Informe sobre gastronomía en el litoral. Helvecia.
por Quintín
Así que el jueves 13 de octubre nos fuimos por la Ruta 1 hacia el noreste. Los primeros kilómetros, muy urbanos, con semáforos y tránsito pesado, llevan a Rincón. En Rincón las calles son de adoquines y las casas muy viejas. Entre lo que fue o podría ser una zona de quintas, asoman con fuerza la miseria y la marginalidad. Pero hay algo que distingue Rincón de otras localidades situadas en la periferia de las ciudades, y es la presencia del río. Es el paisaje que Juan José Saer describe en el último capítulo de El río sin orillas, donde aparece un caballo en la playa y es imposible no evocar cierta sensación de tristeza dulzona, de calma melancólica, inalterable. Es mi fragmento favorito de cuanto leí de Saer y está en un libro por encargo, que dista de ser genial. Rafael Filippelli filmó años más tarde la playa de Rincón en Saer. Creo que hoy debe estar igual por lo que me cuenta Flavia, que fue hasta allí con Gabriela y Javier una tarde en la que me quedé trabajando en el hotel de Santa Fe.
Poco después de Rincón, el tránsito en la Ruta 1 se reduce considerablemente y el paisaje conformado por tierras bajas y frecuentes cursos de agua es de los que más me gustan desde el auto. En seguida se llega a Santa Rosa de Calchines, que parece una localidad de turismo de fin de semana sobre el río, donde hay una abundante oferta de cabañas. No entramos en Santa Rosa y estábamos un poco perdidos, sin saber qué clase de lugar buscábamos exactamente para dormir. Pasamos por el otro monumento a Monzón, ubicado en el lugar donde el boxeador se mató en un accidente: es tan horrible, y hasta un poco más bizarro del que hay frente a Chiquito. Después se llega a Cayastá, donde Garay fundó Santa Fe por primera vez. Hay un museo antropológico con aire de importante que no vimos, ya que preferimos dar una vuelta por el pueblo que tiene el río casi adentro, con accesos a la costa sin urbanizar que en un día nublado, sin demasiado calor, son la felicidad sensorial misma. El río, a diferencia del mar, es una geografía viviente y a escala humana.
Más tarde pasamos por unas cabañas con la idea de quedarnos un par de días, pero eran un poco sórdidas y no estaban sobre el río. Y, además, era la hora de comer. Cerca del museo hay un restaurante con aspecto burgués pero solo servían minutas. Siempre atrás del pescado, preguntamos en la estación de servicio y llegamos así al Nuevo Comedor Cayastá, sobre la ruta a mano izquierda. Es el típico comedero precario y proletario, con piso de material, mesas destartaladas, ningún tipo de decoración en las paredes, atendido por gente que se ocupa de una rama muy restringida de la gastronomía, pero que la domina enteramente. Es uno de esos lugares donde saben hacer las papas fritas, un arte cuya decadencia se hace evidente cada año. Pero, sobre todo, viven de servir pescado. Así fue como, después de las inevitables empanadas comí una boga asada, la mejor de las que había probado hasta el momento. Era nada más que eso: boga y sal, el limón aparte para no agregarle, ya que la boga es fresca y perfecta.
Como postre nos obsequiaron una conferencia del dueño y asador, a quien se conoce en la zona como el Gordo, cuya mujer atiende la mesas. El gordo dividió los pescados en “pescados de escamas” y “pescados de piel”. Entre los primeros se destacan el dorado y la boga, pero (escuché repetir esta idea durante todo el viaje) el dorado no vale la pena, por ser mucho más seco y menos sabroso que la boga. El pescado sin escamas más famoso es el surubí pero otra vez, explicó el Gordo, se trata de una especie sobrevalorada y sin demasiado gusto. En el rubro pescado de piel recomendó el dientudo, un bicho que según él tenía mala prensa e incluso, cuando él era chico, se solía descartar si por casualidad se lo pescaba. El dientudo, ahora, había ascendido en la estima gastronómica. También tuvo algún concepto despectivo para el patí (según él, grasoso y casi incomible) y para el pacú: en coincidencia con sus colegas santafesinos, dijo que solo se consiguen de criadero y no era siquiera la temporada.
