Un cuento de mi abuelo (primera parte)

por Simón Postel

Mi abuelo murió en 1972, cuando yo tenía 12 años. Simón Postel, así se llamaba, nació en Rusia y vino de chiquito a la Argentina. Yo me crié con él, vivíamos todos juntos con mis viejos y mis abuelos. Cuando se murió, o años más tarde, mi mamá me dio una carpeta con todos los cuentos de mi abuelo, pero jamás me animé a leerlos. Pasaron los años, muchos, y Vera, mi sobrina, los leyó. Casi se muere de la emoción. Tanto le gustó, que lo transcribió íntegro, porque temía que la fotocopiadora dañara el papel de seda en el que estaba escrito. Luego lo leyó Sandra, mi hermana, y me dijo que parecía un cuento de Tolstoi. Un mes más tarde lo leyó Liso y se quedó también muy conmovido por la historia del bisabuelo Isaac, el héroe del cuento de mi abuelo Simón. Así que ya sintiéndome demasiado pusilánime me puse a leerlo. Estar en contacto directo con mi abuelo me hizo llorar mucho. Pero más allá de eso, me encantó ver los detalles de la vida cotidiana en la Rusia de fines del siglo XIX. Isaac, según lo pinta mi abuelo a su padre, era un héroe que logró escapar de la Rusia zarista sin nunca claudicar. Como dice Liso: “Por momentos parece el guión de una película”. Espero que lo disfruten como lo hicimos nosotros. Es una gran historia de familia y migración. Hoy va la primera parte. Flavia de la Fuente

Bodasdeoro

Hoy, a los cuarenta y siete años de edad, cuando mis padres están preparando los festejos de sus bodas de oro, dejo redactadas estas sencillas páginas, escritas sin ninguna pretensión literaria, pero con el más profundo sentimiento de amor hacia ellos.

Este relato sobre mi padre (relato verídico) lo he oído cientos de veces de mi madre, y si he sido algo exagerado, debe disculpárseme, pues la gran admiración que siento por él me hace verlo con los ojos inundados de emoción, y a través de un lente de cariño que agranda sus cualidades.

Vaya hacia ellos mi más grande y a la vez humilde homenaje.

24-12-52


Primera parte

I

Estamos en el año 1907 en un pueblito de Rusia, Uman.

En el centro de la plaza, como si se hubiera preparado un espectáculo público, vemos un círculo formado por unos cien hombres que gritan, ríen y aplauden. Esta rueda se agranda y cambia de forma para dejar campo libre al escenario de una lucha improvisada.

Es Isaac Postel, el mecánico, que vuelve a hacer alarde de su fuerza, luchando amistosamente contra tres hombres.

Está arrodillado, tratando de poner de espaldas al más fuerte de sus rivales, mientras los otros dos tiran de sus hombros y brazos para liberar al caído. No pueden. Es como si quisieran desprender los rieles de un ferrocarril. Tal es la fuerza de Isaac Postel.

Con un brazo toma al que está a su derecha, echándolo cruzado sobre el que está tendido, y mientras lo sostiene con la izquierda, quiere tomar al tercero para terminar su faena de apilador.

Pero el círculo de espectadores se abre y aparece Berta. Esta empuja con energía a diestra y siniestra y se acerca a su esposo, quien al verla se levanta de un salto quedando el espectáculo en suspenso. Se oye un clamoreo de carcajadas al ver al hércules, cohibido y sumiso siguiendo a la hermosa Berta a casita.

–Semejante gandul!….jugando como los chicos. Padre de tres hijos. Pero cuando tendrás la seriedad de tus treinta y cinco años?– Isaac marcha callado. Sin darse cuenta camina erguido como si quisiera lucir su estampa varonil, recia; el pecho saliente, dos brazos que parecen dos troncos de árbol terminado en dos manazas capaces de triturar piedras. Es rubio, de abundante cabello ensortijado. Los labios finos sonríen infantilmente y dejan ver una dentadura completa; más bien parecen los dientes pequeños de una mujer.

Los bigotes enrulados y endurecidos con resina, que era el único fijador conocido.

II

Berta, su esposa, de veintisiete años, ya le dio tres hijos. Dos varones, y una mujercita que recién tiene dos meses de edad. Es una hermosa señora, esbelta, de tez blanca, cabello castaño. Amplio busto.

Cuando muchacha, era codiciada por todos los jóvenes del pueblo. Isaac fue muy envidiado cuando consiguió conquistarla.

