Devaneo banana (octava entrega)

por Hernán Firpo

Todavía no se puede decir que llega el final

El Artista figura en los créditos de Devaneo Banana. No es el autor. Se despega. Dice así: Ilustraciones, Liniers. Tirada, 5.000 ejemplares. Dice más: Colectivo de Asociaciones Libres Integrado por Escritores Célebres, Reconocidos y/o Emergentes que Redujeron su Ego a la Mínima Expresión y Aceptaron Trabajar para El Artista. Lo bueno es que tuvieron el tino de no convertir todo esto en una sigla.

Y por último dice: Idea y Producción, El Artista.

Se supone, nunca se supo –¿se sabrá? ¿será cierto? ¿será un truco editorial?– que El Artista había encargado los trabajos pidiéndole a los autores que  zarandearan el Yo y convenciéndolos de que la vanidad no era ni una virtud ni la más inofensiva de las afectaciones, como él había escrito antes de cambiar de opinión.

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Les pidió, sí o sí, “definitivamente”, que se olvidaran de los conceptos patrimoniales del relato y le cedieran a él los derechos y los textos para que el dispusiera a su libre capricho. Que se olvidaran del principio, el fin, y sobre todo del nudo. Que tuvieran la generosidad de confiar en el estilo editorial del ideólogo y productor que él era, y que asumieran con naturalidad y empatía todos los riesgos y equívocos que el volumen pudiera originar.

Su trabajo consistió en mezclar los textos e intervenirlos. El reunido de argumentos estimuló un debate rico en las redes sociales y tentó a El Artista a revelar los nombres de los escritores que estaban detrás de cada Devaneo banana.  ¿O era El Artista plagiando estilos? Acá aparece la otra y necesaria versión de los hechos: el chiste de los autores que aportaban sus textos de manera anónima y desinteresada empezó a enloquecer a la crítica especializada.

Esto ocurrió cuando Devaneo banana, extraño libro-artefacto de El Artista, se instaló entre los diez más venidos en dos cadenas. Nadie –¡ni yo!– entiende cómo hizo para lograrlo. Nadie sabe si pagó la distribución o si y él mismo agotó la tirada. Nadie sabe si exprimió la última fruta del secreto o si de su mano la literatura se estaría volviendo a convertir en un boom como la crónica argentina y latinoamericana. Lo cierto es que Maximiliano Tomas escribió una nota atribulada tratando de encontrar las pistas y las inflexiones de los escritores que conoce, de Aira para acá. Piro se puso en contra de los colectivos y Quintín twitteó: “Es una obra maestra». Es más, ¿esa intelligentzia al servicio del piropo y el desasosiego también habrán sido una operación de El Artista?

Devaneo banana

Preámbulo

Cosa de machitos, habitualmente machitos, pijudos del mundo editorial unido. Rimbombantes, fastuosos destiladores de significados, de colecciones de mujeres que escriben, proto perdedores sin garbo, anteojudos de design,  ¿dónde están ahora todos esos adelantados de la escuela Paskowzky? Pichoncitos de mamut, microficcionarios, microficticios, corsés de calidad en nombre de las urgencias editoriales. Labios, simplemente labios. Mequetrefes danzantes de la divagación, ¿dónde están todos ahora? ¿Estarán donde deben estar los floggers y los emos? ¿Se acuerdan? ¿Que habrá sido de las tribus urbanas? ¿Estarán en La Cámpora? ¿Será La Cámpora la gran tribu urbana?

Como sea, con Devaneo banana El Artista empezó su carrera de productor literario. Hoy hay muchos productores literarios, ustedes saben, pero él siempre un paso adelante, influenciado por el fútbol y su espíritu gregario, no bien el mercado se lleno de productores literarios, precisamente cuando el empresario   Pablo Avelluto se hizo las tarjetas personales de productor literario, él, nuestro artífice, El Artista, ya estaba en otra dimensión.

–Hay límites morales que son insalvables –dijo. Más que una sentencia, una revelación.

Ahora en su tarjeta personal se lee manager literario.

