Un cuento de mi abuelo (segunda parte)

por Simón Postel

Segunda parte

En Kieff, el jefe de policía de la ciudad mandó llamar a Janichoff, uno de sus auxiliares más capaces para encomendarle una misión.

Llega éste y se cuadra ante su jefe. Es diminuto. Un enorme bigote para una cara tan pequeña, lo hacen parecer ridículo, pero observándolo mejor se nota en la energía de sus rasgos y en el brillo maligno de sus ojos, una ferocidad propia de los policías del Zar.

Simónfumando.13

–Le tengo que enviar a Uman. Deberá hacer el registro y las detenciones que correspondan en este domicilio –dice señalando unos papeles–. Es la casa de un judío que prepara las armas para los cochinos socialistas. Obre con toda energía. Para ello llévese las personas que crea más convenientes. Con seis agentes creo que será suficiente. Le entrega la orden de allanamiento y detención, y Janichoff saluda marchándose. El jefe se queda pensando en la capacidad de este hombre así como de todos sus ayudantes.

–Son nulos –piensa-. No tienen la más elemental inteligencia; los socialistas siempre se burlan de ellos, y la culpa la tiene el Ministro del interior, que no nos da los medios como para tener gente capaz. Tendríamos que tener mejores escuelas de policía para adiestrar a nuestros hombres en una lucha eficaz para reprimir las organizaciones clandestinas. Todo se improvisa. Los sueldos son bajísimos como para que interese ingresar a la policía a los jóvenes de cierta educación. La mayoría de la tropa es analfabeta. Y estúpidos. ¡Terriblemente estúpidos!……. En cuanto a ese caudillito judío, del que están tan orgullosos en Uman, ya lo enviaré a Siberia para que se le enfríe su guapeza.

Mira por la ventana y ve a Janichoff que a la cabeza de seis gendarmes parte para cumplir la misión encomendada.

Serían las 9 de la mañana, cuando Isaac en la cocina, observa un revólver. Hace girar el tambor vacío y acciona el gatillo. Frunce la cara al escuchar en el juego del gatillo y tambor el defecto casi imperceptible. A un lado de la mesa tiene una bala que a cada rato coloca en una de las cavidades del tambor y los aldabonazos en la puerta de calle.

–No es un llamado enemigo –piensa–, y por las dudas guarda el arma.

Nuevos golpes brutales en la puerta y oye gritar a Frazena

–¡Patrón!.. ¡Patrón!..

Cuando se acerca ve entrar a un oficial de policía, con cuatro gendarmes. Empujan a la sirvienta y se adelantan con gestos prepotentes. Dos policías quedaron en la puerta de calle. Todos menos el oficial llevan carabinas. Isaac se ve perdido. Así como es valiente, también es miedoso como un chiquillo. Pero las circunstancias le hacen vencer el miedo, pues no hay otra alternativa que afrontar la situación, y sacando coraje de flaquezas, pregunta tranquilamente:

–Qué desean?

–Ere tú Isaac Postel? –pregunta el oficial Janichoff.

–Sí, señor policía.

–Tengo orden de arrestarle previo registro de tu casa. Sé que tienes armas y municiones que entregas a los socialistas.

Isaac no sabe qué hacer, pues las armas de los defensores del “progrom” y algunas otras están casi al alcance de su mano, y debajo de la cama, tiene el cajoncito con las balas. Debe ganar tiempo. Verá cómo sale del paso. El oficial ordena a los dos agentes que revisen la pieza inmediata al lugar en que se encuentran. Entran. Berta está en cama. Una fuerte gripe la tiene postrada desde hace unos días. Los otros dos agentes son enviados a la sala para iniciar allá el registro. Los dos niños, Ioseff y Zanvel miran a todos azorados sin comprender. La nena Rosita duerme en la pieza de la sirvienta.

El oficial dice a Isaac que traiga todas las armas y municiones que tenga. Este calla. En eso aparecen los dos gendarmes que revisaban la sala, portando un montón de revólveres que habían echado sobre el mantel de terciopelo. El rostro de Janichoff se encendió.

–Judío asqueroso! –gritó y levantando la mano aplicó una feroz cachetada en el rostro de Isaac.

Berta lanzó un grito. Una oleada de sangre coloreó la cara de su marido, que creyó explotar de ira. Miró al pequeño Janichoff, y un deseo incontenible lo impulsaba a tomar al policía de una pierna y tirarlo contra el techo hasta hacerlo pedazos.