Cruzaron la plaza y entraron a su casa de frente de ladrillos, donde un cartel de letras irregulares decía: MECANICO.

Del zaguán, una puerta daba a la sala, donde un juego de comedor sencillo pero arregladito indicaba la posición de una familia de obrero especializado. Sobre la mesa lucía una carpeta de felpa con dibujos de flores. En el aparador de roble, se veían a través de unos amplios cristales los juegos de copas y platos “para las visitas”. Adornos de loza sobre los muebles, todos sobre carpetitas tejidas a mano. Doce sillas de Viena con esterilla, rodeaban la mesa.

Berta sacó del aparador algunos utensillos, y pasando por el patio donde dos puertas abiertas muestran los dormitorios, llegaron a la enorme cocina. Más al fondo estaba el galpón donde funcionaba el taller.

Isaac se sienta en la cocina y despliega el diario, pero mirando de reojo hacia el fogón donde hierven dos grandes cacerolas, las que despiden apetitosos olores del clásico “borscht” y pescado relleno.

Llegan los chicos, Ioseff el mayor, pelirrojo de largos rulos que le llegan a los hombros. Zanvel, el segundo de dos años, cabellos castaño y con los rulos todavía hasta las orejas. La pequeña Rosita está en brazos de la fiel sirvienta Frazena.

Sirve Berta el rojo y humeante “borscht” que Isaac sorbe ruidosamente. Come con desesperación.

–Parece venir de “hambre-india”– dice Berta.

Él no se fija si los demás también comen. El pan desaparece crujiendo entre sus fuertes mandíbulas. Rocía todo con un vasito de vodka cada cinco minutos.

–Si tu padre se entera-dice Berta– de tus chiquilinadas con esos holgazanes, muy orgulloso estaría de su hijo.

Isaac piensa en su padre que vive en el vecino pueblo de Golovenietz, y no puede evitar un sentimiento de vergüenza. Es el procurador del lugar, muy respetado, a quien los vecinos le preguntan por las noticias de los diarios, pues es uno de los pocos que saben leer. Es el consejero general, redactor de todos los escritos para cualquier trámite ante las oficinas del Zar. Recuerda que hace dos años apareció de sorpresa en su casa, y como él llegara tarde de una parranda con sus amigotes, lo recibió con dos sonoras bofetadas. Sigue recordando la tristeza de su padre al no querer seguir ninguna clase de estudios.

–Mi único varón, después de siete hijas, y quiere ser un obrero!– gritaba horrorizado.

A los catorce años escapó de la casa para marcharse a Odessa. Sonríe, pues le parece ver la cara del cochero de la diligencia cuando le dijo que debía llevarlo con urgencia a esa ciudad, pues su padre lo enviaba con una misión especial, y que de vuelta, pasar por su casa a cobrar el viaje.

De esta manera su padre se enteraría de su resolución, que él era incapaz de declarar.

Luego Odessa. El taller donde recibió su aprendizaje. Un rublo al mes, casa y comida. Por casa, un rincón de la cocina con unos trapos para recostarse. La comida, bueno, la comida era la de toda la familia.

Después a los dieciocho años, ya entró en un verdadero taller donde trabajaban otros ocho obreros. Un rublo y medio por semana.

La pensión, los primeros paseos con su pantalón nuevo y blusa comprados con su propio dinero. Y sus botines, adquiridos también con ese dinero, pero en una tienda de viejo.

Salía del trabajo a las siete de la tarde, y después de cenar, rápidamente a la escuela de Artes y Oficios. Allí aprendió a entender los planos que los ingenieros entregaban a los capataces, para realizar los trabajos. Se especializó en técnica de precisión.

A los veinte años era capaz de hacer a mano todas las piezas de un revólver. Su intuición le permitía dar el temple necesario, en la simple fragua, a cualquier repuesto por el confeccionado, consiguiendo la dureza necesaria que en los talleres de Moscú obtenían con los graduadores automáticos. Y llegó la época del servicio militar.

Volvió a su pueblo. Regalos para su madre y sus siete hermanas.

Su padre, el hombre que había logrado la excepción militar para mitad de los muchachos del pueblo, hizo lo indecible para conseguir que su hijo no fuera a los cuarteles por cinco años. Pero a semejante hombrón era difícil hacerlo pasar por inútil. Y después de todas las tentativas lució el uniforme de los húsares.