Manager literario: tarea inalcanzable, a la sazón tímida, tímida tanto que el manager literario es un personaje de la no-industria, alguien que no cobra por sus servicios. Una vez, mirando al agente Guillermo Schavelzon, de Schavelzon & Asociados, con asiento en Barcelona, España, El Artista dijo: “Ser manager literario es no tener influencias ni atributos parasitarios”.

Esas eran las anómalas condiciones esenciales. De su experiencia como manager literario, una entidad superior a la de Schavelzon, y sin comisiones, se habla especialmente de un encuentro que tuvo con Rodrigo Fresán.

Mito o realidad, cuentan que Rodrigo Fresán se le acercó queriendo saber si podía hacer algo para recuperar el impulso, la masa artística atrincherada en artículos pecuniarios y publicados en un diario porteño. El Artista le dijo que él también había hecho su propio tratamiento para él éxito exquisito y le preguntó si conocía personalmente a El Especialista.

–¿El Especialista? –dijo Fresán–. No, la verdad que no.

El Artista lo miró con un desdén diplomático, muy suyo, y entendió que Fresán era, en efecto, un muchacho old school. Alguien que seguramente había participado de la escuela de escritura creativa de la Universidad de Iowa, por donde desfilaron Carson Mc Cullers, Vonnegut, John Cheever y Truman Capote, entre otros.

–Qué tridente ofensivo –decía El Artista, siempre cercano a la metáfora pelotística y al don de la memoria.

–Cheever de media punta. De enganche, mejor –lo acompañó Fresán.

El Artista le preguntó si Aira había estado en Iowa y Fresán dudó y respondió encogiendo los hombros:

–Gamerro, sí, Gamerro sí pasó por Iowa. Eso lo puedo asegurar.

El Artista no había leído a nadie más que a César Aira, pero tenía oído absoluto para retener apellidos.

–Me gustan los nombres que suenan fríos –le dijo–. No me gustaría llamarme Sacomanno, Zuculini, Orteman, Tonelotto… Hay apellidos que suenan indudables. Gamerro es uno. Lástima que como vos, Gamerro sea tan de la vieja escuela.

Fresán no entendió, pero intuyó que se refería a cierta nostalgia literaria. A que a pesar de ser amigo personal de Vila-Matas, El Artista lograba percibir un velo de resignación es su mirada extraviada o corta de vista.

El Artista le dijo que manager literario era una figura impropia para los tiempos que corrían.

–Yo fui productor, vos lo sabés, yo soy el altísimo en las sombras de Devaneo banana, vos lo sabés –dijo con lujuriosa solemnidad–. Un DT invisible. Yo relancé a Juan Sasturain pidiéndole que escribiera un comic erótico sin detectives y con finales abiertos. Demás está decirte que yo incliné la balanza en favor de las editoriales independientes y le di todo el poder a Luisito Chitarroni, obligando a que las majors volvieran a publicar ficción. Hice todo eso, pero cuando el señor Pablo Avelluto se volvió productor literario supe que tenía que cambiar. No me gusta para nada el apellido Avelluto.

–Si ya sé –susurró Fresán–, el esófago no está capacitado para determinadas agresiones. ¿Fue así? ¿Eso dijiste? –de pronto Rodrigo sintió ganas de tutearlo–. Te lo leí no sé dónde y lo memoricé. Me pareció una frase exquisita.

–En la novela El Buda, una de las últimas de Aira, el personaje, El Buda, empieza a pensar que sólo importa la forma, no el contenido. ¿Vos crees que sólo importa la forma o preferís que se narre algo?

–La forma del contenido, la forma de la forma, el contenido de la forma y el contenido del contenido. No sé, estoy un poco mareado –respondió Fresán–. Ya no sé muy bien cómo se debe escribir… ¿Usted que piensa?, ¿qué pensás? –se corrigió.

–Después de mucho pensarlo, llegué a la conclusión de que para que una novela se venda tiene que tocar un tema sobre el que valdría la pena hacer un informe periodístico. Esa es la piedra de toque.

–Algo así le leí a Aira en una entrevista bastante reciente –dijo Fresán.

–Algo así no –respondió El Artista–: dijo exactamente las mismas palabras… Pero estábamos en que el manager, Rodrigo, es un filántropo que persigue el esplendor editorial.

