Publicado en Perfil el 6/11/11
por Quintín
Como la semana pasada me convencí de que va a ser muy difícil conseguir libros importados, decidí sustituirlos como principal fuente de consumo por el vino, cuya economía es opuesta. Si bien hay infinitos vinos en el mundo, los de producción local alcanzan para abastecer las necesidades de un paladar simple y un bolsillo modesto. Y la balanza comercial en ese rubro es ampliamente favorable para el país, por lo cual es difícil que el abastecimiento sufra en el futuro, a menos que el secretario Moreno decida que las barricas de roble francés y americano en las que el vino se añeja son un insumo superfluo. Pero aun así, se pueden tomar vinos deliciosos que no requieren de esos aditamentos extranjerizantes.
De modo que resuelto a convertirme en un experto o al menos en un aficionado serio, empecé (el reflejo es inevitable) por buscar bibliografía. En una breve visita a Buenos Aires me hice entonces del Gran diccionario del vino, un volumen grande y lujoso, ya que me pareció —en un razonamiento digno de Bouvard y Pécuchet— que una enciclopedia es la herramienta fundamental del conocimiento. Al llegar a casa me sentía como en la infancia frente a aquellos coloridos tomos del Lo sé todo.
El Gran diccionario del vino tiene mil páginas y contiene entradas sobre cepas, variedades, bodegas, regiones y procedimientos. Da cuenta de la historia y de la geografía del vino en todas las latitutes, de su producción, de sus términos técnicos y habla también de otras bebidas. Además está correctamente escrito por su polifacético autor, Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943), un enólogo y novelista del que también compré (recuerden que sigo siendo un adicto) una biografía de Tolstoi y un libro de memorias. El mamotreto de Wiesenthal es irreprochable. Pero hojearlo me dejó algo deprimido. No por las palabras que no aprenderé ni por los vinos que nunca tomaré sino porque los diccionarios tienen algo de acrítico. Representan el saber pero también el poder consolidado: en este caso el poder de la industria editorial y la vinícola combinadas para dar como resultado una obra demasiado rotunda, demasiado parecida a una pieza del marketing global de los libros y las bodegas.
Por eso fue tan refrescante sentarme frente a otro libro sobre el tema que compré distraído y sin expectativas: la edición 2009 de Viñas, bodegas y vinos de Argentina, una guía anual que da cuenta de más de mil vinos y elige los mejores. Poco cabía esperar de una publicación semejante más que listas y puntajes, pero todavía no me repongo de la sorpresa. La nota editorial empieza así: “La Argentina de la vid y el vino se aproxima al Bicentenario viento en popa a toda vela. La acertada política gubernamental…” Y siguen dos páginas en ese tono que son, en realidad, una burla demoledora hacia las medidas oficiales en el sector. Unas páginas más tarde se impugna la publicidad de una bodega que contrató críticos de vino para que hablaran bien de sus productos. La guía, cuyo responsable es Diego Bigongiari, incluye discusiones sofisticadas sobre gusto y estética, comentarios muy poco complacientes sobre cierta tendencia a la uniformidad de los vinos locales y no deja de señalar que —como los resultados provienen de la cata a ciegas— ocurre frecuentemente que vinos baratos ocupen lugares más altos que los más opulentos.
Así, en el lugar menos pensado, terminé encontrando un ejemplo de periodismo libre, inteligente y poco plegado a lo que las empresas suelen pedirle la prensa, tanto en materia de vinos como de cine o de literatura. No conseguí la edición 2010 de Viñas, bodegas y vinos y la 2011 no se publicó nunca. Tuve la impresión de que tanta independencia y tanto brío intelectual eran más de lo que la Argentina actual tolera.
Foto: Flavia de la Fuente
noviembre 6, 2011 a las 1:00 pm
Diego Bigongiari também fue responsavel por una increíble Guia Pirelli de Buenos Aires y Alrededores del año 1993, que contiene comentários sobre usos y costumbres nativos del mismo tono irónico y crítico:
«Es un rito solitário, de la pareja o social. Aunque se lo puede tomar en cualquier hora del día, el matear tiene algunas horas predilectas, las primeras y las últimas del día, además de los días de lluvia. En general la reacción de los extranjeros hacia el mate es de seducción por sus implementos y elaborado ritual, y desagrado por el gusto de la infusión y, a veces, por el chupar colectivamente una bombilla. Es una látima, porque sólo se intima con esta tierra y con los criollos cuando se le toma el gusto a este rito cotidiano.»
Existe una guia de Buenos Aires de 2009 o 2010, también escrita por Bigongiari,que es mucho mas ácida, oscura y desoladora.
noviembre 6, 2011 a las 3:25 pm
anuario brascó/portelli
de los vinos argentinos
la guía mas atrevida