Era un hermoso soldado. El penacho de su kepís lo hacía aparecer un gigante. Recordaba su regio caballo “Favourite”. Los primeros tiempos limpiando, siempre limpiando caballos de los oficiales, hasta que descubrieron su habilidad para la mecánica. Desde entonces era un conscripto envidiado por sus compañeros, pues los oficiales le daban los trabajos de su casa particulares, por lo que recibía siempre algún rublo de regalo. Pero lo más importante era que estaba libre de las duras tareas del soldado raso.

Aunque los cinco años, los mejores de su vida, se le hacían interminables por sus enormes deseos de libertad, llegó a acostumbrarse, y pasó en forma llevadera la segunda mitad de ellos.

Luego la vuelta la vida civil, y la lucha de su padre por hacerlo comerciante. Hizo a mano todas las herramientas de trabajo. Con engranajes distintos armó una máquina de agujerear. Maderas viejas se convirtieron en bancos de trabajo y estanterías. Arreglaba armas. Su nombre era conocido en todos los pueblos de los alrededores. Su conocimiento con los socialistas……. Fácil le resultó convertirse a su causa, pues sin saberlo había sido siempre socialista. Amaba al trabajo y los trabajadores. Lo movían a risa las viejas tradiciones religiosas, y lo llenaban de odio los Condes, que rodeados de gran pompa llegaban a veces al pueblo.

En encuentro con Berta……Cuando le fue presentada por su padre, quedó inmediatamente prendado de ella.

–Qué te sonríes y hablas solo?– le interrumpe Berta– Te ha traído Frazena la sandía para que la cortes, y todos te estamos esperando.

Isaac toma la gigantesca sandía, que mide sesenta centímetros, y vuelve a recordar que en el servicio militar las robaban de las quintas, festejando al compañero que conseguía la más grande.

–Cortala de una vez!…… –vuelve a despertarlo Berta.

El filoso cuchillo corta en dos trozos la gran fruta, y luego las gruesas tajadas redondas muestran el rojo y dulce corazón de la sandía. Corta cada rebanada en dos y las reparte. En el centro de la mesa una gran fuente recibe el resto, que cada uno se irá sirviendo. Isaac y los dos varones hunden sus caras en la jugosa pulpa, y pronto un arco verde y rojo rodea sus caras a la altura de la boca y llega a las orejas.

Frazena ya está sirviendo el té. El samovar hierve estruendosamente. Seis vasos del rubio líquido son colocados delante de Isaac. Este se limpia toda la cara con la servilleta, y sirviéndose un terrón de azúcar, lo rompe, lo aprieta entre los dientes y empieza a sorber el primer vaso. Luego el segundo y así hasta llegar al último.

Isaac se acordó que tenía unos cigarrillos guardados desde la última visita de su suegro, quien solía hacerle esos regalos, pues era encargado de un negocio de tabacos. Se levantó y fue hacia el aparador de la sala. Al rato apareció echando una bocanada de humo. Hoy sábado, día de descanso, se sentía feliz y para él, que no era fumador, un cigarrillo fino era el broche de oro de una cena opípara.

Miró el reloj.

–Dentro de dos horas me veré con los camaradas. Escucharé qué novedades tenemos.

III

Serían las diez de la noche cuando en el taller de Petroff, el herrero de caballos, aparecen algunas personas de las más diversas clases sociales. Dos chacareros, con barba hasta la mitad del pecho, botas ordinarias y rotas. Uno fuma una pipa larga mientras el otro masca tabaco. El herrero con su delantal de cuero muerde un salame al que no se toma el trabajo de cortar en rebanadas, y acompaña este con un pan negro al que despedaza con sus manazas. Ya está Georgei el plomero, quien espera la llegada de sus compañeros leyendo un folleto. Dos personas correctamente vestidas están sentadas en un banco de madera. Son los periodistas del diario clandestino “El Proletariado”. También está Feodorovich el librero. Es el más pequeño de todos los concurrentes. Usa lentes, los que se quita a cada momento para limpiarlos con el pañuelo que saca del faldón de su levita. No los limpia porque necesiten tanta transparencia, sino que lo hace para disimular su nerviosidad. Es el hombre revolucionario pero religioso. Todas las conversaciones con sus camaradas no pudieron convencerlo de que no vaya a la iglesia. Que la iglesia es la defensora de los ricos, y la que mantiene con la fe religiosa la conformidad de la pobreza a los trabajadores.

