Las últimas poblaciones

Sobre los dos últimos libros de Aira y una breve introducción biográfica

por Yupi

En el fin del principio está Coronel Pringles. De hecho es lo primero y lo último que conoce un lector de César Aira: “Nació el 23 de febrero de 1949 en Coronel Pringles”. Punto. ¡Toc! El lector puede dar vuelta la bibliografía que no encontrará ninguna función para el nombre, salvo como topónimo. Y sin embargo sin Pringles no habría obra. Es curioso este hueco que se extiende en el tiempo hasta abarcarlo casi todo en los últimos libros. Bien pensado, puede ser un efecto del espacio original, la previa y total abstracción de la llanura que da toda la vuelta y se pliega sobre sí misma, como los malones en La liebre.

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Pringles es un pueblo chico, poco más de 30 mil habitantes, situado al sur de la llanura bonaerense, la famosa pampa de Valentino que sus habitantes conocen por el cine. Efectivamente, no hay nada que ver. La interminable y vacía llanura concentra todas las líneas de fuga en un solo plano, y éste se resuelve en el infinito. Originalmente en el lugar existió uno de los fortines que marcaban el límite con el territorio indio. La cadena de fortines empezaba en Sierra de la Ventana con el Fortín Pavón, continuaba en el Fuerte Belgrano, o Pillahuinco, cerca de Pringles, y a partir de allí tomaba rumbo norte hasta completar la Frontera Costa Sud. Todas las tierras al oeste y al sur de esta línea eran dominio del cacique Cafulcurá, jefe supremo del Imperio Mapuche con centro en Salinas Grandes. Ya en 1862 el Fuerte Pillahuinco aparecía en los mapas. “Estos mapas acompañaron durante largos años a Ema, aun mucho después de su partida de los reinos indígenas. La hacían soñar. Estaban pintados con tintes vegetales, aplicados con tacos. Representaban el reino de Catriel, como el centro del mundo. El área de sus tributarios. La orla del bosque, y hasta la franja vacía que separaba Pringles de Azul” (Ema, la cautiva).

Finalizada la guerra contra el indio, el diseño cuadriculado de los fortines prevaleció en la arquitectura urbana. Los pueblos de la provincia son idénticos, como tableros de ajedrez: la plaza en el centro, flanqueada por la iglesia, la escuela y la torre de la municipalidad, a modo de mangrullo de cemento. Las estaciones climáticas se avienen sin mayor problema al esquema. En verano, calor desértico, y en invierno un frío que parece instalado en la Edad del Hielo. Las calles están siempre semivacías; de noche es la desolación completa. Según Borges, en la llanura bonaerense existiría un solo pueblo, multiplicado mediante un hábil sistema de espejos que crea la ilusión de otros tantos pueblos iguales. Curiosamente, su razonamiento se parece al que desarrollaba Cafulcurá, especialista en producir el efecto de lo homogéneo en lo heterogéneo. En ese plano ideal los días suceden a los días, los años a los años… la gente puede creerse inmortal a fuerza de repeticiones y de algún modo lo es, como lo demuestra Aira en La cena, una novela en que los muertos de Pringles salen de sus tumbas para vengarse de aquellos que olvidaron sus nombres, y regresan al cementerio al ser nombrados, recordados. Todo confluye en un elemento clave: la anulación del tiempo. Pero esto sería llevar el planteo demasiado adelante. O demasiado atrás. ¿Cómo saberlo en medio de la llanura?

El plano, el infinito, la llanura… A la hora de abordar la biografía de Aira dominan las palabras abstractas. Nadie sabe mucho de su vida, salvo que debió de tener una en algún pasado remoto, o quizás en otro mundo. Con los años Aira trasladó su laboratorio al barrio de Flores, pero la central eidética siguió fija en Pringles, el hilo que atraviesa la obra y hace puente entre ficción y realidad. En tales condiciones resulta difícil hacer pie en algo concreto. La vida se vuelve literatura, la literatura revierte sobre la vida… Se sabe que su madre tuvo desde joven vocación literaria. Lectora entusiasta, escribió poemas y una novela de título significativo, El pensamiento, además de dirigir una revista cultural, “La Pringlense”. El padre, un hombre de campo, aportó el temperamento llano.

