por Simón Postel
XI
Mientras tanto en Uman, el comisario realizó varias visitas a los lugares en que podría hallarse Isaac.
Frazena, la fiel sirvienta, siguió callando ante todos los interrogatorios. Puñetazos y puntapiés no desataron su lengua. Dos días con sus noches estuvo acurrucada en un rincón del calabozo, con la cabeza gacha y los brazos cruzados. Cuando le alcanzan la comida, la dejaba estar sin probar. Al preguntarle los agentes por qué no comía, callaba.
Al final la dejaron ir; pero tuvieron que sacarla a empujones, pues se hacía la retardada, quedándose quieta en cuanto la soltaban. A la rastra fue llevada hasta la calle; y allí se quedó en la misma actitud de ensimismamiento, sin moverse.
Cuando algún policía, al salir a la calle, observaba que todavía estaba allí, le daba otro empujón, y vuelta a pararse a los dos metros.
Cuando anocheció, viendo que nadie la seguía, lentamente, fue alejándose del lugar. Se encaminó hacia el lado opuesto de la casa de Berta. Después de un gran rodeo, y cuando se aseguró de que no era vigilada, entró en la casa de sus patrones.
Berta la recibió emocionada. Le sirvió leche caliente, y la hizo acostar, a pesar de sus protestas, en una cama bien arropada.
Frazena no se durmió hasta que le trajeron a nena Rosita a su lado. Cuando Berta se aseguró de que sus tres niños dormían, se puso su pollerina de piel, su sombrero y salió.
No le importaba que la siguieran, pues sabía que su esposo ya estaba lejos. Llegó a la casa de sus padres.
-¿Tienen noticias? –preguntó a boca de jarro.
-Sí, y muy buenas –contestó sonriendo su madre.
Estuvo Mijail, el cochero de Golovenietz, quien nos trajo la buena nueva de que Isaac logró vencer la dificultad de la falta de pasaporte, y tomó el tren hacia la frontera. Ya debe estar allá.
Berta lanzó un gran suspiro de alivio y se dejó caer graciosamente en un sillón.
-Yo sabía –dijo orgullosamente- que su mejor documentación sería su buen par de puños!…
La madre la miró escandalizada.
-Berta –le dijo- no veo motivo de envanecerte por la fuerza bruta de tu marido.
Pero la verdad es que Berta estaba bien orgullosa de la gallardía y musculatura de Isaac.
-¡Lástima que no podré ir a reunirme con él hasta que se marche al extranjero! Pues los estúpidos policías me siguen y vigilan día y noche. Esperan que los lleve ante él -terminó sonriendo.
Se levantó de un salto al recordar que los niños estaban durmiendo, y presurosa se marchó. Antes de llegar a la puerta se volvió, y entregó a su madre un pequeño envoltorio que sacó de su busto.
-Se lo entregarás a Mijail. Son los documentos de identidad de Isaac. Deben llegar a su poder para que pueda embarcarse.- habló rápidamente y se marchó.
XII
El sol radiante de las ocho de la mañana se filtró por las rejillas de la ventanilla del tren. Algunas moscas, atraídas por los sobrantes de comida esparcidos por los viajeros de tercera clase, zumbaban en los oídos de Isaac. Semi dormido las espantaba con su enorme mano, la que parecía un pulpo queriendo cazar moscas al vuelo.
Convencido al fin de la invencibilidad del pequeño alado, se levantó. Se frotó la cintura y las caderas, pues el traqueteo del tren y las horas sentado en el banco, lo habían dejado entumecido.
Entró al lavatorio, de donde al rato salió bien peinado y la cara fresca como si hubiera dormido en una cama real.
Averiguó que llegarían al pueblo de la frontera hacia el mediodía.
Abrió su equipaje, de donde desenvolvió un paquete. Enseguida estaba comiendo una tortilla de papas que su madre le había preparado. Luego una manzana se despedazaba entre sus dientes, humedeciendo su boca con abundante y dulce jugo.