Pero dos agentes le apuntan con las carabinas. Los chicos presentes…Berta…. “No, esperemos” se dice “Esto todavía no terminó”.

Frazena está desesperada. Quiere hacer algo para su patrón, salvar a Isaac. Y a la pobre mujer sólo se le ocurre, al que ver nadie la miraba, sacar el cajoncito de balas de debajo de la cama y escapar. Un puntapié en el estómago la hace rodar por el suelo y todas las municiones se esparcen por el dormitorio.

El más pequeño de los niños, Zanvel, al ver las balas va a la cocina, trepa a una silla y recoge la bala que el padre olvidó al oír los golpes en la puerta. Ingenuamente se la lleva al oficial, diciendo en su media lengua: aquí hay más.

–Bien –dice Janichoff a Isaac– ve con los gendarmes al taller del fondo y entrégales el resto del arsenal.

Isaac ya tiene un plan preparado. Para pasar de la cocina al galpón deberán cruzar un fondo con piso de tierra ahora cubierto de nieve. Esa será su única oportunidad. Para salir se pone el saco tres cuartos y el gorro. Al pasar el umbral se calza las galochas.

Delante de los gendarmes que le apuntan con las carabinas va a hacia el galpón.

Cruzan así el fondo, donde a unos veinte metros se ve una puerta cerrada con candado. Es la entrada del taller.

–Abre –le dicen.

Isaac saca la llave para obedecer, mientras mira con disimulo la pared que separa su casa de la calle. Tres metros de altura.

Se dice: Ahora….o Siberia.

Confía en sus fuerzas para atacar a los policías, pero los mismos estúpidos le dan la mejor oportunidad.

Al abrir la puerta le dicen: Nosotros entraremos delante –temían que él se encerrara adentro.

A Isaac le brillan los ojos, y su cuerpo está tenso, como una pantera agazapada a saltar sobre su víctima.

Al disponerse ellos a entrar, les da un empujón con ambas mano que los hace rodar hacia adentro. Velozmente vuelve a cerrar la puerta con el candado y corre hacia la pared cuya altura había calculado. Pega un salto que no es propio de un ser humano. Sus dedos tocaron el borde del muro divisorio, pero no alcanzó a prenderse de él. Está desesperado como un tigre enjaulado, pues oye a los dos gendarmes que tratan de voltear la puerta del galpón. Se quita las galochas y las guarda en los bolsillos del sacón. Toma impulso y salta. La elasticidad de su recia musculatura le permite realizar la proeza. Lástima no poder fotografiar ese cuerpo maravilloso en espléndida demostración de vigor y agilidad. Sus manos ya están aferradas al borde del muro. Asegura sus brazos, y con un movimiento gimnástico echa todo su cuerpo sobre la medianera. Otro salto hacia abajo, y lo recibe la blanda nieve. Se calza rápidamente las galochas y corre locamente.

Al rato llama a la casa de Petroff. Cuando este abre, lo empuja bruscamente hacia el interior y le cuenta brevemente lo ocurrido.

En pocos momentos un coche sale con ambos hacia Golovenietz, el pueblo vecino donde vive el honorable padre de Isaac.

Berta, en cama, está angustiada. Desea levantarse pero sus fuerzas no se lo permiten. El oficial Janichoff insulta frenéticamente a Frazena.

–Vil encubridora de judíos!

Esta está en el suelo retorciéndose todavía del feroz puntapié en el estómago. Janichoff la golpea son los tacones de sus botas.

De pronto queda estupefacto. Aparecen los dos gendarmes que llevaron a Isaac para traer las armas del galpón, y tartamudeando preguntan: ¿No está aquí?

–¿Qué? –pregunta a su vez Janichoff, que se enciende de ira al ir adivinando lo ocurrido.

–Nos encerró adentro y no sabemos dónde está –dice uno de los agentes–. No terminó de hablar cuando ya tenía el rostro cruzado de un fustazo. El otro recibe un puñetazo. Los tres callan. No salen de su asombro al convencerse de que se les escapó el pájaro de entre los dedos de la mano. El oficial corre hacia la puerta de calle y ordena confusamente, pues la ira no le permite hablar, que dos gendarmes de una batida por los alrededores.

Vuelve al dormitorio.

–Dinos dónde puede haber ido a esconderse tu maldito marido, –le dice a Berta–. Naturalmente, esta dice no saberlo.

Janichoff comprende que con ella pierde el tiempo, y volviéndose a Frazena, que continúa en el piso, la levanta y le dice:

–Condúcenos a la casa de los parientes de estos judíos.