Esta combinación podía dar un niño tímido, primero, y un lector a tiempo completo después, y aparentemente fue lo que ocurrió. Desde sus primeras lecturas, las novelas de Salgari, toda experiencia quedó sujeta al tamiz de la literatura. Claro que no había mucho que tamizar. En un pueblo la mecánica de la experiencia es de una regularidad perfecta, puntuada por la memoria. A falta de novedades, la gente pone la experiencia en el campo o el cielo, como una aventura que es necesario completar. En las noches de verano apagan las luces, sacan las sillas a la vereda y conversan mirando las estrellas, que en el sur son muchísimas, una milenaria caja de prodigios. Más que conversar, se diría que sueñan despiertos.

Es posible que alguna de esas noches haya nacido “lo chino” en Aira, el toque característico de extrañeza, o dislocación, que irradian sus escritos. Como el de Pringles o el de los mapuches, el mundo oriental no presenta ninguna apariencia que no corresponda a una totalidad de orden cíclico formado por dos manifestaciones alternantes, complementarias y opuestas. En ese sentido la escena de las sillas debía funcionar para el niño como un árbol de navidad: si desaparecían las luces de la casa, se encendían las del cielo. Era lo chino en estado puro, el Yin y el Yang trabajando en automático. Este principio había servido para organizar el pensamiento y el pensamiento terminaba por organizar la realidad. El famoso símbolo blanco y negro solo era el lado público, turístico, de un mundo autoejecutable, como el héroe para una novela, o la necesidad de un hombre y una mujer para la procreación. Nada más natural que lo llevaran colgando del cuello los adolescentes.

Así planteado, el desarrollo de Aira habría sido como el de cualquier chico, sin más rasgo diferencial que el nombre y la fecha de nacimiento. Al fin de cuentas, ¿quién no es raro? Pasa que también existe la ciencia de los sueños. Y en ese campo entra a tallar la precisión. Vale decir, Borges.

II

Lo anterior no es más que un marco, un contexto para hablar de Relatos Reunidos y Entre los indios, los dos últimos libros de César Aira, y los más curiosos en bastante tiempo. En el primero la novedad empieza desde el título. Sin entrar en distinciones entre novela, nouvelle, historia, cuento y relato, cabe suponer que el autor eligió una palabra que preservara su sistema formal, o al menos no lo hollara demasiado. Por primera vez, parece decir, no hay novelas.

Este desvío queda confirmado con el primer relato de la serie, “A Brick Wall”. Es un recuerdo autobiográfico, casi una crónica. Empieza así: “De chico, en Pringles, yo iba mucho al cine”. A continuación describe su cinefilia, los cines que había, las distintas sesiones, la cantidad exacta de películas vistas. Puede recordarlo porque hoy han dado por televisión una de sus favoritas de entonces, y la distancia de cincuenta años lo llevó al cálculo. En este punto nos enteramos de que el narrador está de visita en Pringles, donde por casualidad acaba de enterarse (lo anunció la radio local) de la muerte de su mejor amigo de la infancia. La progresión de inclusiones sigue con la descripción de un juego que habían inventado con este amigo, en honor de una película de Hitchcock. Básicamente consistía en dejar mensajes secretos en una casa abandonada. Después pasó el tiempo, los mensajes fueron espaciándose, los amigos dejaron el pueblo… No hace falta abundar: estamos leyendo una nueva entrega del juego, que no terminó y quién sabe si terminará.

Aquí ya asoma Borges como contraste de la poética de Aira, al punto de ponerla en peligro. Escribir es pasar de lo indeterminado a lo determinado. El verdadero continuo sucede en el mundo no escrito, no en el escrito. De ahí que el escritor tenga que perder realidad para hacer realismo. La muerte está al principio, y avanza liquidando todo a su paso, la madurez, la juventud, la adolescencia, como una película proyectada al revés, y sólo en el último encadenamiento –la infancia– libera al relato, que siempre viene después. Dentro de ese esquema el formato cuento es lo ultradeterminado, un objeto completo y autosuficiente, refractario a cualquier elemento externo. (Inversamente, todo Borges puede verse como un intento exquisitamente logrado de esquivar el Martín Fierro).