Detrás de este discurso y una vez terminado nuestro periplo, creo que se oculta el hecho de que la pesca se ha modificado mucho en estos años, y que el tamaño, el origen y la calidad del pescado ha variado en buena medida por la depredación, al punto de que comer pescado fresco y sacado del río es un privilegio del que solo disfrutan los muy pobres o los muy ricos. El Gordo, de todos modos, había quedado a la cabeza del ranking de bogas.
A esa altura de la tarde, después de dar unas vueltas, no sabíamos muy bien dónde parar. Las propuestas eran seguir hasta San Javier (la ciudad más importante del litoral central) o volver un poco cabizbajos a Santa Fe. Entonces fue que pasamos por Helvecia, que queda unos kilómetros más allá de Cayastá. Y allí nos encontramos con el pequeño paraíso de nuestro viaje.
Helvecia es un pueblo de ocho mil habitantes al borde de la Ruta 1, al que se ve un poco más próspero y articulado que Cayastá, pero siempre en ese plano modesto, como si en lugar de tener un bellísimo emplazamiento sobre el río y una costanera que lo recorre, estuviera en medio de los campos de soja, en la nada verde que rodea Gálvez o (me imagino) Rafaela. La peculiaridad de la costanera de Helvecia es que es peatonal en la parte que corresponde al centro. Esa pequeña senda al borde del río hace que el frente de las casas quede separado del agua más por un caminito que los autos no transitan. Tener una casa ahí (hay algunos chalets confortables, pero no vi ninguno lujoso) es un privilegio todavía secreto y fuera del mercado, ya que aún no lo acompaña el desarrollo inmobiliario que habrá de destruirlo algún día. Así es como el único hotel frente al río es la Hostería del Pescador, cuyas habitaciones son muy sencillas y ofrece como única sofisticación un porche con bancos que dan al río y un comedor con grandes ventanas sobre el mismo paisaje, uno de los lugares más encantadores en el que me haya sentado a leer o a escribir. La pensión estaba vacía y la atendía por María Luz, una treintañera cordobesa muy simpática, que la heredó después de estudiar ciencias políticas. Luz nos cobraba ciento sesenta pesos por noche (con buen desayuno) y nos dejaba a cargo del hotel cuando tenía que salir.
Después de la primera noche, en la que pedimos algo a la rotisería del pueblo, hicimos las cuatro comidas siguientes en el único restaurante de Helevicia, un sitio llamado (por razones que no pudimos esclarecer) “Organización Moretto”. Más prolijo y cuidado que el comedor del Gordo, era el clásico local sin lujos pero comprometido con la causa gastronómica que antes era tan común en los barrios y hoy está en vías de desparecer porque en lugares semejantes no se usa comer afuera más que por necesidad o por ostentación. Moretto lo atiende una mujer de edad mediana, parca, de palabras cuidadas según Don José nos pronosticó que la gente sería en esa zona, pero a la que le brillaban los ojos cuando le elogiábamos la comida, que era a cada rato. La sorpresa empezó al abrir la carta, cuya página de pescados incluía especies poco ortodoxas para ese rubro. Así fue como en atracones sucesivos comí ranas a la provenzal y milanesas de yacaré, además de guiso de anguila y chupín de raya. Por dos platos de esas exquisiteces más postre y vino cobran cuarenta pesos. Hace tiempo que no me ocurría esperar la hora de la comida con tanta ansiedad como en esos días en Helvecia. Cuando pagábamos, le preguntaba a la mujer (que aunque también cocinaba, solía referirse a una figura misteriosa en bambalinas a la que llamaba “mi jefe” en lugar de “el patrón”, como si aquello de la “organización” tuviese algún asidero real y un poco tenebroso) qué me podría ofrecer en la comida siguiente y siempre había algo prometedor. Moretto tiene su pequeña fama local: hay gente de Santa Fe que puede viajar un domingo para comerse unas ranas. Flavia dice que, fuera del pescado y sus parientes, el resto de la comida era también excelente.
