Publicado en Perfil el 2/10/11
por Quintín
Entre los libros que nunca voy a escribir hay uno que comienza con un prólogo convincente. Es un libro sobre vino y la idea no es recomendar cepas ni marcas, sino expresar cierta perplejidad frente a la cultura enológica y ciertos paralelismos entre tomar vino y leer o ver cine. La idea se me ocurrió a partir de dos personalidades que tuve ocasión de conocer y cuyas actitudes frente al vino eran exactamente opuestas. Uno es Gérard Mortier, un belga que estuvo al frente de la Opera de Bruselas y de la de París y hoy dirige la de Madrid. Mortier es vanguardista y sofisticado tanto para el arte como para la gastronomía. Lo conocí en el jurado del festival de cine de Ghent, que se caracteriza por agasajar a sus miembros con increíbles banquetes en los mejores restaurantes de la región (es un secreto celosamente guardado que en Flandes se come como los dioses). En esas ocasiones, Mortier nunca aceptaba el vino del menú y elegía otro, diez veces más caro, y lo pagaba para todos los comensales. Esta magnificencia se interrumpía cuando no encontraba en la carta algo a su nivel (en esa época yo era tan ignorante en la materia que esos nombres franceses me resultaban indistinguibles). En esos casos, Mortier bebía solo agua.
A Raúl Ruiz, el otro personaje de esta historia nunca se le habría ocurrido algo semejante. Su filosofía enológica era simple: en su juventud había aprendido que hay dos clases de vinos, a los que describía como los de araña y los sin araña. De grande se podía permitir no tomar los primeros, o sea los que no incluyen en la botella un insecto que raspa el paladar. Pero a partir de allí no hacía mayores distinciones. Conversé largas horas con Ruiz, que era capaz de hablar con interés de cualquier tema, pero nunca lo oí hacer disquisiciones sobre vinos, un asunto en el que los bebedores suelen extenderse demasiado. Ruiz —me deprime saber que su muerte nos impedirá volver a escucharlo— era un tipo tan culturalmente sofisticado como Mortier. Gran consumidor de tinto, tenía con el vino la actitud discreta que Monica Vitti muestra con el sexo en El desierto rojo de Antonioni: cuando un grupo de gente que se está intercambiando confidencias amorosas la llama para que participe, ella responde: “ciertas cosas prefiero hacerlas más que hablar de ellas”.
La pregunta subyacente a esta disyuntiva, tan bien representada por sus campeones, es si el placer mejora con la erudición o, al contrario, esta puede interpone en su camino. ¿Cuánto se perdía Mortier al tomar agua, cuánto Ruiz al no hacer demasiadas diferencias entre calidades? ¿Es posible distinguir con precisión y aun así seguir disfrutando de lo que no es particularmente refinado? Este dilema ha sido siempre una constante para los críticos de cine y muchos (estoy tentado de decir los mejores) llevan en su corazón al niño que disfruta de las emociones primarias frente a la pantalla. Se podrá argüir que en el arte hay un conocimiento profundo y que igualarlo al consumo de vino es un acto de craso populismo. Pero también que hablar obsesivamente de vinos o coleccionarlos —como se coleccionan libros o películas— es simplemente una manera de encubrir la soledad y el aburrimiento: el paralelismo fue inteligentemente advertido por Alexander Payne en su película Sideways, que adapta a la época del esnobismo enológico lo que Lubitsch había descubierto sobre el uso pequeñoburgués de la literatura sesenta años antes.
Pero hay muchas otras preguntas que hermanan la apreciación del arte con la del vino. Desde aquella que tanto atormenta a la plástica sobre la relación entre valor y precio de una obra hasta el contraste entre la autenticidad de un producto y su prestigio creado por el marketing de la industria. Después de todo, es posible que algún día escriba ese libro.
Foto: Flavia de la Fuente
octubre 2, 2011 a las 1:09 pm
“¿Es posible distinguir con precisión y aun así seguir disfrutando de lo que no es particularmente refinado?”. Qué tema.
En mi opinión siempre hay que hacerle lugar al goce de la tosquedad, tanto para acomodar o equilibrar (o castigar) la obsesión analítica como también para solazar los instintos y las pasiones (reyes de los placeres) sobre la vileza irracional que les es natural. Y si con frecuencia se dispone la máxima idolatría sobre las propias obsesiones y los propios códigos, también surgen las excepciones que permiten de tanto en tanto ignorar y atropellar tales manías y tales cánones. Qué más da: en definitiva uno siempre se equivoca en algún punto. También es cierto que una opinión, en principio, no tiene valor; microscópica flatulencia imaginaria dentro del vasto cosmos, solo se engaña a sí misma y a un puñado de tontos afines. Esos tontos son los realmente peligrosos, cuando se dedican a dar gritos y hacer eco.
