Informe sobre la gastronomía en el litoral. Colón.
por Quintín
El martes 18 de octubre cruzamos Entre Ríos de Oeste a Este, desde el Paraná al Uruguay. Nuestro destino era Colón y la ruta más corta desde La Paz es la 6 pero nos avisaron que no estaba en buen estado. Finalmente fuimos por la 1 hasta Feliciano y desde allí hasta Chajarí por la 2 para bajar después por la nacional 14. La primera parte transcurrió sin problemas por caminos sin tránsito y encerrados entre montes. En Chajarí quisimos acercarnos al río, pero había que hacer veinte kilómetros de ida solamente, así que almorzamos en el pueblo, en un comedor muy feo de autoservicio, que me hizo acordar a un tipo de local que se veía en Buenos Aires hace cuarenta años. Nos dijeron que Chajarí era famoso por el salame, pero la empleada de la oficina de turismo nos explicó que local donde vendían el bueno estaba cerrado a esa hora.
Así fue que dejamos Chajarí después de una visita intrascendente que, sin embargo, nos sirvió para comprobar que a pocos kilómetros de la frontera provincial se habla un castellano parecido al de Corrientes. Hace tiempo que tengo una idea para un programa de entretenimiento que se va a llamar Profesor Higgins, en el que los concursantes deben adivinar de qué parte del país son los otros. Tengo la impresión de que la costa del Uruguay, que estuvo mucho tiempo aislada y tiene una larga historia de colonos y mestizajes, es uno de esos lugares donde cada diez kilómetros se habla de una manera distinta.
Y hablando de colonos, al Sur de Chajarí se encuentra uno de los negocios más pintorescos que yo haya visto en una ruta argentina. Se llama La Alemana, y desde varios kilómetros antes vienen anunciando sus productos regionales, que abarcan una gama amplísima. En las interminables góndolas del local —en cuyo frente hay grandes banderas alemanas— se amontonan todo tipo de escabeches, salames, quesos, artesanías y quién sabe qué mas. En la caja había un grandote rubio de bigotes con pinta de ser el dueño, que se parecía un poco a Fassbinder y me explicó que sus bisabuelos eran alemanes del Volga, pero que ya a partir de la generación siguiente nadie habló alemán en la familia. Su castellano, de todos modos, era muy cerrado: era un candidato perfecto para la final del Profesor Higgins. Nos llevamos un salame de la colonia, una bondiola al vino y un vino casero (me explicaron que no era patero porque el patero es dulce y este es seco), que debe ser un brebaje intragable, que pienso probar algún día frente a testigos por si muero envenenado.
Salimos de La Alemana para enfrentarnos con la Ruta 14, por donde circula todo el tránsito hacia Brasil. A los pocos kilómetros Flavia ya estaba al borde del colapso por tener que manejar (recordemos: ella maneja, yo bebo) entre una interminable caravana de camiones. La atestada Ruta 14 ha sido por muchos años una máquina asesina, aunque ahora la están convirtiendo en una autopista muy moderna, tal vez la mejor construida de la Argentina. Eso es lo que parece en los tramos terminados, que entre Chajarí y Colón se reducen apenas a unos veinte kilómetros. En el resto de la traza se veían trabajos por todas partes, pero no sé a qué ritmo avanza la obra ni cuánto tardará en terminarse.
En Colón habíamos reservado alojamiento a la entrada de la ciudad, en un lugar muy especial. Vulliez-Sermet es la única bodega que funciona actualmente en Entre Ríos (seguramente puede reclamar el título de ser la bodega más al Este del país), un territorio en el que la gente piensa que elaborar vino es imposible. Sin embargo, Entre Ríos era la cuarta provincia productora de vino (el propio Urquiza hacía vino en el Palacio San José) hasta que en los años treinta el gobierno de Justo (que era entrerriano) prohibió producir vino para el comercio fuera de la zona de Cuyo. La prohibición para Entre Ríos se levantó recién en los noventa, pero muchos crecimos suponiendo que el vino solo era posible en San Juan y Mendoza. Sin embargo, en la otra orilla se siguió haciendo vino y hoy hay al menos 66 bodegas funcionando en el Uruguay sin que a nadie se le ocurra decir que en un clima húmedo y a nivel del mar el vino es inviable.