Llega Isaac y saluda con una fuerte palmada en la espalda del herrero, a lo que este contesta con un puntapié en el traste. Todavía quedan las dos únicas sillas del moblaje, desocupadas. Las ha traído Petroff de la trastienda, donde vive con su delgada mujer. Las ha lustrado como para que se sienten en ellas algunas personas importantes, pero a simple vista se nota en una, la esterilla quemada, y en la otra, el arco que sostiene las cuatro patas, rajado y atado con un piolín.

–No han llegado?– pregunta Isaac.

–No-contesta Petroff– Llegarán a las once de la noche.

Todavía falta media hora.

Isaac mira a Feodorovich, el pequeñín, y sonriendo le dice:

–Siempre crees que existe el infierno?

El librero no contesta a su burla.

–Pero verdaderamente crees que hay un diablo con cuernos y cola, que te pedirá cuentas de tu paso por el mundo terrestre? Que con una horquilla grande te pinchará el traste si no saltas sobre el fuego?

Todos ríen.

–Basta! –grita Feodorovich y en la vibración de su acento se observa una energía insospechada. –Grandísimo tonto–prosigue– tus pullas infantiles me hieren por la inocencia de sus argumentos. Si fueras más instruido podría discutir contigo. Si hubieras leído los libros de teología que yo asimilé no harías el ridículo con esas manifestaciones de ignorante.

–Un momento! –interrumpió uno de los periodistas– Hago mías esas “manifestaciones ridículas” de Isaac. Uds. los creyentes creen en el paraíso para los justos y en el infierno para los pecadores. ¿No es así? Pero si tú crees en el cielo y no crees en el infierno dónde van a parar los pecadores? Me imagino que no los devolverán a la tierra para que sigan con sus parrandas.

Feodorovich pierde su energía inicial. Para él esta gente es buena, sigue una causa humanitaria en la que él los acompaña de todo corazón, y por la que está dispuesto a jugarse su libertad y su vida. Pero los considera terriblemente ignorantes. A pesar de ellos no puede contestar categóricamente a la pregunta, pues desearía dejarlos confundidos, pero lamentablemente el confundido es él.

Es claro que el hecho de no tener la contestación inmediata, no significa que ellos tengan razón. Ya pensará, y ayudado por el sacerdote y amigo de Teodor traerá la respuesta aplastante.

Todos levantan la cabeza con atención al oír en la calle el trotas de unos caballos que arrastran un coche.

–Ahí están- dice Petroff, y se levanta para abrir la puerta de esta especie de caballeriza. Efectivamente el coche cesa en su rodar y se oyen voces.

Entran dos hombres a los que todos miran respetuosamente.

Son Ladislaw y Grischa. El primero es joven, alto y delgado de cara, aunque ancho de espaldas. Lleva una barba negra y espesa, pero prolijamente peinada. Grischa tiene unos cincuenta años, de mediana estatura y bastante robusto. Su rostro muestra una ancha cicatriz que nace en el cuero cabelludo y cruzándole un ojo, llega hasta el labio superior. Es un recuerdo de Siberia, pues estuvo confinado en esa región de donde no se vuelve, y donde por una pequeña falta de disciplina, recibió un feroz culatazo de máuser.

Su fortaleza física, unida a la valentía sin límites le permitió huir para reanudar su lucha contra el despotismo del Zar.

Ambos saludan a todos los presentes, pero Ladislaw y Petroff se abrazan y cambian un sonoro beso. Isaac explica: Ladislaw es el sobrino del herrero.

Ceremoniosamente, el dueño de casa ofrece los dos asientos a las personas más importantes de la reunión: los recién llegados.

Isaac convida con sendos cigarros guardados especialmente para una ocasión trascendental. Como Grischa no acepta porque no es fumador, insiste ante Ladislaw para que reciba el segundo puro, pues el primero ya lo está saboreando.

Siente una gran admiración por estos dos hombres, pues conoce la lucha intensa de ellos por la causa de libertad y por el pan de los desamparados. Ambos visitantes ya se han sentado en las sillas tan especialmente preparadas.

Grischa es el que hace ademán como para hablar y todos guarda un expectante silencio.