En la primera estación que pararon compró un periódico de Kieff. Abrió un diario buscando las noticias de policía. Efectivamente, apareció lo que esperaba. Todo una novela acerca de su aventura. Leyó ávidamente. A ratos se indignaba y luego sonreía. Se hablaba de todo un arsenal de guerra que la policía había descubierto. Un nido de conspiración internacional contra el zar,y otras exageraciones absurdas. Pero al final de la noticia, parece que el periodista no pudo con su pluma juguetona e irónicamente decía que el judío había encerrado a la policía, en lugar de ser él el encerrado.
Leyó las otras noticias del periódico hasta que llegó la hora del arribo. Arrojó por la ventanilla el diario, y llevando su baúl sobre el hombro, se acercó a la puerta del vagón, donde todos los pasajeros se agolpaban. Las mujeres con sus niños se atropellaban para bajar; enseguida hubo gritos e insultos entre los mismos pasajeros que hasta entonces habían sido buenos compañeros de viaje.
A una señora le faltaba uno de sus hijitos y lo llamaba desesperadamente. Por fin el gentío se fue disgregando e Isaac bajó los escalones del vagón. Rechazó a los changadores que querían acarrear su equipaje, y salió de la estación.
Pasó un coche tirado por un viejo tordillo y, sin que lo llamaran, el cochero paró.
-Lléveme a una fonda –dijo Isaac.
-¿Se prepara para cruzar la frontera? –preguntó el experto conductor. Pues era de lo más corriente que la mayoría de las personas que llegaban a ese pueblecillo lo hacían con el fin de pasar clandestinamente a Austria.
Isaac dudó en contestar, pero ya había observado el rostro y la vestimenta inconfundible de judío del cochero, por lo que entró en confianza, y dijo:
-Necesito ver al guarda de aduana que se llama… -y hacía que no recordaba el nombre.
-¡Andreiev! –gritó el cochero.
-Exacto –contestó Isaac.
Sin más trámite el caballo fue obligado por su conductor a girar en redondo y dirigiéronse a la ciudad.
En una cantina, que apestaba a tabaco ordinario, y a vino del peor, entró el buen cochero, de la cual regresó rápidamente. Sin decir una palabra tomó el baúl e hizo señas a Isaac, instándolo a seguirlo.
Al entrar vio con sorpresa que allí ya estaban algunas de las personas que habían viajado en su compañía en el mismo vagón. Se dirigieron a una mesa del fondo donde tres estaban sentados en actitud de importantes jefes de oficina. Tenían ante sí una jarra de vino, la que iban vaciando en tres vasos cascados.
Al acercarse Isaac, le dijeron directamente, pues sabían que a ellos nadie venía por otros negocios: Tres rublos.
Isaac los echó sobre la mesa, y tranquilamente fueron recogidos por el que parecía ser el jefe de la organización. Era Andreiev.
Este tenía el rostro redondo como una luna llena, la nariz chata y roja, la cual parecía que si le dieran un pinchazo, despediría vino igual a un surtidor.
-Quédate por aquí –dijo Andreiev- a las doce de la noche haremos el cruce.
Otras personas llegaron a la mesa e Isaac fue con el cochero. Pagó a este sus servicios y miró el reloj de la cantina: las cuatro de la tarde. Faltaban ocho horas. Sentándose ante una mesita pidió té y un arenque.
A las seis de la tarde solicitó del cantinero que le cuidara el baúl, pues iría a dar una vuelta por el pueblo con el fin de hacer tiempo.
XIII
Paseaba por las calles sin empedrar, a las que una lluvia persistente había convertido en un lodazal. Pasó junto a una tienda mirando hacia su interior. Hubiera deseado comprar algunos pañuelos y medias para agregar a su equipaje, más el dinero que poseía le alcanzaba solamente para unos días de hotel en Austria, por lo que se abstuvo de mejorar su ropaje.
Seguía chapoteando en el barro, haciéndose la lluvia más intensa.
-Linda noche para “robar” la frontera –pensó.
Continuó caminando bajo la lluvia, aburrido de ver siempre lo mismo, cuando vio salir cuatro hombres de una casa. Uno de ellos estaba ebrio. Los otros lo sostenían. Por momentos parecía que el borracho se desprendería para caer de bruces, lo cual producía explosiones de risa. Se cruzaron con una señora y cada uno le dijo una obscenidad mayor.