–Esplendor editorial… –Fresán lo repitió como hechizado por la energía eólica  de las palabras del El Artista.

-Hoy las cosas se complicaron ilusoriamente en un intelectualismo de poca calidad que, preocupado por las novedades y las extravagancias, se olvida de los adjetivos.

–Necesito plata –lo interrumpió Fresán–. Necesito plata, maestro. Un alquiler en Barcelona cuesta tres o cuatro veces más que un piso en La Coruña, y los peajes de las autovías catalanas, hombre, salen el triple que las gallegas.

–Los catalanes son terribles, siempre se quejan… –dijo El Artista, y alzó las cejas como para despegarse el aturdimiento que le provocaban las señales enviadas por Fresán–. No puedo hacer nada por vos, Rodrigo.

–Por favor se lo pido.

–No entiendo qué querés.

–Maestro –Rodrigo ahora necesitó una distancia cenital–: tengo una primera edición de los compactos de Anagrama que hoy pueden valen fortuna.

–No entiendo –El Artista alternaba un rostro generoso con otro inconsistente, muy suyo.

–¿Por qué me mira así? –A Fresán se lo escuchaba perturbado–. Tengo una copia del Bukowski que inspiró a Fito Paéz, toda garabateada por el autor.

–¿Por Bukowski? –se interesó El Artista.

–No. Por Fito.

–…Después vomitó ese ron, manchando la pared.

–El sol le caía bien, bajando la avenida.

–Su vida no era más su vida…

Sonrieron juntos. Coincidieron por primera y única vez.

–Tengo una primera edición de “Cartero” –agregó Fresán.

–¿Cartero?

–Es interesante ese libro. A Bukowsi no se le empala mucho. Coge cada tres capítulos.

El Artista, nada. Había escuchado el apellido, por supuesto. Lo había retenido, pero su silencio característico a la hora de hablar de autores era un lenguaje cifrado que no levantaba sospecha alguna. En el ambiente creían que no le gustaba hablar de ascendientes por pura vanidad. Y su constante referencia a César Aira, decían, era sólo una atribución funcional al mercado. Apenas eso.

–¿A Aira le gustará Bukowski? –preguntó El Artista.

–A todos nos gustó alguna vez.

–¿Anagrama publicó a Aira?

Fresán se sacó los anteojos y frotó sus ojos abatidos.

–¿Anagrama? No sé, creo que no.

–Mmm… –El Artista dudó.

Los artistas suelen dudar. Hace falta estar educado para dudar. Una vacilación queda mucho mejor que un sí o un no. Ese esfuerzo de dilación, pensaba El Artista, nos eximirá de los gigantescos abismos entre la afirmación y la negación.

–¿Tendría que haberlo publicarlo dice usted? –preguntó Fresán

–Por lo menos tendría que ocuparse de reeditar La vida nueva.

–Yo tengo contactos en Norma –dijo de pronto Fresán, sonando algo renovado.

Fresán no lo sabía, no tenía por qué. Norma era el nombre de la madre de El Artista. El Artista puso su cara chiquita, encogiéndola como hace en las clases de yoga.

–¿Norma? -dijo El Artista.

–Conozco gente en Norma, sí.

Por primera vez Fresán sintió que algo de lo que decía llegaba claramente a destino. A El Artista la sola mención de la propuesta “conozco gente en Norma”, y más tratándose de su madre, le sonó invasivo. Releyó mental y espiritualmente la frase “conozco gente en Norma” y supuso que Fresán hablaba de otra cosa.  No pensó en al editorial, de hecho no le sonaba porque había dejado de publicar ficción hacía algunos años.

–¿En Norma? ¿Adentro?

–Sí, sí.

–No me interesa.

Las pupilas de Fresán rebotaban bizcamente contra sus marcos de carey. El Artista se quedó congelado en una imagen que le hacía acordar a un antiguo videojuego. Fresán esperaba algo más. El Artista veía las pelotitas marrones yendo y viniendo, arriba, abajo, derecha, izquierda.

Arkanoid, pensó. Arkanoid versión clásica, Sacao, Villa Gesell, 1983.