El lugar donde paramos había sido una bodega hasta la prohibición pero fue abandonada hasta que Jesús Vulliez —un economista descendiente de antiguos viñateros— compró la finca hace unos años y la reconvirtió a su función original. La bodega funciona junto a un viñedo de tres hectáreas y allí se alquilan cuatro cabañas muy confortables. Con Vulliez y su mujer Juliana tuvimos tiempo de charlar en los cuatro días que nos quedamos en la finca. El lugar es espléndido y para mí, que intento educarme en materia enológica, fue una experiencia muy instructiva.
Colón es una ciudad especial, que confirmó lo que nos había anticipado el dueño de Garibaldi en La Paz: se parece mucho más que cualquiera de los lugares que visitamos a un lugar de turismo cosmopolita y sofisticado. Tiene una larga y hermosa costanera, restaurantes y comercios abiertos todo el año, casonas construidas hace cien años pero restauradas y mantenidas. Los fines de semana largos Colón se llena de turistas pero fuera de esos días superpoblados es una ciudad elegante, casi opulenta. Cuando uno entra en Colón por la calle San Martín, primero se encuentra con el centro comercial, que no es demasiado diferente del de otros pueblos. Pero al llegar al río aparece un segundo centro que se podía llamar turístico y tiene el aspecto de una versión menos estridente de Palermo Viejo, y también algo de la zona antigua de Colonia.
Ignoro la historia de Colón y me pregunto cómo llegó a ser esa ciudad tan próspera y tan moderna en relación al resto del litoral. Pero tengo la impresión de que allí hay algo que viene desde el siglo XIX, una tradición de poder y autonomía que tal vez se remonte a Urquiza. Me parece que no se trata solamente de colonos europeos que prosperaron y que cierta solidez ostensible está ligada a la riqueza en una situación de relativo aislamiento, como si lo que hoy vemos sea menos el resultado de la inmigración, el mestizaje y el trabajo que del establecimiento de un país aparte, como si uno dijera el dominio de un sultán disuelto entre las familias nobles del reino, orgullosas de un pasado que en cierto modo pudieron mantener gracias a que no partieron del latifundio sino de las “concesiones” (la unidad de medida agraria de la provincia) de 25 hectáreas de Urquiza. Nunca me había puesto a pensar que en Entre Ríos estuvo la capital de la República y en la zona de Colón se ubicaba la residencia del caudillo. Es, tal vez, como si estuviéramos ante un San Petersburgo provinciano y rural. Pero hubo poder allí alguna vez, y ese poder se repartió en una colectividad que de algún modo lo ha cuidado.
Debería pedir perdón por esta fantasía con pretensiones históricas. Pero las motiva mi intento de explicarme simultáneamente la ciudad de Colón y la curiosa figura de nuestro anfitrión. Porque el señor Vulliez hizo algo que no es propio de un piamontés (en la definición de piamontés que daba don José). De hecho, los antepasados de Vulliez son suizos, pero él se considera parte de una colonización francoparlante que vino de zonas vecinas de Suiza, Francia e Italia (de parte del Piamonte, de lugares como el cantón de Valais y el valle de Aosta, si no le entendí mal). El gesto de los Vulliez fue invertir el dinero que les dejó la profesión de economista de él y el instituto de inglés de ella en una empresa incierta, sin precedentes a la vista que le aseguraran siquiera un éxito moderado. Uno diría que el riesgo no es cosa de suizos, pero uno de los atractivos turísticos de Colón es el molino Forclaz, un intento de producir energía con una técnica ajena a la región y que nunca funcionó. Juan Forclaz fue un descendiente de suizos que importó la idea de un molino holandés en 1888 para moler el trigo, pero sobreestimó la fuerza del viento en la zona y el dispositivo no sirvió más que para que su constructor fuera sea recordado y su obra, cuya resistencia al paso del tiempo fue inversamente proporcional a su utilidad, haya sido declarada Monumento Histórico Nacional.
