversiva puso una bomba que, de haber explotado, la hubiera asesinado a ella, a sus hermanos y a sus padres (y su padre no era un torturador, ni un militar, ni un policía, sino un profesor de filosofía: que sus ideas fueran conservadoras, incluso retrógradas, me parece que no lo hacían merecedor, ni a él ni a su inocente familia, de una sentencia de muerte). No se trata de la socorrida “teoría de los dos demonios”, no se trata de equiparar nada: se trata, simplemente, de recordarlo todo.
En fin, tal vez todo sea demasiado reciente, y las heridas necesiten más tiempo para cicatrizar: ha habido excesivo dolor, muertes y pérdidas de diversa naturaleza para que ese pasado pueda ser juzgado con ecuanimidad. Creo, sin embargo, que para que se cumpla el imprescindible luto y se aproximen los bordes de las heridas que siguen supurando en el país, hace falta desprenderse paulatinamente de esa lógica binaria, maniquea, partidista, para afrontar lo vivido en términos puramente humanos y de imparcial justicia, con la conciencia de que todos, en alguna medida, hemos sido víctimas y victimarios. Eso sentí, vagamente, hace décadas, en 1978, cuando tenía quince años y escribí unos versos que en su momento no comprendí del todo, pero que luego entendí que hablaban del país en aquel tiempo. Aquí los reproduzco, no por el valor poético que puedan tener, sino por su sentido simbólico. Se titulaban “La plaga”: “Con sus rostros sin rostro / y sus antenas / nos observan / escuchan. / Se introducen / en nuestras casas / y las devoran: / la mesa circular / el pan / la hoja caída / el violín olvidado. / Acechan / desde cada rincón / desde todas las sombras. / Esperan / que nuestros párpados caigan / para roer al fin / nuestros rostros sin rostro.”
Foto: Gabriela Ventureira
julio 25, 2016 a las 5:47 pm
«No se trata de la socorrida “teoría de los dos demonios”, no se trata de equiparar nada: se trata, simplemente, de recordarlo todo.»
Bien.
julio 25, 2016 a las 7:15 pm
Bien por el post, tan lleno de sentido común y de piadoso hartazgo. Pero hay que dejar de utilizar inadecuadamente el término «esquizofrenia», que ya bastante tienen los esquizofrénicos con aguantar a los psiquiatras. Por lo demás, de acuerdo en todo, claro. Pero me temo que el asunto tiene difícil solución. El pensamiento binario permite posiciones cómodas en las que el pensar se agota en algunos pocos eslógans. Por la reacción de algunos kirchneristas, incluso gente de estudios e interesada en la política, infiero que lo propiamente «ideológico» se define más desde la identidad asociada a la causa, que desde la racionalidad. Una amiga K. sostiene que Flor Kirchner es «hermosa, con esos ojos tan vivos». Pues eso.
julio 26, 2016 a las 11:55 am
Coincido con Abatti, disiento con el diagnóstico y la conclusión. Los problemas de los esquizofrénicos son verdaderos problemas, no como los de los neuróticos, que es el caso que nos ocupa. Más que recordar a esta altura lo sano es olvidar. Suele decirse que la argentina es una historia municipal, sin grandes acontecimientos, pero aun así cuarenta años fueron demasiados hasta para la Alemania de Hitler. Llegó la hora del olvido. Como dijo alguien creo que en el olvido coinciden el castigo y el perdón.
julio 27, 2016 a las 2:27 am
A internet la inventaron en Chile (y un tanto Borges, como todo). Saludos!
julio 27, 2016 a las 6:52 pm
Materia muy complicada el de la memoria, el olvido, el castigo y el perdón, y muchas veces cuando desde el poder político se ha intentado intervenir, en un sentido u otro, generalmente se ha fracasado.
Veamos un ejemplo, el del conocido Edicto de Nantes: “ Artículo 1: En primer lugar, la memoria de todas las cosas pasadas en una y otra parte desde el comienzo del mes de marzo de 1585 hasta nuestra llegada al trono, y durante las anteriores revueltas y con ocasión de estas, quedará extinguida y apaciguada como cosa no advenida. No se permitirá a nuestros fiscales del Tribunal Supremo ni a ninguna otra persona, pública o privada, en ningún tiempo ni ocasión, mencionarla, entablar pleito o diligencias judiciales contra ella en ningún tribunal o jurisdicción. Artículo 2: Prohibimos a todos nuestros súbitos de cualquier estado y condición que reaviven su memoria, que se enfrenten, se injurien y provoquen mutuamente, reprochándose cuando ocurrió por cualquier causa o pretexto que fuere, disputar, discutir, reñir, ultrajarse u ofenderse, de hecho o de palabra; sino contenerse y vivir en paz juntos como hermanos, amigos o conciudadanos, bajo pena de castigar a los contraventores como infractores de la paz y perturbadores del orden público.”
Dice Paul Ricoeur, de quién tomé el ejemplo, que sorprende la expresión “como cosa no advenida” la que subraya el lado mágico de la operación, que consiste en actuar como si nada hubiere ocurrido, y tiene razón, pensar que una decisión desde lo alto del poder puede cerrar las heridas causadas por largos años de crueles enfrentamientos, resulta por lo menos ingenuo. Si realmente se pudiera obligar a los hombres a olvidar, la memoria privada y colectiva sería desposeída de la saludable crisis de identidad que permite la reapropiación lúcida del pasado y de su carga traumática.
Hay que dejar que la sociedad vaya curando sus heridas, sin injerencias ni imposiciones, que se conserve la memoria, pero sin imponer una determinada, y que el perdón solo sea una decisión de quien ha sido víctima. Como concluye Ricoeur si puede invocarse legalmente una forma de olvido, no será la del deber de ocultar el mal, sino de expresarlo de un modo sosegado, sin cólera.