Escritores chilenos (2)

Alvaro Bisama o la generosidad

por Quintín

Conocí a Alvaro Bisama hace unos meses en Santiago, cuando le tocó ser jurado con Flavia en un festival de cine. Leí entonces dos de sus libros. Uno fue Estrellas muertas, novela sobre una pareja anclada en la vieja militancia comunista y destruida por su anacronismo. También leí Cien libros chilenos, particular historia de la literatura, en la que Bisama exhibe la que hoy me resulta su cualidad más notable, que es la generosidad. No me refiero solo a su disposición personal sino a una mezcla de curiosidad y empatía intelectual con la vida y el trabajo ajenos.

Dimorfotecas

Ruido, la última novela de Bisama, es un ejercicio en ese arte de la generosidad. Un ejercicio virtuoso, por otra parte, que lo coloca en un lugar poco transitado por sus contemporáneos. Ruido amaga ser la historia de un suceso, el caso de un adolescente internado en un orfelinato que un día afirma haber hablado con la Virgen y genera un culto de alcance nacional a su alrededor. Pero el libro es más bien la historia de un pueblo construido a principios del siglo XX alrededor de una estación de tren, que queda a una hora de Valparaíso y que con el tiempo se transformará en una ciudad dormitorio. Un pueblo rural, gris, común, sin otra seña particular que la historia del vidente y la existencia de sus oscuros habitantes. Ruido empieza con esta frase:

Creemos en una ley óptica que jamás ha sido descrita: la luz de la provincia chilena se traga el tiempo y deforma el espacio, se come el sonido y lo vomita, destiñe los colores, derrite la forma de las cosas.

Como Marcelo Mellado, Bisama tiene algo que decir sobre la provincia chilena. Pero a diferencia de Mellado, no le interesa la relación entre los individuos y las estructuras burocráticas municipales, sino aquello que no pertenece a ninguna categoría de objetos, lo que no está mediado por la instituciones ni entra en las formas establecidas del arte o del conocimiento y, sin embargo, constituye la materia de ese tiempo y ese espacio sustraídos a la visibilidad. Bisama practica un realismo mágico inverso, donde los seres no tienen otras facultades maravillosas que la de desviar la luz hasta hacerse opacos a los modos habituales del relato. Bisama sabe que a esa física particular hay que encontrarle un modelo narrativo mucho más discreto, que no pretenda iluminar con reflectores poderosos aquello que se esconde, sino adaptarse a los términos en los que las cosas suceden en esas coordenadas: un modelo que se aparte rigurosamente del mito (religioso, político, literario) pero que no se confunda con el olvido. Un pasaje del libro expone claramente esa dificultad:

Tratamos de escribir novelas sobre aquello, pero no llegamos a nada.

Los fantasmas no escriben novelas.

Pero, mientras recordábamos, aprendíamos a narrar, y la luz que se filtraba en la mañana de la provincia, abriéndose paso en una niebla que cambiaba la forma de los objetos que habitaban en la memoria, ordenando de nuevo los lugares y las cosas, modificando la velocidad, el modo en que vivíamos dentro del relato de los hechos.

La física de Bisama se propone desafiar el principio de incerteza y narrar desde dentro de lo que está siendo observado. En eso reside la medida de su generosidad como escritor: se siente obligado a remontar el fracaso de la novela histórica, es decir a no rendirse frente a la evidencia de que lo que narra es inenarrable si se pretende contar vidas individuales que se desenvuelven en el marco que los acontecimientos les prescriben y de los que se hacen deudoras. O de otro modo, Bisama se propone investigar qué queda para la memoria en ese lugar en el que hubo un vidente pero hubo también una generación que fue su contemporánea, que fue contemporánea también de la llegada de la dictadura de Pinochet primero y de la democracia y los gobiernos de la Concertación más tarde. Y qué queda para la literatura cuando se elude el mandato (un mandato que en Chile es particularmente molesto) de suponer que una vez que se mencionó a la dictadura, el resto sigue casi por deducción lógica. Pero no se trata tampoco de contar cosas espectaculares que contradigan la insignificancia de ese espacio y ese tiempo, y menos aun de proponer una historia alternativa de los sucesos políticos del tiempo de Pinochet. Se trata, sí, de evitar que la herencia de Pinochet sea tan pesada que se trague todo lo que pueda decirse fuera de ese esquema preestablecido. Bisama logra que las dos fuerzas que impulsan a la provincia chilena a desaparecer de la literatura (su física implosiva y las convenciones de la novela histórica) se contrarresten para que algo emerja, algo que no es mágico ni poderoso ni extraordinario, pero sí lo suficientemente sustantivo como para que valga la pena explorarlo. Lo que yo creo que emerge de Ruido —asordinado, susurrante— es el ingreso de Chile en la modernidad y la puesta en movimiento de una nueva clase media.