Si Forclaz se dijo que si el molino funcionaba en Holanda, debería funcionar también en Colón, Vulliez debe haber pensado algo parecido sobre la vid. Y así plantó sus tres hectáreas de cepas diversas y empezó a experimentar, tratando de no repetir la experiencia de Forclaz ni tampoco de hacer el vino malo que según él, siguió haciendo toda su familia para consumo doméstico. Al principio no le fue bien por hacerle caso a los técnicos del INTA en Mendoza. Tuvo que empezar de nuevo y la segunda vez cruzó el puente y se trajo un ingeniero agrónomo y un enólogo de Paysandú, donde funciona una gran bodega y el clima es el mismo que en Colón. Desde entonces, la producción avanza y Vulliez prueba variantes con su enólogo para ver si el terroir de Entre Ríos da finalmente un vino especial para competir en una gama de precios mediana (ya ganó algún premio) en el mercado local y poder exportar algún día.
Pero ¿qué lleva a alguien a reconvertirse como viñatero en la tercera edad, invirtiendo incluso a pérdida durante muchos años? Es cierto que producir vino es mucho más entretenido que sembrar soja y que las personas inteligentes y emprendedoras no se jubilan. Pero no puedo dejar de ver en ese gesto de Vulliez un acto de arrogancia respaldado por una historia que empalma con la actual prosperidad de Colón: la de cierto mesianismo de los inmigrantes, cuya secreta locura fue potenciada por la ambición autonómica y fundacional de Urquiza. Claro que ese gesto minúsculo viene escondido en la provincia de Uribarri, en un nuevo pliegue de la sumisión al poder central de Buenos Aires. Hay una enorme ambigüedad en la historia del federalismo, que se expresa en modos más sutiles de los que aparecen a la vista.
Tras esta digresión demasiado prolongada, volvamos a la gastronomía. Al llegar a la bodega, nos atendieron la hija de los Vulliez y su marido, quienes viven en la finca con sus hijos. Les preguntamos dónde se podía comer y nos recomendaron dos lugares, La cosquilla del ángel como cocina gourmet y Donato, más barato, como lugar de pastas. Pero era martes, y ambos estaban cerrados. La tercera opción era El Viejo Almacén y allí fuimos. Nos encontramos con un típico restaurante tradicional, con mucha madera, bien iluminado y con mozos a la vieja usanza. Buena señal. A la hora de pedir el pescado, el mozo me recomendó el pacú grillado y me juró que no me iba a arrepentir. No era la época, ya lo sabía, era probablemente de congelador, pero acepté. Y no estaba mal. El pacú es un pescado muy grasoso, pero aun en sus versiones más desabridas tiene gusto a algo y se deja comer si no han intentado transformarlo en otra cosa. Este era un pacú de seis puntos, pero sirvió para repasar un pescado que no había consumido en esta gira. Y ese era mi objetivo personal en esta gira, aunque ya sabía que la medular había quedado atrás.
La noche siguiente fuimos por la Costilla del Angel y las cosas no fueron tan bien. El lugar es bonito —es otra casa vieja reconvertida— pero allí nos topamos con una vieja conocida, la falsa cocina de autor que, en los hechos, consiste en una elaboración exagerada y poco sensata de los platos, en una actitud dictatorial del cocinero y en una falta absoluta de diálogo con los clientes. En San Clemente hay un lugar llamado Togwill, cuyo cartel anuncia que es cocina de autor. Allí cocinan todavía como en los años setenta, todo se parece y a todo le agregan crema de leche. En Colón, como en Palermo Viejo y en San Telmo, la mala cocina fashion y pueblerina adelanta algunos años con respecto a San Clemente, pero está basada en el mismo principio, que es la adecuación de los platos a una puesta en escena que deriva de una idea de modernidad que, por un lado, siempre atrasa y, por el otro, prescinde del sentido del gusto. En este caso, además, se filtraba en la carta cierto esnobismo arcaico y así ofrecían un plato llamado “Papillot de pescado a la Simone de Beauvoir”. Lo esquivé cuidadosamente y logré convencer a la moza de que me trajeran un pescado lo más sencillo posible. Así fue como comí un dorado a la plancha que naturalmente estaba seco, aunque de este lado de lo comestible.