Isaac iba en sentido contrario a ellos, tratando de pasar desapercibido, pues dada su situación de fugitivo, tenía que evitar toda camorra, de lo contrario ya habría hecho que pidieran perdón a la señora ofendida.
A pesar de sus preocupaciones, el ebrio, dando un traspié, se le cayó encima, por lo que Isaac lo sostuvo para que no se golpeara. Asqueado por el desagradable aliento a vino, lo llevó en vilo hasta una pared donde lo dejó apoyado, acudiendo sus compañeros de juerga para continuar el camino. Uno de ellos gritó: Un judío!…
-¡Judío!…Judío!… -agregaron los otros mientras el borracho se sentó en el suelo, y empezó a roncar sonoramente.
Isaac sintió que una oleada de sangre le subía al rostro, pero estaba dispuesto a todo trance, evitar inconvenientes en los que pudiera intervenir la policía, por lo que siguió su camino.
Los otros interpretaron su silencio como un gesto cobarde propio de un judío, y continuaron en sus insultos. Uno de ellos, el más fornido, lo alcanzó, y tirándole de la parte trasera del sobretodo, lo hizo girar en redondo.
No sabía con quién se las tenía que ver, ni qué era lo que le esperaba, pues Isaac perdió la cabeza, y dando un paso al costado, le lanzó un terrible puñetazo en el estómago. Su atacante se estiró hacia adelante como si fuera a zambullirse en una pileta de natación, y cayó de bruces, inmóvil, en el barro. Sus dos compañeros se miraron, estupefactos; no daban crédito a sus ojos. Frenaron sus impulsos de ataque y comenzaron a gritar despavoridos:
-¡Socorro!…Socorro!…¡los judíos nos asaltan!…
Isaac echó a correr doblando al pasar la primera casa, y desapareció en la oscuridad.
Se sentó al pie de un árbol, y calculando que le faltarían unas cinco horas para reunirse con la caravana que cruzaría la frontera, dejó pasar el tiempo. Estuvo bajo la lluvia unos treinta minutos, y volvió al pueblo; tenía hambre.
Entró en un almacén donde compró pan negro y queso, y empezó a aplacar su apetito. Siguió caminando, y de pronto llamó su atención una luz demasiado brillante que se veía a unos doscientos metros delante suyo. Se acercó curiosamente: era un teatrito que funcionaba en un galpón. Un cartel anunciaba la obra que ya había comenzado: “EL SALVAJE”. La representaba una compañía de cómicos de ODESSA. Isaac pensó que allí tenía un lugar adecuado donde pasar algunas horas, por lo que se acercó a ver los precios de las localidades. Naturalmente que le dieron a su pedido, lo más económico: galería, diez kopecs. Empezó a subir una interminable escalera de madera. Llegó cerca del techo, donde apoyándose en una baranda, unos veinte hombres de pie, miraban hacia abajo, la escena.
Trató de ubicarse entre la apretada fila, y pidió en voz baja, un lugarcito en la baranda. A regañadientes le fue concedido.
Miró hacia abajo y vio sobre el tablado a un hombre vestido de explorador inglés que hacía señas a un negro africano, al que habían encerrado en una gran jaula de hierro.
En Rusia no se veían nunca negros, por lo que se mostraba a este hombre de color como un espectáculo extraordinario. El enjaulado gesticulaba salvajemente. Toda su vestimenta era una piel de tigre que permitía ver su brillante cuerpo de charol. Pero un abdomen abultado, y la grasa que formaba rodillos en su cintura, hablaban de ciertas comodidades que no son propias de la selva. Gruñía simulando fiereza. Mostraba los dientes como un mono, y se aferraba a las rejas queriéndolas romper. Este espectáculo ingenuo hacía las delicias de todos los pueblos por donde pasaba la troupe.
El explorador hablaba al negro en un idioma extraño, y mostrando que entendía sus respuestas, dijo dirigiéndose al público: Tiene hambre.
