Devaneo banana
Todo bien, gracias
Buen día. Buen día. ¿Todo bien?
Todo bien, gracias.
El fin de semana crucé esta calle y esta avenida y esta calle y la próxima y la siguiente avenida también. Cuatro veces las crucé. No es que quiera parecer enigmático. No las nombro porque reconozco sólo trazas, nunca calles. Mi vida se ha convertido en un itinerario. Soy absolutamente previsible. Voy de acá para allá y de allá para acá. Lo digo así aunque podría caer en el más fastidioso de los preceptos del general.
Buen día. Buen día. ¿Todo bien?
Todo bien, gracias.
Llevé a mi hijo al club. Volví. Lo pasé a buscar por la casa del amiguito. Volví. En casa está mi otro hijo. Un bebe. Lo alzo, nos sentamos, lo alzo, lo bajo, me siento. Constato que no me duele la espalda o que me duele. En una época anotaba los días de dolor, tratando de que el dolor fuera más que una costumbre sensorial.
Hago una pausa porque acaba de pasar Ricardo Mollo de la mano de su chica, los dos con ropa de gimnasia en día feriado, 11.35, 24 grados, 60 por ciento la humedad. Mollo lleva pantalones azules, soquetes blancos, zapatillas Nike. Remera negra, anteojos negros. Ella: jogging pescador color gris.
Buen día. Buen día. ¿Todo bien?
Todo bien, gracias.
Cuando es feriado hay geografías posibles y otras insólitas. Por alguna razón me chantajea la idea de que en feriado la ciudad parece hecha solamente para maratonistas. Una metáfora pedorra que se me acaba de ocurri.
La idea es buena y si no, es gratis. No le afecta a nadie que esté mejor o peor escrita. Las ideas son la primera piedra. ¿Cuántas obras quedaron inconclusas?
No hay que corregir, a lo sumo incorporar cada vez más paréntesis silenciadores. El paréntesis es un susurro dentro del texto. Conozco un escritor que escribe con tantos paréntesis en forma de comas, que en cualquier momento va a enmudecer. Hay textos y gentes a los que habría que bajarles el volumen llenándolos de paréntesis. .
Pasa una camioneta 4X4 con el calco de la familia tipo más desquiciado que se haya visto: tres hijos, perro, gato, madre, padre, otro señor de pelo blanco (quizás sea un abuelo de esos muy presentes que merecen estar en el cuadro familiar).
En la calle no hay casi nadie y puedo entretenerme con el ruido del motor. Es como un gruñido. Tal vez le falta agua. Aprendí a manejar tarde y en una academia. Conseguí el registro pagando una coima y siento que mi castigo por esa falta han sido los talleres mecánicos. El motor carraspea a lo Goyeneche.
Buen día. Buen día. ¿Todo bien?
Todo bien, gracias.
Hago una cuadra metiendo cambios y hago otra cuadra en punto muerto. Aprovecho la onda verde de los semáforos y ahorro nafta. ¿Se ahorra nafta en punto muerto? .
Punto muerto.
Buen día. Buen día. ¿Todo bien?
Todo bien, gracias.
Hay otro señor corriendo. En dos minutos más pasará delante de la puerta del Museo de Bellas Artes. Corre en cuero, es un hombre grande y pelado. Mañana martes, día laboral, el señor usará saco y corbata. Y maletín. Y seguramente tenga una oficina propia. Con secretaria. Si el cadete de la empresa se lo cruzara aquí y ahora, en mitad del parque, bajo mi circunstancia, el pelado adoptaría una actitud pudorosa que podría consistir en llevarse los brazos al pecho como cuando una mujer es descubierta con el torso al aire. Hay un tipo de pudor que se le activaría delante del cadete. El pelado corre en zapatillas, con su colesterol, su sudor, su hipertensión, su riesgo de infarto.