La novela histórica es una trampa porque tiene que servir a dos amos: a las peripecias narrativas y a la Historia, que nada tienen que ver entre sí pero cuyos requerimientos debe armonizar forzadamente. Bisama se da cuenta de que esa luz refractaria de la provincia, esos sucesos mínimos y sumergidos en la bruma, le permiten escapar de la fórmula de la novela histórica e intentar otra cosa; no exactamente una novela antihistórica, sino una novela que pone la historia en otro lugar, un lugar donde lo poco que queda para contar destruye las jerarquías entre lo privado y lo público, entre lo sabido y lo inventado. Dicho de otro modo, Bisama se niega a aceptar que la dictadura tenga ese significado de relato madre al que todo debe adecuarse. Tal vez eso sea cierto en la capital, mientras que en la provincia todo es tan insustancial que no tiene significado, pero los átomos de esa materia difusa se emparejan y habitan una zona fantasma que separa pero también une la memoria y el olvido. Vean por ejemplo lo que Bisama dice de la llegada de Pinochet al pueblo, un día de celebración obligatoria que no produce más que indiferencia y en todo caso asombro ante la indiferencia que produce:

Algunos estábamos más o menos a unos metros. Pinochet era bajito o nosotros lo vimos así. Encorvado. No recordamos si iba de civil o militar, aunque tal vez eso no importara. Se veía distinto que en la tele, más viejo, más triste, más fofo. No provocaba pena ni empatía. No irradiaba nada, no nos transmitía nada salvo pereza y aburrimiento. (…) Esa tarde volvimos a casa y almorzamos y después nos juntamos para salir a andar en bicicleta.

Bisama se sustrae a la presión de alinearse con el Gran Relato de la dictadura como explicación de los relatos parciales o individuales. No es que la niegue ni que disminuya el daño causado por ella, al contrario. Pero la dictadura es otro fenómeno que se diluye en el polvo, del mismo modo que se diluye la historia del vidente, propia de la crónica amarilla. Bisama rehúsa los modos crueles del folletín mediático y se niega a explotar una deriva bastante estrafalaria de las apariciones de la Virgen: tras el éxito místico y comercial del vidente, de las peregrinaciones y del uso que los militares intentaron darle al culto, el personaje sufre una crisis de identidad, cambia de sexo y termina muriendo de cirrosis en medio de los pocos fieles que le quedan. Bisama exhibe su generosidad absteniéndose de explotar al personaje y a sus seguidores, dejando que se sumerjan en la bruma igualitaria que todo lo envuelve. La novela empieza consignando la aparición por vía anónima de imágenes del vidente muchos años más tarde, como símbolo de la propia novela, dispuesta a que el pasado del pueblo no desaparezca acorralado por su escasa densidad y por las convenciones de la corrección política. Así como se resiste a darle a la dictadura más importancia de la que tiene en la formación de la generación de los que fueron niños con Pinochet, Bisama se niega también a hablar del vidente como lo hacen los medios, como un fenómeno circense. Ruido rechaza toda épica, pero se niega también a que el aburrimiento y la grisura reduzcan el mundo al silencio.

Esa actitud es particularmente incisiva cuando demuestra que el cine, la máquina más apta para registrar que haya dado la civilización, es impotente para capturar ese ruido que tanto importa justamente porque importa muy poco. Dos veces el narrador descalifica al cine:

Una de ellas es en este fragmento

… como si desconfiáramos del cine porque no hay nitidez que sea capaz de resolver esa precariedad de esa provincia de hace treinta años, no hay cámara capaz de captar la aridez del polvo de nuestro pasado y el aburrimiento de un lugar donde el tiempo siempre estuvo muerto.

La otra, es cuando se refiere a una película filmada en el pueblo cuyo director responde a las señas de Marco Enrique Ominami, quien posteriormente fue candidato presidencial y representante más conspicuo de la izquierda exquisita chilena. Si con algo no tiene conexión alguna Ominami es con la provincia.

