En busca del dorado perdido (primera parte)

Informe sobre gastronomía en el litoral. Santa Fe.

por Quintín

Después del Festival de Gálvez, pensábamos quedarnos un par de días en la ciudad de Santa Fe y después volver a casa. Pero al final estuvimos tres semanas en el camino y redondeamos las vacaciones más largas en muchos años. Una vieja idea mía le dio unidad gastronómica al viaje: estaba obsesionado por comer pescado de río, tal vez por un recuerdo de la infancia, de un viaje que hice con mis viejos hacia 1960 por el Paraná a bordo de un barco de la Flota Fluvial del Estado. No recuerdo si fue en el Ciudad de Asunción, que poco después se hundió en el Río de la Plata, o en su gemelo, el Ciudad de Corrientes. Hace cincuenta años de eso, en la época en la que Buenos Aires estaba aislado de la Mesopotamia y del Uruguay (no había túneles ni puentes) y los barcos de pasajeros —casi lujosos en su Primera Clase, bastante atestados en Tercera— eran el principal medio de transporte por esas regiones. Hoy, cuando por el Paraná solo circulan cargueros y barcos deportivos o de excursión (además de los botes de pescadores que aún quedan), cuando los ríos se cruzan rápido y por carretera, ese mundo se parece a un montón de fotos viejas. Sin embargo, los ríos siguen estando ahí, tal vez más atractivos que nunca, aunque ya no sepamos bien para qué sirven porque la civilización les ha retirado su función original.

Pero volvamos al principio del viaje. En Santa Fe habíamos quedado en encontrarnos con Gabriela Ventureira y su marido Javier Legris, que estaba allí por un simposio u otra de esas reuniones que frecuentan los profesores. Después de recorrer por caminos interiores los campos sojeros de la zona y de entrar por Santo Tomé, llegamos el lunes 10 de octubre al mediodía, en medio de un feriado que vació la ciudad. Apenas antes de que cerraran la cocina, llegamos a comer con nuestros amigos al viejo Hotel Castelar, que tiene un hermoso salón comedor de madera, donde funciona uno de esos restaurantes tradicionales que parecen marchar irrevocablemente hacia la extinción. Tuve la misma sensación unas semanas antes en el Hotel Austral de Bahía Banca, también céntrico y tradicional, aunque allí la decadencia es más evidente. Pero el Castelar todavía funciona con cierto orgullo y se nota en la actitud de los mozos, que podría resumirse en un “le hacemos el honor de darle de comer en nuestro viejo y prestigioso establecimiento”, que se sigue manteniendo aunque ya empieza a haber síntomas de “esto ya no es lo que era y si usted come aquí no es una persona distinguida”.

Bien, lo cierto es que para empezar el raid pregunté qué había de pescado y me ofrecieron una boga al limón. Recordaba vagamente haber comido lo mismo en el lugar hace unos años y la pedí. Me trajeron un paralelepípedo chato, sin forma de pez sino de cassata helada, una especie de paquete que resulta, supongo, de seccionar el bicho en su parte media. Ponerle limón al pescado es una buena manera de que el sabor se pierda total o parcialmente (ni hablar de ponerle roquefort u otras groserías). Pero estaba rico. Tenía gusto a limón sobre algo fresco. Acompañado con un Malbec de Jean Rivier, bodega mendocina que desconocía, fue un comienzo aceptable para la maratón pescaderil. También comimos rabas, que no estaban feas, pero escapaban a la idea de restringirme a la pesca regional.

Para la cena, en el hotel nos recomendaron un restaurante por el que habíamos pasado y nos pareció muy lindo: el España, en la calle San Martín. Efectivamente, el salón —antiguo pero recientemente restaurado— está muy bien: es de esos lugares que se encuentran en las capitales de provincia, amplios, lleno de cuadros, espejos y muebles antiguos. Volví a pedir una boga grillada —no había otra posibilidad en el menú—, pero a esa altura ya nos habíamos dado cuenta de que el lugar era una estafa por el trato de los mozos, que era del estilo marplatense: “vas a comer mal, te vamos a cobrar caro, pero no me compliques la vida con preguntas”. La boga era una cosa siniestra: el mismo paralelepípedo del mediodía pero con un gusto amargo repugnante. El resto de los platos, según los otros comensales, no era mucho mejor. Se veían salsas que parecían engrudo, carnes grisáceas y otras señales gastronómicas nefastas. El España, por lo que pude advertir, vive de currar a delegaciones deportivas (había varias en la sala) y de organizar banquetes para gente despistada. Alguien nos comentó más tarde que a ningún santafesino con aprecio por su paladar se le ocurre entrar allí. Pero también es un signo de que no hay una cultura gastronómica en la ciudad. (No sé si la hay en alguna otra parte.)