De inmediato le alcanzaron un trozo de carne cruda. Se lo tiró al africano como si este fuera un león hambriento, retirando rápidamente su mano para evitar que se la mordiera.
Ante los ojos asombrados y los murmullos de admiración del público, el negro despedazó con las manos que se afirmaron en las rodillas, el trozo de carne cruda y empezó a comérselo.
Entre grandes aplausos cayó el telón dando por terminado el primer acto. Mientras los espectadores de la platea salían a fumar, en la galería nadie se movió de su sitio. Cada cual conservaba su lugar en la baranda.
Isaac oyó un cuchicheo, y vio que algunos daban vuelta la cabeza para mirarlo.
-Un judío…un judío… –oyó murmurar.
Se hizo el desentendido.
Los muchachones, siempre pegados a la baranda, hablaban en voz baja, y riéndose, prepararon una broma al semita.
Isaac seguía mirando hacia la platea, cuando sintió que la fila se apretaba. Cayó en la cuenta: la broma consistía en hacerlo salir del preciado lugar que servía de mirador en la baranda. Sonrió para sus adentros, y con disimulo puso su cuero rígido. Su musculatura estaba tensa, y el empuje de ambos lados de la fila, se estrelló como contra una estatura de granito.
Los bromistas se miraron asombrados, desconcierto que Isaac aprovechó para seguir el juego, y distendiendo la rigidez de sus músculos, dio un sorpresivo y fuerte empellón con su hombro derecho a su vecino. Los diez hombres que le seguían rodaron por el suelo.
Recién entonces todos se dieron cuenta de la reciedumbre del hombre que les malogró la broma. Uno tuvo la buena ocurrencia de tomarlo a risa, y todos lo imitaron produciéndose una jarana general.
Pero Isaac notó que su lugar fue respetado, manteniendo sus dos vecinos una prudente distancia…
XIV
La cantina que servía de “bureau” al guarda de aduana Andreiev, estaba atestada de gente. Esperaban la hora de la partida hacia Austria. Sesenta personas entre hombres, mujeres y niños.
-Carguen los equipajes –ordenó Andreiev.
Un carro tirado por dos caballos esperaba afuera. Todos atropellaron con sus bagajes; algunos hombres levantaban las valijas sobre sus cabezas, y con las rodillas se abrían paso. Algunas mujeres, con grandes bultos de ropa que llevaban colgando del brazo como si fueran canastas, quedaron apretadas no pudiendo moverse hacia ningún lado. Paulatinamente el local se fue despejando, cesaron los gritos, y se pudo ver a toda la gente que hasta hacia un momento peleaba apurada por un lugarcito en el carro, conversar tranquilos, con las manos vacías.
Eran las once y media cuando llegó Isaac. Pidió al cantinero su baúl, el cual llevó al carro, y se puso a esperar la hora de la partida.
A las doce Andreiev contó sus clientes, se aseguró de que el dinero recaudado concordara con los tres rublos por cabeza e inició la marcha.
Siguieron todos al carro que servía de guía, y pronto estuvieron en las afueras del pueblo.
Seguía lloviendo. La caravana chapoteaba en el barro detrás del carro. De las sesenta personas, solamente una tercera parte de ellas llevaban botas de cuero. Los demás calzaban galochas sobre los botines. También Isaac iba sin botas. Averiguó que debían recorrer unos veinte kilómetros. Con los caminos pantanosos tardarían unas cinco horas en llegar a destino. Las mujeres que estaban acompañadas por sus maridos se colgaban del brazo de ellos y eran materialmente remolcadas para que no se quedasen atrás. Algunas señoras alcanzaron al grupo. Estaban muy agitadas. Isaac las miró y pensó que ellas no podrían caminar mucho tiempo en tales caminos barrosos. Se acercó Andreiev, sugiriéndole que les permitiera subir al carro. Este reaccionó violentamente:
-¿Por tres rublos los vamos a llevar en coche?
-Es que nos demora a todos, y supongo que Ud. deseará terminar esto cuanto antes –dijo nuevamente Isaac.
-¡Que caminen como todos, que no se van a derretir! -gritó Andreiev marchándose.