Lo describís así porque hay que ayudar al estereotipo. ¿Agregamos que tiene una barriga que se agita como un flan casero? Exagerar es menos estresante que contar las cosas como son. Exagerando no necesitamos ser tan precisos ni tener tanto vocabulario. Exagerar tiene buena prensa. A lo sumo, nos acusarán de apasionados. Nada mal.
No es exactamente pelado ni fríamente panzón el señor que tampoco corre como uno podría imaginar que corre un hombre que corre. Los modelos ayudan a la comprensión de las formas. Algo de todo estoy hay en la observación, pero los que abrimos los ojos y los entrecerramos para ver mejor sabemos que los sentidos se fatigan rápido y que el resto del trabajo lo termina haciendo siempre nuestra imaginación. ¿Cuánto tardamos en abrir los ojos y cuánto tardamos en elaborar un prejuicio?
Punto muerto.
Libertador al 400. Hotel Libertador. Cartel de Samsung. Cartel de prohibido estacionar. Libertador y Suipacha. Estas son mis señales de vida.
Buen día. Buen día. ¿Todo bien?
Todo bien, gracias.
La chica me mira a mí. A mí. Soy yo, yo por un rato, yo asomando por vez primera. Aprovechen a leerme. Aquí estoy solito y mi alma. A mí me mira. Esta es mi voz, así sueno un jueves a la mañana. Así escribo un jueves nublado. Me mira como me miraban las mujeres cuando yo tenía 20, 25 años y era todo el tiempo flaco y el pelo no me raleaba hacia la coronilla ni se me achataba con la almohada.
¿Me mira o mira así todo el tiempo que mira? ¿Por qué las dudas asaltan y no son un poco más educadas de avisar que están llegando? Las siguientes tres estaciones me dedicaré a tener algún diagnóstico preciso sobre esos ojos, por ahora ojos claros, ojos dos, ojos verdes, verdes o celestes. A los 20, 25, sin miopía, hubiera dicho celestes. Celestes o verdes.
En la próxima estación debería tener una evidencia. Una certeza diaria –no para avanzar, tampoco para retroceder– aplaca los ánimos; dos, te convierten en una persona absolutamente previsible. Por ahora me mira como mira a otro, al de camperita azul oscuro. O negra. Todavía no sé, creo que me falta un rato para saber si en efecto soy yo. Si me mira a mí, o si mira.
A los 20, 25 me miraban y cargar con la mirada del otro era una compañía. Hoy no se qué me pasaría con las convicción de las miradas ajenas. De hecho, no me siento mirado ni observado ni visto ni nada. Me voy a dar cuenta de esto mientras le doy a las teclas en busca de premeditación y orden hasta que –otra vez– te asalta el deseo. De escribir.
La satisfacción mata al deseo. Cuánto mejor es desear y alejarse de la escritura automática. Me complace ser un sobreviviente de la Internacional Situacionista, uno que cree firmemente en la idea de no estar. Sin deltas panorámicos ni construcciones imaginarias ni posmodernas.
Sin amigos. Sin seguidores.
¿Mira o me mira? Ultimamente nadie mira lo que se dice mirar. ¿Conformarse es una manera de resistir? Se pueden establecer relaciones prescindiendo rigurosamente de ese sentido sin sentido, o al menos un sentido contrariado y tantas veces banalizado. La vista es el sentido más generoso, más superficial. ¿La sociología, la etnografía, la espiritualidad? ¿Qué disciplina fue la primera que reparó en la ligereza de ese sentido nonsense?
Tal vez haya partido del idealismo con aquello de mirar con el alma. Puede que El Principito haya sido el primer intento de cegarnos. Si El Principito fue el primero, Borges fue el segundo. Cuando las transgresiones surgen de lo literario, los efectos son más cercanos a la sugestión.
Alentar la ceguera ha sido una de las batallas que inició la metafísica para evitar los superpoderes de la vista, el más impresionable de los sentidos.