En cuanto al pescado, en Moretto no lo asan ni lo grillan, pero lo fríen. Me tocó un delicioso bagre de río, el amarillo (en Helvecia se celebra la fiesta anual del amarillo, como en San Clemente la de la corvina negra) pero también figuraban otros bichos para freír en el menú, como el manduvé y el armado. Muy sabroso el bagre (alguna vez, cerca de Rosario, había probado otra variedad de bagre, el moncholo), pero creo que las ranas, que no comía desde hace treinta años, se llevaron la medalla de oro. El yacaré, en cambio, no da mucho mejor que el pollo, aunque sirve para lucirse en las conversaciones donde uno exhibe su valentía frente a especies muertas y con tenedor en la mano. Dicho sea de paso, en El estudiante, acaso la película del “Nuevo Cine Argentino” que mayor relación tiene con la gastronomía, el padre del protagonista le dice que en su pueblo era conocido por “morfarse unos cuantos bagartos”. Si el lector piensa que utilicé lo de la ingesta de bagres en el mismo sentido, lo desmiento rotundamente.
Apenas llegamos a Helvecia y alcanzamos la costa, vimos atracar un bote de pescadores. De allí bajaron un hombre y su hijo pequeño cargando un cajón con la pesca del día. Había una veintena de pescados de buen tamaño. Pregunté qué eran y me contestaron que sábalos. Nunca había comido sábalo, una especie que la historia relacionada con la pobreza en Santa Fe. Los restaurantes no los ofrecen pero a lo largo de la ruta 1 hay puestos de pescados que anuncian sábalo y también “tripero”, lo que aparentemente designa las entrañas del sábalo para usar como carnada de otros peces. Pregunte por ahí, pero las respuestas eran imprecisas: es como si el si el sábalo, que definió la cultura laboral y alimentaria de la región se hubiera hecho invisible. Y sin embargo, allí estaban a la vista los sábalos que habían capturado el pescador y su hijo.
No puedo recordar Helvecia sin asociarla a esa atmósfera calurosa, a la siesta y el silencio. El lugar fue alguna vez un puerto de tráfico intenso, pero cuesta imaginarla como una ciudad pujante en el pasado. Sin embargo, Luz nos cuenta que en esos tiempos, a principios del siglo XX, la mayor parte de las mujeres de Helvecia era prostitutas, ocupadas en los burdeles de marineros. Como en toda la zona, las casa son viejas y las calles están llenas de árboles. El pueblo vivió probablemente de la pesca y conoció épocas de depresión. Hoy los planes sociales han traído un evidente desahogo, aunque las costumbres siguen siendo muy austeras, ya que no hay un café en todo el pueblo. También empiezan a escasear los pescadores, tentados por el dinero escaso pero más seguro de los planes. Y esa es también una dificultad para los emprendimientos turísticos: no hay personal temporario, como no lo hay en otros lugares del país durante la cosecha. Las trabas burocráticas hacen que quienes cobran un plan de trabajo/desempleo, si les sale una ocupación durante los meses de verano deban esperar unos cuántos meses después de terminado para volver a cobrar el subsidio. Con Flavia discutíamos un poco en el aire sobre el nivel de pobreza en esos pueblos y no podíamos llegar a una conclusión. Como si el empleo público y los planes hubieran llevado a esas poblaciones a un estadio un poco fantasmal, a una subsistencia estable pero etérea y desligada de las actividades productivas, como si tanto el trabajo como el ocio fueran poco más que simulacros.
El último almuerzo en la ruta 1 fue en un paraje que queda en Campo del Medio —en el medio entre Cayastá y Helvecia— el domingo 16 de octubre al mediodía, en un restaurante del camino llamado El Edén, acaso el más opulento de la zona. Habíamos ido el día anterior, pero nos dijeron que ese no había pescado, que volviéramos al día siguiente. El lugar lo lleva un matrimonio, pero tiene un personal abundante. A la dueña se la conoce como La Gallega y es un personaje simpático y curioso, que vino a la Argentina hace muchos años, acaso demasiados, ya que parece esforzarse en retener el acento hispano. Pero el marido de la gallega es capaz de asar una boga tan bien como el Gordo, y también de preparar unas milanesas de dientudo, que resultó un bicho efectivamente más sabroso que el surubí. Con la gallega conversamos sobre el sábalo, que fue objeto de una gran depredación, culpable de que otros peces no pudieran alimentarse. Hay rumores varios sobre el tema, incluso se dice que con los sábalos se hace harina que se vende en Venezuela o en Corea. Pero la Gallega, que si no me equivoco tenía en el boliche un cartel contra la exterminación del sábalo, se negaba a cocinarlo, aduciendo que es un pescado hediondo, algo que escuché decir después en alguna otra parte. Tal vez lo del olor del sábalo y su ausencia de los comedores públicos pequeñoburgueses sea consecuencia de una leyenda clasista, de la época en la que la tensión social en la provincia tenía características mucho más desembozadas y feroces. Don José, el héroe de nuestra entrega anterior, nos había advertido que sus odiados piamonteses habían terminado imponiendo el disimulo como norma social. Hay un juez, decía, que gana 50.000 pesos por mes pero se va a cenar a Rosario y no acepta que lo vean en un restaurante como el suyo. Lástima que no le pregunté a Don José sobre los sábalos.