Si hablamos de tontos y viciosos, yo soy el primero. En orden a ello, soy tan bestial con algunas cosas como obsesivo y quisquilloso con otras: o sea, más bien vulgar. Puedo tomar un vino mediocre, pero los vinos malos son ciertamente peores que el agua o el té. (Ni hablar de lo repugnante que resulta acompañar una comida con gaseosa, ese brebaje inmundo.) También es verdad que, a medida que uno se acostumbra a los vinos de calidad, más difícil se hace tomar vinos inferiores: la nariz y el paladar se ponen muuuy delicados. Y costosos.
En fin, cultivarse en cualquier materia tiene algo de vicioso. Conlleva también cierta ambición fatal: la incansable búsqueda de la excitación y el placer, es decir de belleza, blandura y suavidad. Luego, la fealdad y la dureza del mundo son doblemente dolorosas.
A propósito, recuerdo que me gustó bastante Sideways. Muy bueno el post, impresionante la foto.
octubre 2, 2011 a las 1:12 pm
Y, antes de ir a reconciliarme con mis embarrados perros, un poco de música para este domingo lluvioso. Luego una copa de syrah-cabernet, que nos espera desde anoche. Salud.
octubre 2, 2011 a las 2:50 pm
No quiero agregar nada a la nota. Me gustó mucho y espero que escribas ese libro.
octubre 2, 2011 a las 4:19 pm
Ojalá lo escribas, esta veta rica da para mucho, quizá demasiado, se trata nada menos que de ‘el gusto’ y conecta no solo con el cine o la lectura sino con toda la cultura. Diste varias palabras clave: sofisticación, refinamiento, distinguir (distinguir…se), marketing… (Bourdieu tiene todo un libraco –La distinción– dedicado a las estrategias que usamos los pobrecitos humanos para procurarnos un rincón distinto en el hormiguero, pero entiendo que en tu nota das por sentado que el refinamiento de los sentidos es auténtico.)
Yo estoy más o menos con Montañés, pero a lo que él llama el goce de la tosquedad lo cambiaría por de ‘los elementales’, lo simple sin vueltas o mejor con tus palabras: las emociones primarias del corazón de un niño. Creo que siempre tenemos a ese niño en el subsuelo por más pátinas de finuras que hayamos podido cultivar. Me parece muy bien permitirle aflorar, aunque, bueno, a veces no es fácil volver atrás. O sea, que no tengo respuestas, ja.
Otra, Montañés: que la belleza no siempre es blanda y suave, eh, vos lo sabés muy bien.
¡Muy bueno lo que Antonioni le hace decir a Mónica Vitti! ¡Qué memoria!
octubre 2, 2011 a las 4:50 pm
Montañés no sabe nada :) no puede llamar a la Coca-Cola «ese brebaje inmundo». dejo aquí sentada mi protesta en mi carácter de presidente de la liga de consumidores de Coca-Cola acompañando cualquier comida.
octubre 2, 2011 a las 7:50 pm
Yo, por lo general, tomo vino de marca mediana, pero a veces también destapo un malbec «Viñas de Balbo» :)
octubre 2, 2011 a las 8:02 pm
Lilia, es verdad. Supongo que quise decir otra cosa pero equivoqué las palabras. No identificaba belleza con blandura sino que las enumeraba como cualidades diferentes, aunque ligadas por su propia lógica; una supone el estímulo y la otra la docilidad de la realidad frente a nuestros deseos en cuanto los satisface. Según esto no hay aspereza en aquello que nos complace, más allá de la naturaleza del deleite. Cuando el mundo se pone obsequioso y predispone al placer, se torna maleable, muelle, aun cuando lo haga con el ímpetu destructor que ciertos deseos sórdidos y furiosos demandan.
Bueno, eso. Pero no lo doblemos más porque se rompe.
octubre 2, 2011 a las 9:00 pm
Janfiloso, odio la Coca-Cola. También tengo un par de amigos fanáticos de ese inmundo brebaje, al que a veces excusan con fernet. Pero todo bien, no se enoje, en definitiva cada uno se degrada como quiere. Yo, entre otros vicios irrelevantes, me intereso por discos con tapas así, lo que no me deja en posición de criticar a nadie, ¿verdad?
octubre 2, 2011 a las 11:14 pm
Personas a las que no le gusta la Coca Cola. No hay porque extrañarse: hay gente a la que no le gusta como juega Riquelme, ni le gustan Los Beatles y algunas de esas cosas que hacen la vida mejor. Porque ya se sabe: todo va mejor con cierta bebida.
Saludos
octubre 3, 2011 a las 2:02 am
La Coca Cola es horrible
octubre 3, 2011 a las 9:16 am
Boudu, no pensé que nuestras diferencias llegaran a tanto, la Coca-Cola es mi límite. :)
octubre 3, 2011 a las 11:04 am
yo creo que es un best seller aun antes de escribirse (dentro de un pequeño y distinguido circulo, claro)
octubre 3, 2011 a las 2:28 pm
Qué bien lo dijiste, Montañés.