Frazena no contesta. Se tira al suelo. El policía vuelve a aplicarle los tacones en las costillas, mientras la injuria con gritos cada vez más soeces.

–Llévenla –dice a los gendarmes, y ajustándose el cinturón se apresta para salir, pero se vuelve para decir a Berta: –Cuando tu marido esté en Siberia te lo comunicaremos. Sonríe sardónicamente.

Se llevan a la sirvienta, quien camina tropezando. La empujan brutalmente desde los caballos hasta que llegan a la comisaría del pueblo.

Entra Janichoff con los dos gendarmes que conducen a Frazena, a la sala del oficial principal, Sergei, mientras los otros se quedan en la cuadra.

Sergei se cuadra ante el policía visitante y en breves palabras este relata el inconveniente ocurrido en su misión.

–Y esta encubridora de socialistas judíos no quiera dar los domicilios de los familiares y amigos donde puede haberse escondido ese forajido –termina Janichoff.

–Pásenla al calabozo –ordena Sergei-. Ya se le refrescará la memoria con el frío y la soledad del encierro.

Los dos gendarmes la entregan a un sargento, quien lleva colgando de un cinturón un manojo enorme de llaves.

Cuando se queda solos Janichoff y Sergei, el primero dice: Ud. tendrá a bien de darme los domicilios que necesito.

–Yo mismo le acompañaré a las casas de sus parientes y compañeros de fechorías –responde Sergei, y levantándose toma su capote, se encasqueta el gorro de Astrakán y avisa a su auxiliar que sale a colaborar en una misión encomendada por el jefe de policía de Kieff.

Los dos oficiales van en un coche y detrás los siguen los seis gendarmes. Van directamente a la casa de los padres de Berta. Golpean la puerta como para derribarla. Al rato aparece una sirvienta, y luego el viejo gerente de las casa de tabacos. Es Rive Schall, padre de Berta. Un hombre de unos sesenta años, de barba rubia y ojos grises. No se parece a su hija. Se asusta y pregunta:

–Qué pasa?

–Dinos dónde está tu yerno! –grita Janichoff, y empujando al anciano, entra al zaguán seguido de su comitiva. Los agentes se meten por todas las habitaciones mientras los oficiales interrogan a Schall. Rápidamente los policías se dan cuenta de que allí no ha ido, y como o hay tiempo que perder, se marchan para continuar la búsqueda. Van a la casa de una hermana de Berta, luego de Abramovich, y por último a lo del herrero Petroff. Pero es demasiado tarde. Hace dos horas que se han ido. La señora de Petroff dice que su marido se marchó a Kieff por unos días para ver a un hermano gravemente enfermo.

Después de otras visitas, vuelven vencidos a la comisaría. El auxiliar les sirve té, y sentados Janichoff y Sergei, permanecen mudos.

–Maldito y asqueroso judío! –grita de repente Janichoff–. Tendré que volver fracasado ante mi jefe. No quiero ni pensar en mi humillación por las injurias que recibiré.

Sorbe el té y se va calmando.

–A la madrugada marcho con mi gente para Kieff –agrega-. Ud. me hará el bien de seguir investigando. No puede estar tan lejos.

–Seguramente querrá despedirse de su señora –dice Sergei–. Vigilaremos su casa día y noche hasta que caiga el pájaro en la trampa.

X

Vemos a Isaac instalado en la casa de su padre. Este no se cansa de decirle:

–¡Tenía que ser el final de tus andanzas! …. ¡Socialista!… ¡Ateo! … Pero ¡cómo puede haberme salido un hijo tan desnaturalizado? –Mientras habla se pasea nerviosamente. Es bajito, rechoncho. Nadie diría que es el padre de ese hombrón. Su barba roja se mueve rápidamente al hablar.

Aparece la madre de Isaac. Es alta y delgada. Cabellos castaño. Los labios finos. Enseguida se nota el parecido con su hijo.

–A las tres de la mañana pasa el tren que va hacia la frontera –dice–. Ya tengo preparado tu pequeño equipaje. –La madre le había conseguido algunas ropas como para un viaje largo, pues ella sabía perfectamente que debía escapar al extranjero o caer preso y ser enviado a Siberia.

Isaac piensa con tristeza que deberá marcharse dentro de unas horas sin despedirse de su Berta y de los niños.

No los verá por mucho tiempo, pues su plan es llegar a Austria y de allí arreglárselas para viajar hasta América. Allí está la libertad, no hay “progroms”, no hay Zar, o estará Janichoff buscándolo, y además, según las noticias que llegan, se gana fácilmente el dinero. En poco tiempo tendrá lo suficiente para tener consigo a su esposa y los chicos.