Las mujeres querían descansar, pero no había dónde sentarse. Se apoyaban en los hombres, y algunas, en las ruedas embarradas del carro.
A los diez minutos se oyó la orden de reanudar la marcha.
Una señora, con una criatura de meses en brazos fue quedando atrás. Isaac lo notó y se dio una palmada en la frente diciéndose: ¡Pero cómo no se me ocurrió antes! Corrió hacia ella y le quito el niño de sus brazos. Un montón de trapos lo envolvían, y como cubierta final, una frazadita, la que estaba bastante empapada por la lluvia persistente.
-Tómese de mi brazo –le dijo a la mujer. Esta lo miró dudando, pero al fin accedió vencida por el cansancio.
Isaac alcanzó a los demás, llevando a la mujer casi por el aire, mientras que el niño estaba arrullado en el nido formado por dos fornidos brazos.
Hacia una media hora que habían reanudado la marcha, cuando Andreiev ordenó silencio absoluto, pues iban a cruzar cerca de un apostadero cuyos guardias no estaban en connivencia con él. Se oyó sólo el chirriar de las ruedas del carro junto con el chapoteo de las patas de los caballos. Ni una palabra. Todos miraban para los cuatro costados para ver el lugar peligroso, pero la oscuridad total no permitía vislumbrar nada.
La travesía en la lluvia, con un barro que se hacía cada vez más pegajoso, dificultando cada paso, era lúgubre. La mudez que atacó al grupo lo hacía parecer una caravana de fantasmas.
De pronto se oyó una vocecita que hizo paralizar a todos. Era el llanto desesperado de un bebé, que en esa forma expresaba su necesidad de alimentarse. En aquel silencio temeroso, la débil voz de la criatura parecía tener una sonoridad propia de un trueno.
Buscaron con las miradas para ubicar al pequeño delator de los fugitivos. Era el bebé que Isaac llevaba en sus brazos. La madre se lo desprendió bruscamente y lo llevó a su pecho. Los grititos se fueron ahogando en agitadas degluciones hasta hacerse nuevamente silencio.
Todos suspiraron aliviados, y se continuó la marcha.
Dormido el niño, este volvió a los brazos de Isaac, mientras la madre nuevamente se colgaba del brazo de su compañero de travesía.
Al rato oyeron la voz de Andreiev que conversaba tranquilamente con alguien. Pararon todos y observaron que este hablaba con un guardia que estaba resguardando una garita.
-Descansen un momento –concedió el guía. Todos corrieron hacia el carro, el único objeto donde se podían apoyar aunque sólo fuera con un hombro.
A los diez minutos reanudaron el camino. Casó la lluvia. Con el brazo libre, Isaac buscó en los bolsillos de su tapado dos manzanas. Dio una a la madre del niño, y empezó a masticar y paladear ruidosamente la suya.
Haría una media hora que reiniciaron la marcha cuando volvió a oírse la voz de Andreiev ordenando silencio.
Todos enmudecieron, y el desfile nuevamente se entristeció. Parecía una caravana detrás de un fúnebre.
De pronto Isaac se dio cuenta de que había perdido una galocha. Pidió a media voz que parasen un momento, pues nadie podría seguir por esos caminos con los botines desnudos.
Andreiev oyó disgustado y sin parar la caravana ordenó a dos chiquilines que retrocedieran un poco para tratar de hallar la galocha perdida. Isaac tuvo que quedar parado, con el niño en brazos y la madre de este siempre apoyada en él. S daba un paso, sentía que su botín derecho quedaba aprisionado en el lodo. En cambio, las galochas se deslizaban con cierta suavidad. Los chicos volvieron triunfantes, con el hallazgo en alto. Rápidamente alcanzaron al grupo. Eran las dos de la mañana, y recién estaban a mitad de camino.
Se había reanudado la conversación de los caminantes, cuando todos quedaron paralizados de terror. Se habían oído unos disparos de fusil. Si la oscuridad no hubiera ocultado los rostros, se habrían visto unos a los otros, que todos estaban lívidos. Andreiev gritó para que continuaran caminando en silencio. Aclaró que aquellos disparos se producían a dos kilómetros de distancia, y estaban relacionados con unos contrabandistas de mercaderías. No había nada que temer.