Fotos: Flavia de la Fuente
noviembre 2, 2011 a las 8:35 pm
¿Y prostitutas no quedan mas?
noviembre 2, 2011 a las 8:35 pm
Q., vivi muchos años en Parana, Entre Rios, y lo que pasa con el sabalo (segun nos decian siempre) es que es un pez de fondo, y como el fondo del rio es barroso, el pescado tiene efectivamente un gusto amargo como a «barro», por eso no es muy elegido. Sobre el dorado, acoto que es cierto que tiene poca grasa, pero para que no salga «seco», hay que saberlo cocinar (los que saben, lo van adobando permanentemente durante la coccion). Saludos!
noviembre 2, 2011 a las 8:57 pm
Qué impresión lo del yacaré. ¿Hay criaderos de yacarés o los cazan?
noviembre 2, 2011 a las 8:59 pm
Me parece que los crían por el cuero y eso. Pero no estoy seguro. No era feo de todos modos.
Q
noviembre 2, 2011 a las 9:27 pm
El bagre y el dientudo también son de fondo.
noviembre 2, 2011 a las 9:29 pm
Una joya estas dos partes, me dan ganas de pasear por lugares tan lindos. No conozco arriba de Santa Fé, Entre Ríos si y me cansé de caranchear como dicen ellos boga, muy buena. A mí el patí me gusta mucho al horno.
noviembre 2, 2011 a las 9:29 pm
Creo que hay mucha mitología con esto de los pescados de río. Eso de que sean de fondo no implica que sean incomibles.
Q
noviembre 2, 2011 a las 9:35 pm
Yo comí el sábalo con desconfianza, a la parrilla y no le sentí ese gusto amargo a barro. Es verdad que cuando no están frescos cualquier pescado adquiere esa cosa mantecosa incomible y ahí paso.
noviembre 2, 2011 a las 9:38 pm
El salabalo esta en extinción. Los acopiadores pagan por unidad (no importa la medida) y este es usado para elaborar harina. Por ende la provincia decreta todos los años veda pesquera. Empieza principios de noviembre y dura dos meses.
Los huevos de este pez son la base de alimento de surubies y dorados.
En cuanto al aspecto grastronomico: un sabalo de correntada es exquisito (sin gusto a barro o petroleo); el dorado es seco; la boga es muy rica y mas suave que el sabalo; a su vez, los peces de escamas son muy ricos fritos; los peces de cuero se caracterizan por cocinarlos fritos (una postas de cachorro o surubi pequeño son un manjar) o en chupin; tambien esta muy de moda comer milanesas de tarucha.
Generalmente en los pueblos que están a pocos kilometros (5 o 10km) de un balneario, es muy común comer una o dos veces al mes pescado. A la mañana temprano se espera en la orilla a los pescadores o a la tardecita podemos ir a la casa de algunos de ellos y comprar.
noviembre 2, 2011 a las 10:09 pm
Recuerdo que el año pasado comí un par de veces sábalo a la parrilla, adobado y envuelto en papel de diario. Estaba delicioso. En una ocasión lo acompañamos con unas cebollas que fueron arrojadas al fuego directo enteras, con todo y cáscara, quedando por fuera carbonizadas y por dentro cremosas y exquisitas.
noviembre 3, 2011 a las 10:12 am
El dientudo, taray, tarucha, o tararira, es un pescado de una carne blanca y un sabor muy fino; el problema son las espinas, por eso se lo usa mucho para empanadas o en pan de taray (como el pan de atún). Yo lo he pescado en lagunas y es maravilloso pescarlo pues es un luchador increíble y va saltando y mordiendo hasta la boya.