Al otro día, martes 11, necesitaba recuperarme de esa experiencia lamentable y —no sin algunas reservas— acudimos a un sitio mitológico: Chiquito, sobre la Costanera en el barrio Guadalupe. Afuera hay una estatua monstruosa de Carlos Monzón, que era el habitué más famoso del lugar. Adentro hay miles de fotos de Monzón, de Maradona, del Lole, de los Midachi y de muchos famosos más, locales y visitantes. El lugar es un quincho muy grande cuya decoración me hizo acordar a las viejas cantinas de la Boca. Chiquito empezó de abajo, en un lugar llamado Rincón del Pirata, y se transformó en este clásico para turistas. La regla de Chiquito es un menú fijo que consta sucesivamente de empanadas de pescado, croquetas de pescado, milanesas de surubí, boga asada y chupín de mimosa. La enorme boga para dos personas es la pièce de resistence. Fuimos con Flavia y Gabriela. Flavia no come pescado. Preguntó qué alternativa había y le ofrecieron milanesa de pollo con ensalada de lechuga y tomate. Pero cuando trajeron la ensalada, la moza le dijo que no había tomate, que en el local no estaban acostumbrados a servir esas comidas. Allí nos dimos cuenta de que en Chiquito el pescado se come sin guarnición: es pescado con pescado. Tampoco hay postre y el vino más caro es el Canciller, que se dejó tomar por veinte pesos. Las empanadas y las croquetas eran mediocres, la milanesa mejoraba y la boga estaba sabrosa por la salsa, el chupín era rico. Pero uno se va satisfecho, con la sensación de que comió pescado, algo que no es tan fácil en estos días. Y con la idea de que, a pesar de todo, el lugar conserva cierta autenticidad. Si no me acuerdo mal, el precio es algo de 60 pesos por persona. Hay que ir alguna vez a Chiquito.

Esa noche comimos un sandwich en el hotel y el miércoles 12 al mediodía, bajo una lluvia a cántaros, fuimos a un restaurante árabe muy curioso, Ilal Amán, en la esquina de 9 de julio y Tucumán. Es un lugar sencillo y barato, en el que comen los empleados de los alrededores, pero la comida es excelente, las porciones abundantes y atienden con esmerada amabilidad. Además de las especialidades árabes también hay pastas y otros platos. No hay muchos restaurantes étnicos de esas características, con esa relación precio-calidad y tanto refinamiento en la atención. Supongo que para los santafesinos será una cosa normal, pero es una joya de la que no se me ocurre un homólogo en Buenos Aires. Es exactamente lo contrario del infausto restaurante España.

Es difícil evaluar la calidad de vida de una ciudad en una breve visita, pero Santa Fe es un verdadero enigma. En estos años de expansión rosarina, no ha crecido mucho pero se notan algunos cambios incipientes. Nuevos hoteles, más prosperidad que en años anteriores y una atmósfera provinciana con sus más y sus menos, es decir, la preservación de una bienvenida sencillez unida a una enorme dificultad para la sofisticación. Aunque poco cambia en realidad, Santa Fe parece una ciudad a punto de hacerse de nuevo, como si la contemporaneidad la estuviera alcanzando otra vez tras una larga siesta en el tiempo.

Era nuestra última noche y, para proseguir la dieta del pescado, nos habían recomendado un restaurante llamado Estación Empalme, que queda en los antiguos docks cerca del centro, donde lentamente va tomando forma una especie de mini Puerto Madero. Llamamos para reservar y las instrucciones que la empleada nos dio para llegar no sonaban muy fáciles de cumplir. Teníamos toda la impresión de que nunca lo lograríamos. Estábamos pensando en cambiar de lugar para comer, cuando sonó el teléfono. Era una voz que se identificó como José, dueño de Estación Empalme, y confirmó nuestras sospechas de que con esas directivas nos íbamos a perder irremediablemente. Nos ofreció a cambio escoltarnos desde el hotel al restaurante y le contrapropuse que nos llevara directamente en su auto para después volver en taxi.

