Diario intermitente (9)

por Quintín

31 de mayo

El stand de Chile en la feria del libro fue toda una experiencia. Cuando fui, no había mucho para comprar, porque se habían llevado todo a favor de precios sin impuestos para los hasta hace poco carísimos libros chilenos. Lo curioso era la organización: no aceptaban tarjetas de crédito ni ofrecían bolsas ni paquetes para llevarse lo adquirido. Para colmo, el stand estaba en manos de tres organizaciones distintas (al menos), no entendí si oficiales o privadas, pero cuando me fui tuve que pagarle la compra a tres personas distintas.

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Estas eran Vícto López Zumelzu, que el día anterior me había regalado Erosión, su libro de poesía, una chica rubia y un muchacho de barba, que representaban editoriales o distintas y recomendaba cada uno lo que correspondía a su parcela dentro del boliche.

De todos modos estuvieron muy amables y, además de lo que compré, cada uno me regaló un libro. El de la chica rubia se llama Natalia y es una novela de Pablo Azócar publicada originalmente en 1990 y ahora reeditada por Cuarto Propio. Azócar nació en 1959 y, según me explicó la chica rubia se trata de un gran escritor que quedó olvidado en medio de dos generaciones.

Natalia parece a una versión tardía y chilena del existencialismo de Rayuela, en la que el narrador no escucha bebop sino free jazz (digamos de Coltrane para adelante) y a Beethoven rodeado por un grupo que representa cierta bohemia artística y alcohólica en la trastienda de Pinochet, allí donde el horror político llega asordinado, confundido con un deseo más general de romperlo todo o de sufrir infinitamente por el amor intermitentemente correspondido de la maga Natalia, que a su vez tiene una historia con Lucía. Hay algo que da un poco viejo, o más probablemente estuvo viejo siempre, cuando alguien escribe:

Despejo la mesa, pero no hay jazz, y todos sabemos de la imposibilidad de lavar los platos cuando no hay jazz.

La prosa es intensa, desesperada por momentos, iracunda. Pero no quiero saber qué música pone su protagonista cuando lava los platos, ni qué libros lee, ni siquiera qué bebida toma (por otra parte, es bastante convencional para el trago, pero también para la música y la literatura). Pero tal vez lo mejor del libro, o lo que se lee con más atención sea una larga cita divida en tres partes en la que se habla de la relación entre Goethe y Beethoven. Betina la lee en voz alta de un libro que no nombra y no pude identificar (¿Romain Rolland, apócrifo de Azócar?) y termina así:

Beethoven, por su parte, escribe a Breitkopf y Hartel por esos mismos días: «Los aires de la corte le gustan demasiado a Goethe. Más de lo que le conviene a un poeta». Ahí está. El enfrentamiento, en realidad, es tremendo. Beethoven lleva su apuesta hasta la tumba. El Goethe joven, el que se rompe en el Werther, es un poeta. El Goethe sesentón de Toeplitz, arrellanado en los honores que le propicia el mundo, ya no es un poeta, aunque prevalezca su talento. No es más que un escritor que fue a morir a un ministerio.

No está nada mal ese fragmento. Aunque sea falsificado, Azócar se merece la admiración de la chica rubia.

El muchacho de barba me regaló Incompetentes de Constanza Gutiérrez (La Pollera ediciones, 2014). Es una novela muy corta (72 páginas llenas por la mitad) de una escritora muy joven (nació en 1990, la foto de la solapa recuerda a Alejandra Pizarnik) sobre unos adolescentes que viven en un colegio secundario pupilo que se funde y quedan librados a su suerte. De una prosa seca, (como en las antípodas de la exuberancia de Natalia), Incompetentes es sorprendentemente buena. Gutiérrez logra una alegoría que no lo es: retrato del fin de la infancia en el que las condiciones exteriores han sido apenas exageradas (hay algo ahí de El club de los cinco, una película que nunca vi, pero siempre me la imagino) como para anclar la historia en una situación concreta, sin perder universalidad pero tampoco pretenderla.

Bien el barba por la recomendación.

Foto: Flavia de la Fuente

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