–Camaradas. . . . . . . . Aparentemente en este pueblo de Uman son pocos los simpatizantes de nuestra causa. Digo aparentemente porque sé que los simpatizantes son todos los pobres del pueblo. Todos aquellos que trabajan están con nosotros sin saberlo, son nuestros compañeros de clase. Pero en cambio, bien conscientemente están contra nuestra lucha los pocos terratenientes de esta zona, junto con el comandante militar Coronel Sakletin, y también el cura, que aprovecha la ignorancia de nuestros campesinos para convencerlos de que los socialistas somos enviados del diablo.

El herrero ríe ruidosamente, pero rápido se avergüenza y calla, pasándose la mano por la boca como para borrar una indiscreción.

–En ningún momento debemos olvidar –prosigue Grischa– de que todo explotado es hermano de nuestra causa. Sea aparentemente nuestro enemigo, sea que nos denuncie, que nos tire piedras, debemos comprender que inocentemente han caído en las redes de las mentiras de sus opresores. Por lo tanto, camaradas, nuestro caudal humano son ellos, los que todavía no nos han comprendido. Los mismos policías y soldados que nos persiguen también son nuestros iguales. Algún día entrará la luz en sus cerebros, mejor dicho, encontraremos nosotros la forma de explicarles que somos sus hermanos, sus compañeros de pobreza, que somos todos juntos los explotados por la clase privilegiada, y que también todos juntos sacudiremos ese yugo que nos oprime, que nos obliga a vivir en la miseria y con la boca amordazada. Que nos prohíbe protestar cuando tenemos hambre, cuando nos falta ropa, y cuando nos injurian. Es esa la clase privilegiada la que instiga a los “progroms”, haciendo creer a los ignorantes campesinos (ignorancia de la que ellos no los dejan salir) que los culpables de todos sus males son los judíos, que extirpando a los judíos cesará la miseria.

Pues bien tenemos que allegarnos a esos campesinos engañados, y hacerles comprender que los enemigos comunes son los ricos. Ellos! …Solamente ellos, sean cristiano o judíos los que explotan a todos, católicos, Israelitas, o ateos.

A esta altura del discurso, Isaac estaba un poco desconcertado. Para él, que era una especie de comandante del grupo de defensa contra los “progroms”, hasta ahora sabía una sola cosa: repeler los ataques y devolver golpe por golpe (siempre con un golpecito más). Pero aquí le explicaban algo distinto. Que los que atacaban eran sus hermanos, sus camaradas, entonces? Deberá arrojar a un atacante al suelo y blandiendo un puño ante su rostro, decirle “Idiota, quienes te mandan a atacarme desvían tu ira hacia mí para que no lo hagas hacia ellos”. Pero si este Grischa hablaba tan clarito que parecía servirnos una cucharada de verdades en la boca.

–Sí camaradas –continuó el orador. –Debemos tener un contacto amable con todos los pobres de todas las ideologías, y explicarles nuestra sencilla doctrina: los derechos del hombre a una vida digna, sin miserias y sin terror.

Grischa se levantó dando por terminado su discurso, y con las manos hizo señas para acallar los aplausos, pues era peligroso llamar la atención de los transeúntes.

Todos lo rodean y hablan a la vez, aprobando su exposición.

“Es cierto”, “Tiene razón” se oye a unos y otros.

Isaac quedó pensativo, es el único judío de la reunión, y las palabras de Grischa le han tocado hondo. Zumban en sus oídos esas palabras “Te envían a atacarme a mí para que no descargues tu desesperación contra ellos”.

Estas sencillas palabras le resultan tan grandiosas que se siente fuertemente impresionado.

Alguien le toca un brazo, y al darse vuelta ve que es Ladislaw, quien lo lleva a un rincón, al lado de la fragua, y debajo del enorme fuelle. Le dice:

–Están listos?

–¡Sí! –contesta Isaac. Están en perfectas condiciones, se los dejo en un paquete esta tarde a Petroff, a quien se los pedirás en cuanto nos vayamos.

–Muy bien –agradece Ladislaw– si no tienes inconveniente te enviaré más para que los compongas.

–Cuando gustes, y todo lo que esté a mi alcance –dice Isaac orgulloso.

Son las armas que le traen sus camaradas de Kieff, para componer, trabajo que realizar  con todo el amor que siente por el partido.

Ladislaw lo deja para ir a conversar con Georgei, el plomero a quien parece dar instrucciones. Grischa hace lo mismo con los dos periodistas. Luego es Feodorovich quien conversa con los dos visitantes.