Otras dieciséis piezas breves completan el volumen, que funciona como un muestrario del universo airano. Hay textos experimentales (“Mil gotas”), taxonomías fabulosas (“El Hornero”), cuentos de ejecución clásica (“El Perro”), juegos con el tiempo y el espacio (“El té de Dios”), tragedias amorosas de corte fantástico (“El cerebro musical”) o el recuerdo de una revista planeada junto con Arturo Carrera, cuya extensión crecía o decrecía según la mente de los directores (“Atenea”). Esta enumeración parcial muestra la variedad de ideas y lecturas que sostienen los textos. No es común, por no decir que es un milagro, dar con un escritor que pase de un pensamiento a otro, y aun de un registro a otro, y pueda expresarlo con la misma eficacia discursiva. En la base de esta versatilidad está la notable obra de Aira como ensayista, que supongo no se compila por algún extraño malentendido.

Entre los indios es la parte novelística del sistema esbozado arriba, la más conocida y comentada, en este caso con la particularidad de que significa un regreso al imaginario original, tanto que la narración empieza in medias res. No hay prolegómenos ni dilaciones ni nada. Los personajes entran directamente en escena, como si vinieran de la página anterior. La ausencia de bastidores también está justificada por el peso de los protagonistas: Cafulcurá y el diablo.

Cafulcurá es el intelectual por antonomasia. Calmo, introspectivo, perfectamente sincronizado con la entropía del universo por medio de la negación, debe extremar los recaudos para mantener a su pueblo en la despreocupada holganza. No se interesa jamás en la psicología de sus súbditos. Las motivaciones de las personas no sólo no le interesan sino que lo espantan, como si fueran una prueba de la locura del mundo. Por lo demás, los mapuches son anteriores a la neurosis, así que no necesitan hacer nada para calmarla, mucho menos trabajar. En ese sentido los machis de la tribu le parecen el peligro mayor, verdaderos dementes en cuyo palabrerío inútil acecha el germen de los proyectos y la producción en serie. Su filosofía queda enteramente reflejada en este diálogo de El Mensajero:

Rosaura: Si yo te digo “llueve”, ¿acaso se te ocurre abrir un paraguas?              
Cafulcurá: Sí.

Del otro lado de la toldería ronda su contrafigura, el diablo. ¿Querrá comprarle el alma? Parece difícil, porque en principio no responde a ninguna de las tradiciones clásicas. Este es un diablo hablador, afantochado, con algo de comparsa y tal vez de calavera, que despierta al cacique de su ensoñación bucólica para conversar. Ni siquiera provoca miedo. En lo único que piensa Calfucurá es en que se vaya de una vez y lo deje dormir la siesta. Pero el diablo quiere contarle algo…

Cada lector tiene su Aira favorito. No pocos prefieren al que viaja entre los indios, y hasta me da la impresión de que son mayoría. Hay distintas razones para sostener esta preferencia, una de ellas, técnicamente central, es que la llanura se aviene al movimiento de las ideas, el pensamiento viajero puede campear a sus anchas. Sin embargo la más importante está relacionada con la atmósfera que rodea a los personajes. Es una suerte de nostalgia segunda (tanto como que su materia es un imperio extinto) filtrada o invertida por el giro de la imaginación. Se nota que Aira conoce bien a sus indios, quizás porque tomó la precaución de no intentar comprenderlos. Tiene con ellos la misma relación que Stevenson con los piratas. Fue creándolos en los ratos libres, lo que les da una definición que nunca tuvieron en la realidad. No importa que sean expertos en lingüística o en mecánica cuántica: creemos más en el Cafulcurá de Aira que en el de los libros de historia. Esta evidencia sólo es la confirmación de la leyenda, y cierra el círculo. Después de todo, el largo camino por el cual llegó a ser un escritor lo recorrió en su compañía.