El niño que llevaba Isaac volvió a llorar. La tensión nerviosa de todos los hizo volver la cabeza malhumorados. Isaac cubrió al bebé para evitar la sonoridad de su vocecita, pero este seguía sollozando y conseguía elevar al aire sus agudos gritos.
-¡Nos perderá a todos!…. –gritó despavorido uno de los caminantes-.
–¡Ahóguenlo!… -dijo-. Pero alguien tironeó de su brazo llevándole lejos del niño.
Nuevamente Isaac sintió que la madre le arrebataba su preciosa carga, y de inmediato el cálido pecho de la mujer tapaba la golosa boquita.
XV
Empezaba a aclarar. Las cuatro y media de la mañana. Caminaban lentamente, estaban exangües, cuando Andreiev lanzó un grito victorioso:
-¡AUSTRIA!…. ¡Llegamos!…..
Se miraron todos sonriendo; no lo querían creer. Les parecía que la caminata en el barro sería eterna. Algunos se abrazaron.
La mujer que iba del brazo de Isaac, se desmayaba; su debilidad era tal que pronto caería, por lo que su protector le puso por un instante al niño en sus brazos, y tomando a madre e hijo, los alzó llevando a ambos triunfalmente. Gritos hasta entonces contenidos alegraron el ambiente. Si no hubieran estado tan cansados, probablemente habrían bailado para festejar su llegada a la libertad.
Pronto entraron en una aldehuela. Una humilde hostería los esperaba con las puertas abiertas, a pesar de que eran las cinco de la mañana.
El dueño, su esposa y una hija, ya tenían preparado el samovar con el té caliente para esa clase de parroquianos, los que tres veces a la semana los traía a Andreiev. Las mesas fueron todas ocupadas. El carrero bajó los baúles y los bultos, los que amontonó en un rincón para que cada cual se llevara el suyo. Nadie conversaba. Se oían fuertes sorbidos producidos por la satisfacción de beber el té caliente. Enseguida les sirvieron pan negro, arenques, queso, etc. En la mesita que ocupaba Isaac con la señora y el niño, devoraron el reconfortante menú. Ella fue hacia el rincón de los equipajes y retiró un gran bulto. Lo abrió y de allí sacó unos bizcochos. Los llevó con aire triunfal a la mesita y dijo: “Los hice yo. Contienen miel, nueces y semillas de amapola. Quiero agradecerle en algo su gran gentileza para con nosotros. Verdaderamente no hubiera terminado la travesía si no fuera por su ayuda. En mi vida lo olvidaré.”
Isaac comió sin conversar, ávidamente. De los bizcochos no quedaron ni las migas. La señora al ver la fruición con que comía su repostería, quiso sacar más del bulto, pero él no se lo permitió. Pidió un vaso de vodka, que paladeó lentamente, pudiéndose leer en su rostro una doble alegría; su apetito satisfecho, y el cruce de la frontera, realizado sin inconvenientes.
XVI
Un coche cruzaba las calles de la aldehuela. En él iba sentado Isaac, llevando consigo su equipaje. El cochero hizo detener el carruaje frente a un tallercito y bajó de un salto.
-Espéreme –dijo- yo hablaré con Iván.
Contestando a los golpes, acudió a la puerta un hombrecito delgado, de movimientos nerviosos.
-Escucha, Iván –comenzó el cochero y empujó hacia adentro al dueño del taller.
-Te traigo un hombre que necesita trabajo. Dice que es un buen mecánico… –y sonriendo, le hizo una guiñada, y agregó: es un espléndido muchacho, y ¿quién te dice que con tu hija?….
Iván miró hacia afuera, y al ver al recio Isaac, contestó al guiño del cochero con una amplia sonrisa de aprobación.
-¿Le hablaste de Sonia? –preguntó.
-Bueno, no le hablé pensando que quizás no lo necesitaras para el trabajo –se disculpó el cochero.