El jueves, después de un estimulante paseo por el Palmar, le tocó a Donato, que reproducía la idea de la Costilla del Angel en un rango más bajo de la escala de precios: el lugar de falsas pastas, elaboradas según los conceptos vigentes antes de que en la Argentina se tuviera noticia de que los italianos hacen pastas que no tienen nada que ver con los ravioles de la abuela, y atendido por una moza que solo transmitía la identidad prefabricada del lugar, como si fuera una empleada de MacDonalds sin uniforme. Donato, además, exhibe una falsa informalidad que encubre el desdén por los clientes. Ahí es donde uno empieza a pensar que la acogedora apariencia de Colón, su variada oferta gastronómica no consiste más que en variantes de una concepción de medio pelo, un poco irresponsable de la restauración.
El viernes 21 tuve la primera de dos conversaciones con Vulliez, que concluyó en una picada en la casona centenaria cuyo sótano aloja la cava. El patrón de la bodega empezó contándome la historia del vino desde el año 3000 antes de Cristo, y siguió luego por la curiosa travesía de la uva Tannat desde Francia hasta la Banda Oriental hasta desembocar en una larga discusión sobre la película Mondovino que recordaba en cada detalle. Luego hizo una demostración con algo de teatral que me ayudó en mi proyecto de convertirme en (falso) sommelier. Tomó el vino blanco que hace la bodega, me lo hizo probar y después me dio otra botella que contenía el mismo vino, pero estacionado brevemente en barrica. El color era más oscuro; un vino joven, frutado y un poco áspero se había transformado en otro más suave al paladar, pero confuso y sin gracia. En el dilema sobre cómo añejar el vino y hacerlo más pulido sin matarlo se debaten Vulliez y su enólogo. El negocio de la producción de vino, ese equilibrio entre alentar el marketing y respetar los gustos del fabricante, hacen pensar en la producción de películas, en las alternativas entre lo autoral y lo industrial, entre lo amateur y lo profesional, entre lo accesible y lo duro.
Pasábamos la tardecitas de Colón en un bar llamado Los Juanes, en una esquina de la plaza cercana al río. Buen lugar, bien atendido, con internet veloz, licuados deliciosos, picadas abundantes y una pizza que prometía pero que nunca probamos por elegir siempre un restaurante más clásico. Así fue como esa noche cometimos un error gravísimo que fue elegir un lugar llamado La hostería del puerto, ubicado en una de las casas viejas más lindas que debe tener Colón. Pero la experiencia fue dramática. Allí no solo practicaban la cocina moderna, sino que llevaban el ritual a una rigidez absoluta, incluyendo no solo el trato hostil al cliente sino una insólita brusquedad entre la moza y el personal de la cocina. Uno sabe —ya lo dijimos— que si no se puede hablar con el mozo la cena está perdida de antemano. Y aquí era imposible. La mujer, atemorizada seguramente por la presencia del dueño entre bambalinas, se limitaba ante cada pregunta a repetir lo que decía la carta. Había cuatro platos de pescado pero todos se ofrecían con salsas dudosas y extravagantes. Sugerí un plato sencillo pero no hubo caso: la mujer, que a esa altura me parecía más una guardiacárcel que una moza, me explicó que el pescado no tiene mucho gusto y que es la habilidad del cocinero lo que lo realza y le da sentido. Me resigné a elegir lo que me aseguró era el plato menos complicado: pacú a las finas hierbas. Y ocurrió lo previsible cuando se usan mal las finas hierbas: la grasa del pobre pacú se había mezclado con los yuyos y el pacú quedaba envuelto en una especie de costra verde, de un inenarrable sabor amargo. Uf.
De todos modos, me consolé tomando uno de los vinos de Vulliez-Sermet, el único tinto de la bodega que no pasa por barricas. Lo llaman Malbec joven y es un vino agresivo, contundente y rico. Al otro día, mientras Vulliez me mostraba la viña y la bodega y simultáneamente atendía a turistas, proveedores, colegas e incluso al nieto que cavaba la tierra junto con uno de los empleados, discutí el Malbec joven. Claro, era un vino rústico, sin pulir y Vulliez me explicó que era difícil vender un vino de esas características, porque el marketing del vino había usurpado las palabras atractivas. “Amable” y “aterciopelado», decía, suenan muy bien para designar lo que en verdad podía denominarse “untuoso”. Pero cómo designar la cualidad contraria. Ya “astringente” —un término técnico— suena feo pero lo verdaderamente contrario de “amable” sería “hostil”. El Malbec joven era difícil de vender.