El manduví es un pescado riquísimo; ese se lo puede pescar en el delta del Tigre también.
La raya es riquísima en milanesa. Se la cuerea y lo que se come es el vuelo que tiene una carne blanca y cartílagos muy blandos.
Se ve que le han dado duro al pescao de río.
noviembre 3, 2011 a las 10:34 am
Me parece que el dientudo (tararira) no es de fondo, pero puedo estar equivocado. Cuando era chico los pescabamos en las islas frente a Rosario y era una joda como dice Jorge… un dientudo de medio kilo peleaba como una boga de 3!
noviembre 3, 2011 a las 12:18 pm
Estimado Quintin:
Dos crónicas excelentes. Gracias, las disfrute muchísimo y se me hizo agua la boca. No sabe cómo lo envidio: esas frituras me hubieran tumbado durante días.
Sólo puedo hacer un modestísimo aporte, en defensa del dorado. Atesoró el inborrable recuerdo de un dorado a la parrilla, nada seco, que despaché en un lugar improbable, a cientos de kilómetros del Paraná. En Tafí del Valle. ¿Será que en los diques de Tucumán hay dorados sembrados por el hombre como se hizo con el pejerrey? Estuve tonto en no preguntarlo.
Retomo una reflexión suya en Perfil sobre los relatos de viajes. Qué es lo que los tornan interesantes, cómo los que Usted acaba de escribir. Para mí se trata de la combinación entre tres elementos imprescindibles: el estilo, la sensibilidad (la capacidad de ver cosas que a la mayoría se nos pasan por alto) y la peripecia (qué le pasen cosas al viajero).
Este año leí un agradable libro de impresiones: ‘Viajera crónica’ de Hebe Uhart. Puede que le interese que la primera parte refiere a Rosario, Victoria y algunos caserios de Entre Ríos, es decir la zona por donde pasearon o muy cerca de ella. El libro, me parece, tiene encanto (esa virtud sin la cual todas las demás son inutiles, decia Stevenson) y fue publicado por Adriana Hidalgo, uno de mis sellos favoritos (si no me engaña la memoria, de Quintin tambien).
Saludos
G.B.
noviembre 3, 2011 a las 2:01 pm
¿Y el surubí? Yo comí un «bife» de surubí a la plancha con limón exquisito en Asunción. También lo comí a la parrilla en Rosario, pero nada que ver, mucho más mantecoso que el paraguayo, sequito y crocante.
noviembre 3, 2011 a las 2:30 pm
Guiasterion. Gracias, muy atento como siempre lo suyo. Creo que compré el libro de Uhart pero no lo leí. Me viene bien el dato. En la tercera parte de la crónica (son cuatro) se reivindica finalmente el dorado.
Un abrazo
Q
noviembre 4, 2011 a las 12:31 pm
Un gran placer estas crónicas. Yo les encuentro un aire, cómo no, a El Danubio, sobre todo en el tono pausado, a veces un poco melancólico dado por la misma región, y atento a todo lo destacable, La distancia, claro, puede estar dada porque por estos ríos no pasaron los romanos o porque Magris se detiene en las crónicas históricas puntuales, a veces minúsculas. Por ejemplo, él hubiera entrado al museo arqueológico de Cayastá y tomado sus notas (de color… ), pero bueno, cuánto tiempo pasó deambulando por ahí, eh. También, que aquí se anda más tras los pescados que tras las costas del río: ¡punto a favor! cómo se puede conocer un río sin saber de sus habitantes… y cómo los cocinan (y son, con sus propias historias) sus orilleros.
¡Y la hija de Neptuno no come pescado! jaja, pero saca unas fotos estupendas. Esos árboles bañándose en el río son deliciosos.
El descubrimiento de Helvecia es una maravilla. Tal vez Helvecia sea no más El Dorado, shhh.
noviembre 4, 2011 a las 10:35 pm
Qué reconfortante leer esta suerte de crónicas mezcladas con tantos otros géneros. Nada escapa, ni la gastronomía, ni la historia. Tampoco falta la etnografía, la consideración política, sociológica, económica, turística, vial.
Pero lo que más me gusta es el punto de vista, esa búsqueda del «dorado» perdido, colocando siempre la autenticidad por delante.
Magnífico.
Muchos saludos desde la otra orilla.
Alejandro