Así fue que, tras pasearnos un poco por los docks, Don José (así se refería a sí mismo) nos llevó a su boliche, un lugar muy agradable que atiende con su mujer —la chef— y con una amplia dotación de personal, propia de un restaurante de categoría. Como el lector habrá comprendido, estábamos ante un personaje. Estaba convencido de que Don José era judío cuando nos dijo que era árabe. Evidentemente, era el día de la hospitalidad árabe a cargo de los paisanos de Juan José Saer.

Comí una boga asada despinada —muy rica— tras aprender que, en esa época del año, se pescan bogas como esa, la mitad del tamaño de las de Chiquito, que corresponden al mes de marzo cuando el pez sube por el río a desovar. Es decir, que las de Chiquito pasan varios meses en la cámara frigorífica, mientras que las frescas son de tamaño menor y conviene comerlas sin espinas porque, de lo contrario, se hace muy engorroso. A la boga grande, en cambio, se le pueden sacar las espinas en la mesa.

Cuando terminábamos de comer, Don José se acercó a la mesa y nos permitió enterarnos de su visión de la ciudad y de la gastronomía. Coincidió en que no había una tradición culinaria en la ciudad y lo atribuyó al atávico amarretismo de la inmigración piamontesa, culpable del atraso generalizado por su resistencia a la vida cosmopolita y a las cosas de calidad. Su restaurante quería ser la excepción a la regla de mediocridad, hostilidad y exacción imperante. Cuando entramos en confianza, me permití sugerirle que incorporara copas de vino más grandes y recibí una respuesta insólita. Don José tenía copones de vino, pero no los usaba porque los malditos piamonteses veían y exigían que se las llenara con vino Toro.

Y en materia de vino, ocurrió algo curioso. En la carta figuraba un vino Viñas de Narváez Reserva, aunque no decía de qué bodega era. El mozo no lo sabía tampoco, así que pedí otro que ahora no recuerdo. Hablando con Don José, resultó que la bodega desconocida era Rosell Boher, algunos de cuyos excelentes champanes habíamos tomado con Liso en una descomunal cena de Navidad. Le dije que de haber sabido que era de ellos, habría pedido ese vino. Sin más, Don José se levantó de la mesa y volvió con una botella del Viñas de Nárváez envuelta para regalo, y nos la obsequió para compensar el error del mozo.

A esa altura, me había convencido de una máxima universal para la gastronomía. En un restaurante, la relación con quienes nos atienden tiene que ser grata y comunicativa para que la comida resulte buena. En los lugares de gastronomía siniestra, o mediocre, los mozos y cocineros saben que a uno lo están envenenando y/o estafando y les resulta difícil fingir otra cosa. En cambio, cuando la comida es buena, quien la sirve está orgulloso del producto y se comporta de otro modo. Flavia dice que estas son macanas y que, simplemente, a mí me gusta charlar, en particular con los empleados de los negocios y más en particular con los mozos y que por eso invento estas reglas a partir de allí. Pero ustedes sigan mi consejo.

Hacia el final de la velada, le preguntamos a Don José adónde nos aconsejaba dirigirnos al día siguiente. Si a Rafaela o si recorrer la ruta 1 que bordea el río San Javier. Nos dijo que los dos destinos valían la pena, que en Rafaela íbamos a ver la prosperidad creada por los gringos que se habían hecho dueños del territorio, mientras que la ruta 1 era distinta porque los gringos no habían podido imponerse a los aborígenes y habían terminado asimilados a una cultura mucho menos ambiciosa. Así fue como elegimos la ruta 1. No nos arrepentiríamos.

Continuará.

Fotos: Flavia de la Fuente

14 respuestas to “En busca del dorado perdido (primera parte)”

  1. Liso Says:

    Buenísimo. ¡Qué ganas de ir probar pescados al litoral! Continuá pronto con las siguientes entregas que me matás de la intriga.

  2. Luis Says:

    ¡Muy buena! Esperamos la próxima.
    Yo sufro cuando me hago amigo y después resulta que la comida no me gusta, pasa casi nunca, concuerdo ampliamente. La nota da para comentarios larguísimos.