Un capitalismo sensorial está haciendo frugales esfuerzos para mejorar la calidad de otros sentidos. Si no fuera por los denodados esfuerzos de la vitivinicultura, probablemente perderíamos el olfato. El cabernet llegó para reemplazar los fatigados aromas de las flores. Oler siempre fue un sentido anodino, binario. Que lindo olor/que olor a mierda.
La belleza viene de los ojos. Los ojos juzgan primero. La mirada establece criterios y gustos. En cambio el olor, salvo ciertos olores, es más ambiguo. ¿A qué huelen las nubes? ¿Cuántos saben dónde hay que vivir para saber a qué huele el aire cuando esta por venir una tormenta? ¿Acaso no hay que hacer cursos para aprender las fragancias?
¿Y el tacto? El tacto es la antípoda de la vista. Uno es casi el sentido común; el otro carga desde siempre con una cuota de reprensión a cuestas. Cuando nacemos, el tacto es fundamental. Pero crecemos aprendiendo que eso no se toca, que eso no se hace. El voyeurismo no tiene los límites del tacto.
¿Mira o me mira? Si me tocara sería más profundo, menos prosaico, más poético, menos estadístico. Si me escuchara, tendría la virtud de lo que se encuentra en un baúl de objetos antiguos. Si me tocara sería sensible como un trovador. Pero me mira o técnicamente, me ve. No puedo saberlo porque percibo estar dentro de su campo visual. Estoy geográficamente teledirigido por la disposición de su cuerpo y la del mío, uno enfrente del otro. Digamos que me mira porque no le queda otra que mirarme cuando mira hacia delante.
Toda vez que levanta la cabeza ahí estoy yo. No hay gente parada, el vagón se encuentra semivacío. Mirar también es un registro de distancia. Una herida. La perspectiva, en cambio, es una cualidad artística. Igual, como sea, los sentidos sirven para engañar a la razón. Siempre. Como diría Pascal, los sentidos no son más que energías engañosas.
Esto ocurre aquí y ahora en la línea D, a una estación de donde finalmente coincidiremos.
No todos.
Ella y yo.
Los dos bajamos, roce de codos voluntario de mi parte. Sin embargo noto que no me sigue como la mina que me seguía a mí, a la primera persona que muchos confunden con autobiografía –ey, sospechemos de la primera persona, por favor, muchachos, la primera persona es apenas el narrador existencialista, un género. Se escribe en primera y se piensa con voluntad universal. Nada serio ni comprometido. Una puta receta: Los escritores del Yo, fea denominación que no garantiza valentía y sigue llamando la atención porque los novelistas piensan que lo importante es el estilo. La forma. Cuando uno dice yo, se advierte una mezcla de coraje y necesidad, de excitación y miserias que nos altera. Rimbaud, creo, explicaba que cuando uno decía yo, ya es otro.
La literatura sugiere que escribiendo en primera persona uno se desnuda. Error. No sé si soy claro: la literatura, género por excelencia, entiende los mecanismos y mete la cola siempre. Ahí aparece la prótesis del YO, un engañapichanga moderado ante el avance de otras formas de entretenimiento bibliográfico.
Lo que Sarlo ve cuando lee literatura étnica es advertir una moda. Es más de lo mismo: forma, forma, forma. No gastemos psicoanálisis en esto. La ineptitud y las vanguardias a veces son familia.
Si la primera persona es un género, es frívolo pensar que la fragmentación, lo desconectado, lo independiente y mal hecho, representa una huida. Empezó siendo eso, terminó tratándose de otro atributo de: la Forma. La novedad tiene ciclos zombies: nace, crece, se reproduce, muere y revive.
Todo es cuestión de tiempo. Tiempo y forma son socios. La literatura es el fin de la literatura. El tacto, sentido provocador y corrompido, muy a menudo hace cumbre en los premios literarios donde el olor es siempre el mismo: un chivo acido, un tufo que emana siempre de las personas. Se puede escribir con ritmo, usando un la menor, un sol mayor. La música pop oscila entre los tres y cinco acordes y hay nenes de un año que pueden bailar con el cuchicheo del tren.