Iván hizo señas a Isaac de que se acercara, y mientras el cochero le bajó el baúl, lo interrogó:
-¿Sabes trabajar de mecánico?
-Todo el oficio no tiene secretos para mí –contestó vanidosamente Isaac.
Fue llevado a un altillo que sería su futura vivienda.
-Trabajaré poco tiempo –aclaró- hasta que tome el vapor que me llevará a América. Dentro de unos días me llegarán los documentos que mi esposa me remitió. Solamente necesito ganar unos pesos para completar el importe del pasaje.
A Iván se le oscureció el rostro al saber perdido para yerno a tan apuesto muchacho, pero de inmediato disimuló su contrariedad, y lo llevó a la cocina para almorzar con su familia. Lo presentó con breves palabras: Este hombre trabajará un tiempo conmigo hasta que se embarque para América, desde donde llamará a su esposa e hijos.
Con esta concisa explicación, ya había aclarado ante su esposa e hija, que no era “candidato”. Pues era lo más corriente en aquella época, que el oficial más capaz se casara con la hija del patrón y continuara con la dirección del taller.
La madre suspiró; también lo hizo la hija, pero el suspiro de esta fue de alivio, pues no deseaba complicaciones que le perturbaran el secreto idilio que mantenía con el jefe del Registro Civil.
A los diez días de trabajar, recibió una gran sorpresa.
-Alguien pregunta por Ud. –le anunció Iván.
Isaac se sobresaltó. ¿Quién podría ser? ¿La policía? “No, aquí estaba en AUSTRIA, no había nada que temer”.
Salió del taller, frotándose las manos sucias en el delantal de trabajo.
Al asomar la cabeza, y ver quien lo esperaba, lanzó un grito jubiloso.
-Mijail!… ¿Tu aquí? –Y corrió hacia él dándole un abrazo capaz de triturar a un oso.
Isaac enmudeció de emoción, pues en ese hombre veía a sus padres, su esposa e hijos. Una ola de tristeza invadió su pecho al recordar a todos los suyos.
-Traigo tus documentos –dijo Mijail-. Fui enviado por tu padre a la casa de Berta, tu esposa, quien me entregó estos papeles para ti. También te envía ocho rublos. Ha vendido su pollerina de piel y su querida carpeta de terciopelo. A Isaac se le llenaron los ojos de lágrimas.
-¡Berta querida!… –murmuró, ahogando un sollozo.
-Acabo de cruzar la frontera –continuó Mijail-. En la hostería me señalaron al cochero que te llevó, y así me fue fácil ubicarte.
-Espera un momento –le interrumpió Isaac. Entró al taller y pidió permiso a su patrón para salir un momento a conversar con un paisano que le traía noticias de su familia. Al rato estaban conversando ante dos vasos de vodka.
XVII
Pasaron otros cinco días, durante los cuales Isaac continuó trabajando en el tallercito de Iván. Llegó el ansiado día de pago, y con el dinero justo para el importe del pasaje, despidiose afectuosamente de su transitorio patrón, y se marchó hacia TRIESTE, donde tomaría el vapor.
A los tres días estaba a bordo del “CAP VULCANO” encamarado en lo más alto de una de las chimeneas.
Un oficial le gritó que se bajara, pero Isaac no lo escuchó. Con una mano se sostenía, con la otra saludaba agitando el sombrero.
¿A quién saludaba? No tenía amigos que lo fueran a despedir.
Saludaba simbólicamente y sus padres y hermanos, a quienes estaba tristemente seguro, no volvería a ver en su vida. Pero una amplia sonrisa iluminó su rostro al recordar a Berta y los niños.
Bajó hacia el piso de la cubierta, y sin escuchar los insultos del oficial, quien ya había llamado a dos marineros para que lo bajasen por la fuerza, dijo hablando ensimismado.
-Mis padres son el pasado, mis hijos son el porvenir. De ellos es el mundo.
Y miró hacia la costa, donde la gente saludaba llorando y riendo, a los que como él iban hacia las promisorias tierras de Sudamérica.
F I N
enero 15, 2014 a las 10:10 am
Esperaba ansiosa el final.
Una hermosa historia.
Gracias.