–Si estás de acuerdo con lo que has oído……

–Lo estoy plenamente– interrumpe el librero.

–Pues no lo dudaba –dice Grischa, y continúa– debes explicar

tus conversaciones a la gente de tu sector, gente religiosa pero buena, pues todos los humildes son buenos. Y en cuanto a ti mismo, ya llegará el momento en que sacudirás de ti las ideas eclesiásticas, que como un tul cubre tus pensamientos obstruyéndote una visual cristalina de la realidad.

Todos toman sus abrigos y sus gorros de piel, pues está nevando. La reunión se disuelve. Ya el herrero les avisará para una nueva conferencia en la que cada cual dará su informe sobre lo actuado.

IV

Han pasado quince días desde la reunión en casa del herrero, cuando al taller de Isaac llega Abramovich, el ayudante de la sinagoga.

Berta lo recibe con amabilidad, pues es un amigo de su padre, y lo hace pasar a la sala mientras da orden a Frazena para que sirva té.

–Tengo que hablar con tu marido, Berta –dice Abramovich- pues hay rumores de un próximo “progrom”.

Entra Isaac, y cuando se va a sentar a la mesa, una mirada de Berta lo paraliza. Se da cuenta que con su ropa grasienta del trabajo manchará la carpeta de terciopelo tan celosamente cuidada por su esposa.

Abramovich se da cuenta y dice: Berta, conmigo no debes tener cumplidos, pues conozco a tu padre antes de que tu nacieras, y además, esta no es una visita, por lo que podemos ir a tu amplia cocina donde diré a tu marido algunas palabras.

Hacia allá van, y tras ellos Frazena lleva el samovar hirviente.

–Escucha, Isaac –dice Abramovich– tengo noticias de que los muchachones de las chacras preparan un nuevo “progrom”.

Isaac había volcado parte de su vaso de té en el platillo, y sosteniendo este con las dos manos, sorbía ruidosamente.

–Ya sabes –continúa el visitante– que es a ti a quien confiamos la dirección en la defensa de nuestras familias. Tienes las armas listas y bastantes municiones?

–Sí –contesta Isaac. Con el último dinero de los Israelitas he completado sesenta revólveres, y tengo un cajoncito de municiones. Pero haremos lo posible por no usarlas.

–Por eso te hemos nombrado jefe de nuestros jóvenes, pues a pesar de que eres casi un ateo, a pesar de que no visitas la sinagoga si no te lleva tu suegro, a quien sigues respetuosamente, sabemos que tu juventud te ha descarriado transitoriamente, pero ya volverás al redil y serás un buen judío, aunque al tomar con tanta valentía nuestra defensa, ya lo eres.

Isaac no contestó, tomó otro terroncito de azúcar, lo sujeta entre los dientes y sigue con el tercer vaso de té.

Berta trajo un arenque grande y grasoso, y lo sirvió, ante lo que su marido levantó los ojos interrogantes:

–No me habías dicho que se habían terminado?

–Sí, te dije eso para evitar que como otras veces te comieras todas la lata en tres días.

Y comienza a cortar el arenque en tajaditas, del que se desprende un jugo grueso y salado que hace dejar el té a Isaac para pincha un trozo con el tenedor. Lo saborea lentamente, lo paladea con ruido. En su rostro se lee la más grande de sus satisfacciones, mientras Berta lo mira, triunfante por el placer que le ha reservado.

Limpios los platos, Abramovich se levanta, Frazena le alcanza su abrigo, y agradeciendo a Berta las atenciones, se despide.

Todos los jóvenes del pueblo ya fueron avisados por Isaac para que estén listos para repeler al “progrom”.

Este vuelve tarde a su casa. Fue convidado en cada lugar con té y vodka. Tiene el estómago lleno de líquido, como para reventar. Se acerca a un muro para desocupar su vejiga. El orín caliente derrite la nieve y forma dibujos caprichosos. Luego entra en su casa y trata de no hacer ruido. Al pasar por la cocina se le ocurre robar dulce a su señora. Esto le ha producido siempre un íntimo e infantil placer. Levanta las manos y en la oscuridad encuentra el gran tarro de vidrio con dulce de ciruelas. Va a buscar una cucha del cajón de la mesa y la introduce en el recipiente, donde el jugo espeso, acaramelado, retiene la cuchara, la que al fin lleva a su boca, dejando correr un hilillo rojo por la comisura de sus labios. Como con fruición. Como siempre, con mucho ruido de la lengua contra el paladar. Al rato siente un cosquilleo por la barbilla “Es la comida picante del mediodía” piensa “siempre me produce un sarpullido”.