Baja, bajo. En realidad es al revés: bajo y baja. Lo destaco porque en el transporte público rara vez uno se comporte como un caballero. Para saber si me mira o me ve, dejo que avance.
¿Cómo? Desacelero la marcha convenientemente para que ella pase delante mío.
Si me hubiera mirado, debería hacer lo mismo doblando el cuello o esperándome. El tema es que si ella tuviera interés en mí, yo debería describir el personaje dándole otras referencias: un toque más feminista que femenino, por ejemplo, hacer que se pueda percibir una determinada emancipación en un gesto o en un ademán o en la manera de vestirse. No sabría como describir a una mujer femenina con mucha personalidad y dueña de una elegante soberanía de sus sentidos. Tendría que darle un carácter de contendiente, sin caer en arquetipos prostibularios que confundan al lector. Debería lograr que no se confunda la temperatura con la sensación térmica.
Ya no estoy en su campo visual. Tampoco detuvo su marcha y yo que la sigo, ahora a paso vivo, activando extremidades para buscar un nuevo contacto, al menos un nuevo encuentro visual, pero ella sigue y sigue como no estando dispuesta repetir la distancia del vagón. No hablemos ya de campo visual. Mucho menos de perspectiva.
La sigo, la busco, pongo mis ojos en dirección a los suyos, me ve, no le queda otra, me ve, sí, soy yo delante de sus pupilas y entonces me atrevo a decir que me mira. Me mira y tiene un gesto raro, original, que también se me hace imposible de describir en este momento. Puede ser un poco de asombro mezclado con miedo y con un yo-te-tengo-de-algún lado.
Estoy delante suyo. Fáctico. Me ve. Fáctico. Me recorre de arriba abajo. Fáctico. Se saca los auriculares, auriculares blancos y grandes y los deja caer en su cuello como si fueran una bufanda amarreta. Mejor, un cuello ortopédico.
Desde hace rato dejé de observar en la búsqueda de auxilio. ¿Observar para qué? ¿Para que haya más costumbrismo? Pensándolo mal y pronto, el costumbrismo es irritante. Creo que contemplar es la actitud correcta.
–Hola, ¿estabas oyendo o escuchando?
–¡¿Qué?!
–¿Sos melómana?
–¡¿Qué?! –y activa el paso.
–Quería saber que escuchabas o qué oías –y activo el paso.
–Tengo novio, boludo.
–Perdoname, no quiero que esto se parezca a un levante, te juro, pero viajamos juntos, nos bajamos juntos. Algo en común tenemos.
Ella no contesta.
–¿Te acordás de mí? Yo estaba enfrente tuyo hace cinco minutos y supuse que, técnicamente hablando, vos me estabas mirando.
Acelera.
Acelero.
–Me quedaron dudas de si me estabas viendo o mirando. Por eso te preguntaba si estás oyendo o escuchando.
Empieza a trotar.
Troto.
–Nada, disculpame, sólo estaba tratando de discernir.
Algo debo haber dicho para que se parara en seco. Creo que fue el verbo “discernir”. Discernir es un verbo indiscutiblemente irregular. Además, no es lo mismo discernir que distinguir o diferenciar.
–No hay nada particular que escuchar. Los uso para aislarme –suena relajada. Su voz es n pan dulce con fruta abrillantada.
–Estoy tratando de discernir. Perdoname la molestia.
¡Funciona de nuevo! Esta vez se detiene totalmente y pasa su mano por el pelo como quien se descubre la cara, como quien se presenta.
–Los ruidos me molestan –dice.
Cara de no entiendo.
–Por eso me pongo estos auriculares.
–¿A vos te molesta más la cumbia o el humo del cigarrillo? –le pregunto.
–No sé, antes yo usaba los taponcitos in ear hasta que empecé a ver a otros pibes con estos auriculares de estudio. Los primeros que vi en la calle los descubrí hace como tres años.