13 respuestas to “Las últimas poblaciones”

  1. Santo Alcibiades Says:

    A veces Borges se rendía ante la potencia de algún mito que creaba y sacrificaba la realidad; el mito de los «pueblos de espejos» le gustó, seguramente. Pero no es cierto, ni Pringles ni ninguna otra ciudad -a ellos, los habitantes, no les gusta que lo llamen pueblo a su ciudad- es un reflejo o la nada de una imagen de espejo. Pringles, como cualquier otra ciudad de la Provincia de Buenos Aires tiene su personalidad. Al revés que las cercanas Tres Arroyos o Coronel Suarez que son modernistas, Pringles cultiva lo tradicional como el adoquinado de sus calles y las ramblas de sus avenidas. Los pringlenses son circunspectos, valoran hoy aún más la palabra, ese viejo axioma de nuestros abuelos y su vida es cadenciosa y respetuosa del vecino. Abundan las tradiciones ocultas bajo las antiguas fachadas y el viajero deberá pasarse días o meses en Pringles para descubrir esa idiosincracia única que los hace pringlenses.

  2. Alicia Says:

    A Yupi: El Pensamiento (con mayúscula) es -además de lo sugerente- el nombre de un «pueblo» de estación ferroviaria, hoy en casi estricto abandono, donde -si mal no recuerdo- nació la madre de César Aira. En todo caso, su abuelo fue dueño de la casa de comercio El Pensamiento en ese lugar.
    A Santo: nosotros, habitantes de Pringles, llamamos normalmente «pueblo» a nuestra ciudad (y son los de afuera quienes se corrigen cuando dicen «pueblo»: «Perdón, ciudad» -dicen). Siempre decimos: «En este pueblo…». No recuerdo haber oído nunca: «En esta ciudad…».
    Ya estoy en campaña para comprar los últimos de Aira recomendados. Y me gusta mucho la veta aborígen…
    Además de las obras analizadas, hay otras donde «lo pringlense» se refleja. Y puede ser muy divertido escuchar los comentarios locales sobre la obra airana.

  3. Yupi Says:

    Hola Santo. Gracias por leer este texto bastante largo. Lo llamo pueblo por costumbre nomás. Cuando yo era chico en la provincia se llamaba ciudad a Buenos Aires, y con suerte a La Plata. Todos los demás eran pueblos.

    Alicia: gracias por el dato. Hay una saga de novelas sureñas, cuando no directamente situadas en el pueblo. Incluso hay personajes y hasta cosas que pasan de un texto a otro (el camión rojo, se me ocurre ahora). El Tilo está ambientada en los últimos años del primer peronismo. Ahí viene una larga descripción del Palacio Municipal, obra de Salamone, que puede competir para el Edificio Más Raro del Mundo.

  4. Pustulio Says:

    Los cuentos como digresiones de la que quizás sea la más extensa novela de Aira: Relatos reunidos. Mi preferido: El carrito.

  5. Santo Alcibiades Says:

    Alicia: he ahí otra distinción de los habitantes de Pringles, ustedes conservan lo de pueblo. En Tres Arroyos se ofenden si les decís pueblo, para ellos es la ciudad.

  6. Pustulio Says:

    Por una vieja e inmutable tradición del universo, Dios festeja su cumpleaños con un suntuoso y bien provisto Té al que acuden como únicos invitados los monos.

  7. Pustulio Says:

    Amigo Yupi, ¿no echa en falta «Cecil taylor» en esta reunión de relatos?

  8. Yupi Says:

    Hola Pustulio. Como diría Cafulcurá: “No”. Cecil Taylor, como El Carrito y quizás El Perro, son el lado clásico de Aira, entran en el mismo reproche que él le hace a Cortázar. ¿Para qué hacerlo si ya está hecho, y mucho mejor? Con Ema o La Liebre pasa lo contrario, nos preguntamos de dónde cuernos sacó a esos indios, y no sólo los indios, la atmósfera alucinada de la narración.
    Viva México.