La película era falsa, salvo en la soledad de los decorados.

La película era una ficción olvidable que no daba cuenta de cómo se podían sentir los ladridos urgentes de la nada. Nos olvidamos de ella.

Una sensación de amenaza nos cercaba.

La película era una mierda.

Es interesante comparar ambos fragmentos. El narrador reconoce que en el pueblo el tiempo siempre estuvo muerto. Pero al mismo tiempo, se niega a que su historia y la de los suyos quede sumergida en una banalidad más pesada y más dañina, interesada en sepultarlo todo y en ignorar esos ladridos urgentes de la nada» a los que la novela presta toda su atención.

Aunque declara la inmovilidad del tiempo, el libro muestra el arranque de un tiempo distinto. Un arranque de vidas en la pobreza (no hay un solo personaje rico en el libro) y el aislamiento, lento, difícil, que no hizo felices a sus protagonistas, pero que los terminó habilitando a una forma precaria de la autonomía. El narrador y sus amigos atravesaron el pinochetismo, sobrevivieron a un país que no los contenía sin concederle más que ciertos silencios, aprendieron a andar en bicicleta, se enamoraron, se hicieron fanáticos del rock. Y, conscientes de su insatisfacción, alimentaron algunos sueños modestos: cantar en una banda, irse del pueblo, tener una vida.

Nos volvimos fanáticos del rock. Empezamos a beber en la calle. (…) Nuestros padres no sabían qué hacer con nosotros. (…) Dibujamos calaveras en nuestros cuadernos de colegio. Nos vestimos con ropa usada y botas de seguridad de punta de fierro (…) Algunos escapamos de ahí. Nos fuimos. Nos escondimos en el puerto, en las ciudades lluviosas del sur, en las pensiones del centro de Santiago. (…) El pasado no nos interesaba. El presente era nuestro. El pueblo nos asfixiaba pero era lo único que teníamos, la geografía del valle como un mapa de nuestros afectos, como las coordenadas de nuestro corazón. (…) Nos volvimos eruditos en reggae, en ska, en dub. (…) Leíamos fanzines argentinos que llegaban por correo a algunos amigos. Faltaban unos años para el futuro.

Bisama escribe muchas veces en primera persona del plural y defiende la legitimidad de haber vivido sin ser Neruda, en una multitud más bien indiferenciada, sin grandes aspiraciones de éxito individual. Bisama apuesta a que la dictadura no gane dos veces y que el tiempo resucite y adquiera una fluidez contra la que conspiran la aridez de la provincia y la pesada carga de la politización a la fuerza de los relatos. La apuesta se materializa en un momento del libro en el que el narrador encuentra un tono que a falta de una palabra más precisa llamaré poético. Es cuando aparece el ruido que le da título a la novela.

El ruido era lo que estaba en el aire. Era lo que quedaba de los milagros. Era el aroma de la madera de espinos quemada sobre los pastizales cuando se terminaba la primavera. (…) Era el sonido de los enchufes de los bajos eléctricos conectándose con los amplificadores (…) El ruido eran las leyendas urbanas de la infancia (…) EL ruido era el fantasma de ese campesino que se había ahorcado de amor en ese paradero de micro (…)

El ruido era el sonido de las canciones; canciones que no contaban historias, sino que inventaban algo parecido a una lengua, a una casa.

Esa casa es la que construye la generosidad de Bisama. La casa propia es la histórica aspiración de la clase media, ese signo de confianza, de seguridad, de pertenencia. Esa casa está en sintonía con un país que es otro, como todos los países, pero al que pocos escritores le reconocen la posibilidad de transformarse sin convertirse en panegiristas de un progreso dudoso. Hablar de ese ruido inarticulado, confuso, resultado de una abigarrada superposición de sonidos plebeyos en un oscuro rincón de la provincia, es el desafío que Bisama afronta y resulta en algo más importante que una colección de recuerdos o una compilación de titulares de los diarios. Ruido es uno de los pocos libros recientes que dejan intuir un atisbo de felicidad colectiva.

Foto: Flavia de la Fuente

3 respuestas to “Escritores chilenos (2)”

  1. Tercera Cultura (@terceracultura) Says:

    Maravilloso

  2. Francisco Ortega (@efeortega) Says:

    gran crítica, texto perfecto

  3. carla Says:

    me sumo, gran crítica Q.

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