Esa mañana habíamos tomado el desayuno en la casona con medialunas, pan, manteca y dulce de una calidad que en San Clemente se desconoce por completo, pero que fue casi constante en este viaje. No estaba la mucama, con la que habíamos conversado días anteriores sin saber que era candidata a concejal por los peronistas de Busti. Los dueños de casa, en cambio, tenían parientes en el oficialismo, ya que el primo de Jesús era el intendente saliente y sonaba como futuro ministro de turismo de la Provincia. Sin embargo, los Vulliez me advirtieron que aunque Uribarri iba a arrasar en la Provincia, era probable que en Colón ganase el candidato bustista, ya que el del kirchenrismo había sido impuesto desde arriba y no era muy popular.
Al final, las predicciones resultaron acertadas. Se me ocurrió suponer, no sin cierta malicia, que la mucama había disputado una banca con algún universitario de La Cámpora, idea que se me ocurrió a partir de que el jueves a la noche vimos la manifestación kirchnerista, que oponía una actitud agresiva y consigas de alcance nacional a los jingles pegadizos y locales de sus adversarios.
Me costó un rato descubrir en la internet los resultados de la elección municipal de Colón. Esta mañana me encontré en el café con los referentes del Frente Progresista en San Clemente. No logramos dar con los resultados de la elección en el Partido de la Costa. Es como si los pueblos del interior estuvieran —en más de un sentido— ausentes de la dimensión universal de la web y su metabolismo obedeciera a tensiones no del todo representables en los medios, mientras que la política nacional fuera una sola tanto con la televisión como con la internet. No se me ocurre nada tan difícil como emplear este lenguaje supuestamente universal del periodismo para dar cuenta de la vida orgánica y la intimidad de los individuos en una comunidad pequeña. Incluso la literatura (bueno, excluyamos a Faulkner y a Onetti) parece insuficiente para medirse con las costas entrerrianas, incluso en un mundo aburguesado y abierto como el de Colón, su pequeña perla.
Fotos: Flavia de la Fuente
noviembre 4, 2011 a las 11:04 pm
Excelente relato, y la historia del vino entrerriano es increible.
noviembre 5, 2011 a las 1:32 pm
Muy linda crónica ¡qué atractiva parece Colón!
Ahora, con todo respeto, Q, lo de Vulliez-Sermet es encantador como emprendimiento turístico temático y tal vez como negocio en vinos, pero es imposible que éstos sean de producción propia ¡en tres hectáreas! Dicen en su sitio: «Se plantaron 3 hectáreas de las variedades: Chardonnay y en tintos: Malbec, Merlot, Cabernet Sauvignon, Tannat, Syrah y Sangiovesse. Existen otros 3 viñedos en la región, de características similares a éste…» Tres hectáreas de siete variedades ¡! Esos otros tres viñedos deberían ser varias veces más grandes. ¿Comprarán los caldos? Algo aquí me parece que no cierra.
noviembre 5, 2011 a las 8:11 pm
Tienen todas esas cepas en el viñedo. Yo las vi. Pero además usan uvas de otras plantaciones muy chicas que supervisan ellos. Tres hectáreas no es tan poco.
Q
noviembre 5, 2011 a las 9:52 pm
Asombroso. No se puede creer que hayan hecho tanto, todo alto nivel (vi un video).
noviembre 6, 2011 a las 7:12 am
Excelente crónica, pero debo señalar que Mendoza y San Juan hace tiempo que no tienen la exclusividad de la buena viñas, aunque sí conservan la calidad y la abundancia. En Neuquén se da un pinot noit excelente, que se exporta en cantidad: bodegas Saurus y Del fin del mundo.
noviembre 6, 2011 a las 7:13 am
error de dedo: evidentemente quise escribir pinot noir y no noit…
noviembre 6, 2011 a las 6:14 pm
¡Qué pena que se acaban las crónicas litoraleñas! ¿Para cuándo la visita a Mendoza?