  9. Janfiloso Says:

    Gracias Yupi.

  10. Estrella Says:

    Como siempre que te leo, te releo (varias veces). Cada uno de los párrafos, así, en bloque. Después cada frase, cada ocurrencia, cada mirada nueva sobre Aíra.

    Cada lector tiene su Aíra favorito: es Ema, para mí. Es El Tilo. Y ahora me voy ya a buscar estos relatos, porque quiero saber más: qué hacía de chico Aíra en Pringles,cómo habla ese diablo no tan diablo, qué horizonte mira Cafulcurá mientras holgazanea.

    Mis subrayados:

    «Los personajes entran directamente en escena, como si vinieran de la página anterior».

    «Las motivaciones de las personas no sólo no le interesan sino que lo espantan, como si fueran una prueba de la locura del mundo».

    «Es que la llanura se aviene al movimiento de las ideas, el pensamiento viajero puede campear a sus anchas».

    «De ahí que el escritor tenga que perder realidad para hacer realismo. La muerte está al principio, y avanza liquidando todo a su paso, la madurez, la juventud, la adolescencia, como una película proyectada al revés, y sólo en el último encadenamiento –la infancia– libera al relato, que siempre viene después».

    Más el «¿Quién no es raro?», más la «nostalgia segunda».

    Muy bueno, se agradece!

  11. Yupi Says:

    Hola Estrella. Gracias. Hoy me vi en el trance de hacerle de comer a una niña de corta edad y en un rapto de emoción opté por cocinar polenta. ¿Cómo no me avisaste que la polenta tiene propiedades explosivas? En un momento dado empezó a reventar polenta para todos lados. Solución in extremis: bifes.
    Para las muchachas de LLP, esta voz maravillosa y a la parrilla, como suele decirse.
    http://www.youtube.com/watch?v=jWPCVVgOl5I

  12. Guiasterion Says:

    Estimado Yupi:

    Qué hermoso artículo. Gracias. Y cuánta razón tiene: «Creemos más en el Cafulcurá de Aira que en el de los libros de historia». Hay un rasgo, estoy convencido, que delata al creador de primera categoría: la capacidad intelectual para construir toda una civilización alternativa, un mundo paralelo. No importa que sea verosímil, la clave es que tenga coherencia interna y que atrape nuestra imaginación. Esa condición emparenta y empareja al hombre de letras con los demiurgos gnósticos, como aquel malévolo o deficiente que ha concebido nuestro planeta.

    Tengo para mí que ‘La liebre’ es la obra superior de Aira, acaso definitiva, quizás la más ambiciosa. Pero es una mera conjetura. Usted es el que lo conoce bien. Yo que he empezado a leerlo con fastidio -me temo que mi sensibilidad apunta para otro lado- he llegado a sentir por el pringlense (¿así se dice?) un profundo respeto y admiración. Sus intervenciones aquí, Yupi, contribuyeron a ello, naturalmente.

    Un abrazo

    G.B.

  13. Yupi Says:

    Estimado Sr. Guiasterión,

    ¿Cómo le va tanto tiempo? Una alegría su vuelta. Gracias por lo que dice pero no soy un especialista. El post deriva de una intriga de lector: de dónde salen esos indios que están desde el primer al último libro. Primero busqué estudios sobre el tema. Mientras leía páginas y más páginas que hablaban del procedimiento, el continuo, las asimetrías, me preguntaba: “¿Pero qué ocurre con estos habitantes de las nubes? ¿Está loca esta gente?”. La literatura no puede ser algo tan increíblemente complicado. Y si lo es, no puede serlo de un modo tan abstracto. En ese punto soy como Cafulcurá. Se me ocurrió que los indios quizás podían venir de Pringles y de criarse en el campo, y escribí el post.

    La liebre es una joya. Tambien Los misterios de Rosario. Y el Aira ensayista es sencillamente el mejor desde Borges.

    Saludos
    Y.

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