Vuelve a llenar la cuchara y a llevársela a la boca. Se rasca la barbilla otra vez, y ahora el pescuezo, cuando siente algo raro. En las uñas le quedan prendidas algunas partículas de no sabe qué cosa. Enciende una cerilla y se mira en un espejito que está colgado arriba de la pileta, y en el que suele afeitarse.

Hormigas!… Tiene el rostro y cuello lleno de diminutas hormiguitas que corren para todas partes introduciéndose algunas por debajo de la camisa. Estaban en el dulce. “Y las que me he comido” piensa “Cómo matar a las que ya están en el estómago” Ah! Un remedio agradable. Llena una copa de vodka y empieza a ahogar las hormiguitas. Sorbe tranquilo para matarlas lentamente.

V

A los tres días de aviso, la noticia se confirma. Los muchachones del campo preparan un “progrom” para hoy antes del anocheces.

Entre Isaac y el plomero comunican a todos los jóvenes que pasen a retirar las armas.

Son las cuatro de la tarde, cuando unos sesenta muchachos judíos, entre los que se halla el plomero que es cristiano, se aprestan para la defensa. Isaac los hace alinear en una sola fila que cubre la ancha calle que da entrada al pueblo.

–En cuanto se acerquen –les dice– y a una señal mía, haremos una descarga al aire. Luego veremos cómo reaccionan.

Ven acercarse a una pequeña persona caminando. Todos lo miran asombrados. Es Feodorovich!…el librero. Va hacia Isaac, y como este lo mira sin comprender, dice:

–Cooperaré en la defensa de los judíos –y en su mano derecha ya brilla una pistola.

El jefe sonríe, y los ojos le brillas. La conferencia de Grischa, sus repetidas frases, no han sido estériles.

Todos conversan para disimular sus nervios. Feodorovich limpia sus lentes sin soltar el arma. Isaac se ha sentado sobre una piedra, a un lado de la calle y piensa “sus hermanos de clase que fueron enviados al ataque de los judíos para que en ellos busquen a los culpables de sus males”.

–Son inocentes –piensa.

–Allí vienen –se oyen varias voces.

La formación se irgue. Un grupo como de cien personas se acerca gritando “Mueran los judíos!”….Todos llevan palos con los que piensan romper los vidrios de las casas y negocios judíos, y también algunas cabezas de sus dueños. Cuando están a unos ochenta metros, todos miran a su jefe esperando la orden. Están nerviosísimos.

–Fuego al aire! –grita Isaac.

Se oye una descarga despareja, y otros tiros rezagados de los que, trabados por la emoción, no pudieron disparar la voz de fuego.

La banda que se acercaba se paralizó. Parecen estupefactos. No se lo esperaban. Unos segundos de indecisión y huyen despavoridos arrojando sus garrotas para mayor agilidad en la disparada.

Gritos de triunfo. ¡Hurra… Hurra!…

Todos se sienten héroes de una gran batalla. Se abrazan como si hubieran batido a un poderoso enemigo. Comentan entre si la hazaña, y tienen apuro en correo a contar a sus familiares (cada cual a su manera) los detalles de la “gran batalla”.

Isaac está contentísimo. No hubo refriega. Es lo que deseaba.

–Junten cada diez personas las armas, y las llevan de a poco a mi casa –ordena. Ya lo hacen y corren a sus casas a que los nombren generales.

(Continuará…)

7 respuestas to “Un cuento de mi abuelo (primera parte)”

  1. Gabriela V Says:

    ¡quiero más!

  2. lalectoraprovisoria Says:

    Hay que esperar, Gabitina! Es un cuento en episodios.

    F (o la bisniesta de Isaac)

  3. Ana Says:

    Qué hermoso cuento!
    Parece Tolstoi, realmente.
    Hermosa sensación ser su bisnieta. Publiquen a Simón!

  4. Janfiloso Says:

    Un placer esta lectura.

  5. Johny Malone Says:

    Ha nacido una estrella en la cuentística argentina. Muy lindo!

  6. Politico Aficionado Says:

    Valdría la pena la publicación como libro de estos cuentos.

  7. Emiro beltran Says:

    este cuento es «los cuentos de abuelo el coronel»

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