Y hablando de sommeliers, vi que hay uno que se dedica a catar gaseosas dietéticas, ¿o me equivoco, Janfi?
noviembre 6, 2011 a las 10:28 pm
Eso, vas a tener que venir a la Meca no más, Mendoza y sus ‘caminos del vino’. No sé si a la fiesta de la vendimia, pero el otoño es muy lindo. Yo de vinos no sé un pepino, las nuevas bodegas son demasiadas -con alardes arquitectónicos- pero la trucha de los ríos (léase arroyos) cordilleranos para mí es un manjar. Como es un salmónido, su carne es rosada y suave, mucho más no sé decir, pero no te la podés perder.
noviembre 7, 2011 a las 2:29 am
Nuevamente felicito por las crónicas.
Un comentario fuera de zona geográfica. Acá en china los pescados se venden siempre vivos. Hay muchas costumbres culinarias que provienen de la falta de refrigeración (5000 años – los últimos) y otras que evidencian la escasez de agua potable. Casi no se comen verduras ni nada crudo: todo pasa por el breve infierno del wok o del agua hirviendo.
A la hora se sentarse a comer, lo primero -y parte del ritual- es verter té hirviendo sobre palillos, tazas y potes. Ese té se descarta en un bowl central. Por supuesto, ya no es necesario, pero quedó como un gesto automático, como lavarse las manos al ir al baño.
Los pescados, entonces, se venden vivos en peceras. En los restaurantes se elije el que se quiera, un chino lo pesca con un palo con red, y a la cocina. En los mercados pobres de las callecitas los tienen en palanganas. Y en Carrefour no tuvieron más que cumplir y los venden también en grandes peceras. Los clientes van y los pescan con sus palos, y el puestero los mata y eviscera en el momento.
http://bit.ly/uDkJ4P
http://bit.ly/roFqif
Conclusión, se puede comer en los lugares más sospechosos, menos higiénicos imaginables, y el estómogo jamás sufre las consecuancias: todo está vivo, o pasa por el fuego o el agua o té hirviendo.
Respecto de los pescados de río, recuerdo las calles de Itatí, con largas filas de puestos de parrillas pescaderas para los promeseros del Gauchito Gil. Y la delicia de unos bagres que pescamos y freímos en una isla de por ahí.
noviembre 7, 2011 a las 11:42 am
No Liso, no te equivocás. Tremendo éxito de bolsillo para el hombre, y completamente inesperado, no hubo casting, fue una oferta directa. Supongo que el director lo vio en los videos de su banda y le vio el «physique du rol» jajaja.
noviembre 7, 2011 a las 11:54 am
Me alegro por los éxitos, Janfi, pero me pregunto: antes Alvy, ahora Paul, ¿para qué diablos le pusiste un nombre a ese chico?
noviembre 7, 2011 a las 12:47 pm
:)
noviembre 8, 2011 a las 12:37 pm
Excelente, Q. Muy muy buena saga
noviembre 8, 2011 a las 3:35 pm
Muy bueno el aporte de palvis sobre comer pescado en China ¡y las fotos!
Cuando se remontó a los puestos de parrillas pescaderas en Itatí, yo me remonté a las sardinas asadas a la orilla del mar en la costa cantábrica ¡sublimes! quise reproducirlo en casa y no, no se puede.
diciembre 22, 2012 a las 3:41 am
mariber dice: Buenisimo el relato de este viaje cargado de observacion ,entrevistas y comentarios acerca de colon ,,me gusto y me hizo traer a la memoria lo que hizo mi papa en 25 ha de tierra en la zona de chajari , hizo plantar variedades de citrus en la decada del 40 , asesorado en el INTA injerto pie agrio para una produccion rapida ,,, pero la plantacion no resistio ,se seco en pocos años y tuvo que rehacerla , otra coincidencia es que mi papa era nacido alli pero criado en bs as , y otra que fue pionero del citrus en la zona