–¿Es una epidemia?
–Sí.
–Los modelos de auriculares blancos se ven mucho pero también hay aparatos menos neutros, más personalizados, ¿puede ser?
–Al principio me parecía ridículo. Además, siempre ando con mi visera y como tengo la cabeza medio chica no sabía si me iban a quedar bien. Pero me fijé, vi que me agarraban bien y me compré esta especie de silencio.
Me compré esta especie de silencio.
Lo anoto y me pregunta si soy periodista. Le digo que simplemente anoto frases geniales. Se ríe.
–No estaba escuchando ni oyendo nada en este momento. Los uso siempre. Tengo varios. El blanco y el negro me combinan con todo.
La miro sin decir nada, como tratando de discernir si ella pertenecerá al dominio de lo simbólico o de lo sociológico.
–Tengo cuatro auriculares en la mochila. Este, posta lo que te digo, me lo compré mirándome al espejo… Y aparte una cosa: no se les dice auriculares.
–¿No?
–Vincha se le dice, y yo las voy cambiando según el día, el ánimo y tal. También depende del tuneo del día.
–¿Y sos más de escuchar o de oir?
–Jejej.
–En serio te pregunto.
–Salgo del laburo, me los pongo, no sé, voy siempre en la mía. Si hay que escuchar algo, escucho lo que yo quiero.
La gente llama la atención de muchas formas. La atención no es innata, no es como la maña. Uno se da maña, no te la prestan. La atención se presta. Y se llama.
Quizás ser punk sea esto que hoy es ella, la chica, que no sé ni sabré el nombre. Los punks no tenían mucho que decir. Por eso tanto aspecto. Actitud mata talento, y los punks pretendían ser más vistos que oídos.
La actitud. La inteligencia emocional es el más grande oxímoron de la new age.
Hay gente que lleva ropa de colores puros o camisas con cuadrados donde también se podría jugar al ajedrez.
Hay gente que usa auriculares.
Hay escritores como Thomas Pynchon que llaman la atención escondiéndose. Salinger hacía lo mismo utilizando recursos aún más aniñados. Tal vez por ser anterior a Pynchon se escondía lejos. Un tierno. Desaparecía avisando que iba a desaparecer (¡Oia!, ¿dónde está Jerome David? Jerome David, decaído, asoma la cabeza por detrás del tronco del árbol).
Salinger se aisló. Se encerró en una casa en la loma del orto. Un artista de culto. Culto y oculto ya deberían ser sinónimos.
No quería fotos, reportajes, nada. Jugó mil años a las escondidas y al que calla otorga. Que hablen.
Se aisló como un artista que se aísla. Los artistas que se aíslan son los que más cobran derechos de autor. Se aisló con tan buenos resultados que le hicieron innumerables guardias periodísticas hasta que un paparazzi lo retrato saliendo de un supermercado. Salinger llevaba una o dos bolsas en la mano y estaba un poco torcido por la vejez.
Un misántropo real hubiera cambiado la estrategia. Tuvo décadas para hacerlo. Radicalizar el retiro podría haber sido suicidarse.
Pynchon es otra clase de farsante, uno más moderno que elige perderse por las calles de Nueva York. No photos, plis. Ni en la solapa de sus libros. ¿Vandalismo editorial? Yo me compré un libro de Pynchon para saber cómo escribía el autor que no quería sacarse fotos.
Una persona que siente que lo van a reconocer, que va por la vida imaginándose que el mundo que lo circunda es un Gran Hermano y que posee sus miedos y sus fobias, miedo de viajar en subte, fobia de salir a la calle, de ir al súper, hoy puede ser cualquier cosa menos un escritor. Una de dos: o es un imbécil o es un best seller. ¿Hay término medio?
Foto: Flavia de la Fuente
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febrero 25, 2014 a las 3:32 pm
«Oler siempre fue un sentido anodino, binario. Que lindo olor/que olor a mierda». Impecable.