  3. Luis Says:

    Admiro tu aguante para pasar del almuerzo a la cena sin interrumpir nunca la serie en tantos días. Yo soy un relojito, en 20 días tengo tres seguro en que no paso de un tecito, con el higado a la miseria, lo atribuyo al cambio de agua, pero como saberlo.

  4. JorgePayador Says:

    El rancho de Chiquito es una institución y se come bastante bien. Pero en Santa Fe hay, o había, a la vera de la ruta 11 camino a Rosario, un lugar que es un rancho sobre el Coronda que se llama Lo de Monzó, que lo atendía su propio dueño, un paisano conversador, de lo más pintoresco y que te hacía unos pescados impresionantes. En Rosario tendrían que haber ido a Escauriza que está sobre el balneario La Florida, hermoso lugar y muy buen pescado se come allí. El problema con el pescado de río es que ahora, en muchos restaurantes, se come pescado de criadero; la boga y el Pacú son los más habituales. El Pacú es lo más rico que he comido en Ituzaingó, Corrientes, pero no era de criadero y eso se nota, primero, por el tamaño, después, por el sabor.

  5. Janfiloso Says:

    Iba a decir lo del pacu, me ganó jorgep, el de río es increíble, el de criadero, insípido.

  6. Juan Gonzalez Says:

    El pacú de Formosa es tal vez el mejor pescado de río que tenemos en el país.

    Aprovecho para mandarles abrazos

  7. lalectoraprovisoria Says:

    Mirá que sos exquisito. ¡El pacú de Formosa, nunca escuché hablar de ese bicho!

    Abrazo!
    Q

  8. Janfiloso Says:

    Juan no tiene ni idea … el pescado de Formosa es Insfran.

  9. Sebastián Says:

    Excelente crónica…!

  10. Eugenio Says:

    El dorado a la parrilla es lo más delicioso que he probado alguna vez en la vida. Si vas por Goya (Corrientes) un restó especializado en pescados (básicamente surubí) es El Náutico. En una época era muy bueno, ahora no sé.

  11. NN Says:

    Espero más crónicas. Quiero saber donde está El Dorado.

  12. alfredo Says:

    Quintín, el Quincho de Chiquito está muy bien. Igual, te faltó «El» lugar para comer pescado de Santa Fe y de todo el país. Se llama La Nueva Reforma y queda en Colastiné (un par de km. en las afueras de Santa Fe). Ni puntos de comparación con ningún otro restaurante de la zona. saludos

  13. lalectoraprovisoria Says:

    Debería haberlo sabido antes. En cuanto a Chiquito, los locales dicen que no es lo que era antes. No puedo juzgarlo.

    Q

  14. JAVIER Says:

    Quintin:

    No se si te llegará el comentario; me pareció muy interesante tu crónica ya que soy nacido y criado en Santa Fe, donde vivo.- Algunas cosas resumidas: Es una ciudad linda para vivir, de tamaño intermedio donde no sos un pueblerino total pero aun se conservan costumbres de lugares chicos, y no te sentís un anónimo absoluto como en las grandes ciudades. Crece sí, pero de a poco es verdad, nos falta una inercia que ultimamente se ha ido revirtiendo.- Otro: Me parece excesivo el desdén y las críticas del «turco» (o no se que era) dueño de Estación Empalme contra los piamonteses: ojala estuvieramos llenos de piamonteses, no tendríamos más que voluntad de trabajo duro y ,una forma nada desdeñable de hacer las cosas (preguntale a Rafaela, que está hecha un polo de crecimiento muy diferente al resto del país); pasa que más de uno se queja de no poder vender a cualquiera sus espejitos de colores (aunque tengan forma de comida); me suena a una simplificación excesiva que linda con lo racista: piamontés tacaño, turquito vendedor y franelero, indio borracho, judío no se qué, y podemos seguir al infinito …- El «Quincho de Chiquito» hace rato que trabaja para el turismo, no es malo pero … podría ser infinitamente mejor, sospecho que el permanente reciclaje y recalentado del pescado va (obvio) en contra de algo que es esencial más que en cualquier otro alimento: la frescura (en el sentido de «no viejo»). La jarrita de plástico donde te traen el hielo será muy folklórica, pero se le nota el marketing barato para dejar contentos a los tours de turismo.- Pero bueno, asi se llenó de plata en buena ley.- Saludos.-

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