Ya van a cenar, y la madre no puede evitar un constante lagrimeo. Su padre se ha calmado. Ante el hecho irremediable sólo le queda el deseo de que su hijo se salve. Y nuevamente se convierte en el honorable Postel, consejero reposado, nunca presuroso en sus opiniones, y siempre dispuesto a reconocer errores.

–No olvidarás a tu esposa e hijos –dice–. Sos joven, y un mundo lleno de hermosas tentaciones se abrirá ante ti. Ten presente tu responsabilidad para con Berta y tus hijos. La meta principal hacia donde deben mirar tus anhelos es reunir el dinero para enviar por ellos.

Llega Mijail el cochero, y se lleva el baúl con el que viajará Isaac. Para no llamar la atención, sacará el boleto del tren, dejará el equipaje en depósito para que lo carguen los guardas, y luego esperará a que llegue el fugitivo para entregarle su pasaje.

Al despedirse de su madre, Isaac ha llorado como un niño. Sabe que no la verá más, pues de América no se vuelve fácilmente.

Va junto a su padre camino a la estación. Las calles estás desiertas. Entran al hall donde hoy hay ningún pasajero. En ese pueblo es un acontecimiento cuando alguien se marcha. Miran el gran reloj. Faltan tres minutos para que llegue el tren. Tiene todo planeado meticulosamente. No puede evitar su nerviosidad. Mira hacia el fondo. Ve a un policía que obstruye el paso del corredor por donde deberá subir al vagón. Allí tendrá que mostrar sus documentos. Naturalmente que no los mostrará, pues no los tiene. En su huida ha dejado todo en casa. Sólo tiene un recibo de alquiler, el que tampoco es suyo, sino de su cuñado Guelman. Pasa Mijail y le entrega el boleto. Se debe despedir del padre. Este se mantiene aparentemente tranquilo. Le da el último consejo.

–Hijo mío, de todos los vicios, te recomiendo especialmente que te cuides del más pernicioso. ¡No jueges!… A todos los caminos del mal lleva esa maldición de los naipes; el desapego al trabajo, al robo, a las riñas, y hasta el crimen. Prométeme que cumplirás este último y único consejo de tu padre. Te digo único porque nunca me has escuchado.

Isaac se ha emocionado. Silenciosamente abraza a su padre y lo besa en señal de asentimiento.

–Vete –le dice, y su progenitor se marcha.

Entra el tren en la estación. Isaac calcula los segundos con atención, dentro de dos minutos partirá. Se pasea para hacer tiempo. Falta un minuto. Va hacia el corredor y se quita el abrigo. Debajo lleva el saco tres cuartos. En el baúl está bien dobladito su buen abrigo de piel. Mira para todos lados. No hay nadie. Ya entra en el corredor, de donde no se ve el tren que ya está por salir, pero tampoco lo verán a él los guardas. Llega hasta el policía que extiende un brazo esperando recibir la documentación. Isaac lleva en una mano el sobretodo y en la otra un papel. Con un rápido movimiento tira sobre el policía su tapado envolviéndolo, y antes de que este salga de su sorpresa, le aplica dos puñetazos en el estómago que le hacen lanzar un grito que se ahoga en la envoltura, y cae desvanecido. Isaac trata de dominar su emoción y camina en apariencia apaciblemente hacia el tren. Al salir del corredor el guarda, que hace señas al maquinista para reanudar la marcha, lo ve acercarse y le grita que corra. Gustosamente obedece, y de un salto está sobre el estribo. Al rato entrega su boleto y se encamina hacia el último vagón.

Quiere ver a su pueblo por última vez.

Oscuridad completa. Solamente salpicada por algunas lámparas a gas, de la estación. Se imagina a sus padres llorando, y como él también es un sentimental, llora con abundantes lágrimas, dando rienda suelta a su emoción, contenida hasta entonces.

Se vuelve a su asiento en el coche de tercera y suspira:

–Libre!… Libre!…..

Si bien es cierto que mañana recién llegará a la frontera de Austria, no tiene ninguna preocupación, pues lleva la dirección particular del guarda aduanero que se ocupa de hacerla cruzar a caravanas de personas, por tres rublos por cabeza. Se duerme tranquilamente……

(Continuará…)

Una respuesta to “Un cuento de mi abuelo (segunda parte)”

  1. Ana Says:

    Estoy fascinada.

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