En esa época El Artista jugaba campeonatos de Arkanoid contra Eduardo Berti. El Artista, en ese entonces, todavía pensaba en ser como el Loco Houseman, Berti ya era muy Berti.

–Sería la posibilidad de reavivar una editorial que hace años dejó de existir –dijo Fresán–. Norma antes publicaba ficción, ¿se acuerda? Publicó un libro de Arriaga que era sensacional, ¿se acuerda?

El Arista entendió que su madre no tenía nada que ver. Por un momento, yo lo sé, yo lo conozco bien, pensó que Fresán estaba amenazándolo. Pero Norma era una editorial, así que, sereno nuevamente, volvió a establecer contacto con el respaldo de la silla, las vértebras extendidas, las cervicales hábiles de una marioneta.

–¿Norma cuánto?

–¿Cómo?

–¿Norma qué? –preguntó–. ¿Sabés qué apellido tiene la Norma de la editorial?

Fresán creyó que era una broma y prefirió el silencio.

Silencio.

Silencio.

–Los libros hay que regalarlos –reapareció El Artista.

–No se pueden regalar los libros, y menos en estos momentos en que los libros son como objetos de culto –devolvió Fresán.

–A mí no me importa.

El Artista sonó enérgico. Justo él, que sólo compró libros de Aira, que nunca tuvo una biblioteca en su casa y que ante tamaña ausencia espacial llegó a avivar una trastornada curiosidad: ¿Habrá sido el precursor de la Kindle? ¿Habrá sido El Artista el primero en prescindir del primitivo mobiliario?,  ensayó Silvia Hopenhayn en un artículo publicado en La Nación.

–¿No te gustaría integrar la primera antología de cuentos de fútbol sin clubes de barrio que se llamen El Fulgor ni deportistas que juegan por amor a la camiseta? –inquirió de golpe El Artista.

Fresán se mostró exhausto. Agotado como las ideas en el teatro. Jadeante como un bebé.

A El Artista no le interesaba matar a sus padres. Con él nadie podía hacer psicoanálisis barato usando la figura del parricidio literario. El Artista ni siquiera era el lector salteado de Macedonio. No sabía de sus predecesores y más atento a las vanguardias que al canon, sólo parecía dispuesto a cargarse a las generaciones siguientes a la suya.

Para él no hay padre que haya dejado grandes legados. Ni literarios ni musicales ni futbolísticos. Futbolísticos sí, perdón, porque el fútbol, dijo, es una tiranía: “Te llevan a ver a River a los cuatro años, tu papá es de River y a vos no te queda más remedio que ser de River. Si lo odias, vas a querer poner distancia de esa potestad. Eso no querrá decir que apuntes hacia universos nuevos o reinventados. Simplemente vas a hacerte de Boca. Eso se llama emancipación pasional”.

–Los libros siempre fueron viejos, Rodrigo. Siempre hubo alguien que lo dijo antes. No hay personas vivas capaces de desmentir tamaña enunciación. Es mentira que los agradecidos, los hijos agradecidos de sus padres, los Guillermo Martínez, por caso, le deban a sus progenitores aquellas primeras lecturas y bibliotecas eclécticas. Es mentira –continuó El Artista– que hayan existido autores compartidos. No hay figura más mitológicamente horrible que la del padre leyendo en el sillón grande con un habano, un té, un café con leche, un whisky o cualquier cosa que acompañe la tradición del libro. Qué importa lo que leía alguien a los diez años. El arte no se hace por acumulación.

A El Artista una vez le llamó la atención Andrés Rivera y hasta quiso comprarse un libro suyo, idea que desestimaría u olvidaría por alguna razón que desconozco. En una entrevista, Rivera señaló que al escribir su obra se había pasado muchos años sin leer. “Posiblemente Rivera sea como yo y piense que escribir es vivir, ensayar, equivocarse –dijo El Artista–. El libro libre: ese es el más hermoso de los libros. Está por encima de cualquiera de esas novelas sobresaltadas por la forma.”

Con ojos mártires Fresán se levantó y dejó la oficina.

El Artista no le dijo nada. Lo dejó partir.

Foto: Flavia de la Fuente

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