Las mejores historias sobre perros, según Gerald Durrell
por Flavia de la Fuente
De vuelta en casa. Estoy bien temprano sentada en mi escritorio, cansada después del viaje de 650 km de ayer, desde Sierra de la Ventana a San Clemente, para cumplir con la respuesta que no pude escribir anoche.
Hoy empezamos mal, ya que estoy rompiendo una de las reglas de este juego de las primeras páginas, que consiste en no repetir el autor. Ni Q ni yo debemos escribir sobre un mismo escritor. A mí esto me parece un poco injusto, porque si Q escribe sobre un escritor que adoro, a mí me priva de eso. En fin, que lo estamos discutiendo, pero la regla todavía no ha sido modificada. Pero, en este caso, es ligeramente distinto, ya que Gerald Durrell, de quien Q ya escribió, no es el autor del libro sino el prologuista de su antología personal de cuentos de perros. Se podría decir que es el autor, porque hacer un libro con cuentos de perros y seleccionarlos de todo el universo literario es una tarea autoral, pero si vamos a ser estrictos, si bien es el curador de la muestra, no fue él quien escribió los cuentos. En fin, la cuestión es que logré, no sé si por piedad de mi marido o qué, incluir entre mis primeras páginas Las mejores historias sobre perros, compiladas por Gerald Durrell. Lo logré con malas artes, apelé a mi cansancio, por ejemplo, y a que le quería rendir un homenaje a nuestra perra Solita. A eso Q no se pudo resistir, creo. Mi cansancio no lo conmueve, porque vivo diciendo que estoy cansada.
El prólogo de Durrell es encantador e interesante, aunque para mí idealiza demasiado a los perros y hasta tiene un tufillo burgués que me molesta. Después de hablar de las diferencias de color, forma y tamaño de los perros dice lo siguiente:
Sin embargo lo que tienen todos en común, a pesar de su variedad de aspectos, es una personalidad muy desarrollada, ya que no encontraremos dos perros iguales, como demuestra esta maravillosa colección de cuentos.
Esto es así. Cualquiera que haya convivido con un perro ve que cada uno vino con un temperamento y que con el tiempo van desarrollando una personalidad. Cuando llegaron a casa Ella y Janis, dos cachorras de dos meses y medio, solo al verlas se hizo evidente su diferencia. Janis, pese a ser una perrita desnutrida, se mostró pizpireta, zalamera y audaz. Mientras que Ella, más fuerte y robusta, era muy temerosa y tímida. Janis se animaba a entrar a casa y a pedir cariño sin ningún pudor, mientras que Ella contemplaba cautelosa la escena desde el patio, apenas asomada desde su cucha. Hasta son distintas en la forma de comer. La inquieta Janis come parada, mientras que Ella se recuesta y come velozmente pero acostada. Lo que comparten las dos es la gula y la curiosidad. No llegan a terminar su plato de comida (dejan dos o tres granos de su alimento balanceado sin comer) cuando corren a ver qué tiene en el plato su hermana. Esta rutina se repite todos los días. Supongo que alguna vez se darán cuenta de que su triste destino es comer todos los días lo mismo, y lo mismo las dos, y llegarán a desinteresarse por la comida tanto como Solita, que la come porque no le queda más remedio, después de mirarla durante horas con repugnancia. En fin, es dura la vida del perro astronauta.
Siguiendo con el prólogo, me parece que Durrell idealiza demasiado a los perros. Por ejemplo dice acá:
Los perros, una vez que entran a formar parte del “servicio doméstico”, como se suele decir, nos cuidan de cien formas diferentes. Nos consuelan y nos proporcionan compañía cuando lo requerimos…
En lo que a mí me toca, mi adorada Solita no me presta ningún servicio, ni siquiera es una leal compañía. Solo intenta ayudarme en la cocina, para eso está siempre lista, pero ya imaginan ustedes la verdadera razón de su buena voluntad. Pero nada más. Solita es una ayudante de cocina absolutamente inútil. Ultimamente, está tan preocupada con la obra de al lado y celosa por sus hermanitas que ni siquiera me acompaña a caminar por la playa. Todos los días ocurre lo mismo. Salimos las dos contentas, ella va atada y tira con brío y ansiedad para llegar al mar. La suelto en la escalera del muelle y se pone a olfatear los pilotes o la cola de algún perro. Empiezo a caminar y no llego a dar cien pasos cuando la muy maldita me empieza a saltar para reclamarme que vuelva a casa. Trato de no hacerle caso, porque no puede ser que la perra me dé órdenes, pero si me alejo demasiado, la muy autónoma regresa sola a su hogar. Como eso me da miedo porque tiene que cruzar sola la costanera, lo que intenté fue atarla y llevarla a la fuerza. Mas fue inútil, porque se empaca y tira en la dirección contraria y tiene más fuerza que yo. Así que pese a que a mí me encanta pasear con ella, que es una gran alegría verla correr por la playa o bañarse en el mar o disfrutar de su cacería nunca lograda de gaviotas, la muy maldita no me da el gusto. Tampoco le importa que esté triste. Varias veces iba llorando por la playa y pensé que se apiadaría de mí y me haría compañía para ayudarme a mejorar mis ánimos y pasar el mal momento. Pero no fue así. Ni mis más amargas lágrimas logran que salga de su egoísmo. Ella quiere volver y es todo lo que le importa. Yo diría que los perros (al menos Solita) son animales muy egoístas, mucho más que el ser humano, que, a veces, puede controlar esa tendencia tan bestial. Así que eso de los perros al servicio del amo… diría que es al revés, que los amantes de los perros vivimos al servicio de nuestras mascotas.
Continúa Durrell enumerando las virtudes de los canes:
Protegen nuestras propiedades, desde chalupas hasta casas de campo, desde chozas hasta castillos. Con ellos, sin duda, hemos creado al amigo de las mil funciones.
Me siento mal hablando así de Soli, pero no me malinterpreten, que no me estoy quejando de mi perra, a la que no cambiaría por ningún otro perro ni persona. Pero esto es un estudio serio de etología y debo dar cuenta de la realidad. La dura verdad es que Soli no cuida nada la casa. Ladra cuando quiere. Ladra mucho, eso es cierto, lo cual hace pensar que tenemos una fiera en el jardín y acaso disuada a los extraños. Pero la verdad es que nuestro mastín le ladra a cualquier cosa. Puede pasar toda la mañana ladrándole al viento, o a una bolsa de plástico que se mueve, o a un cascarudo o a un bicho palo. Que hace ruido, hace ruido. Pero, en cambio, si entra un desconocido a casa, lo primero que hace es tirarse patas para arriba para que el recién llegado le rasque la panza. Es así. Todo lo que quiere es amor. Lo que no le gusta mucho, eso también hay que decirlo, es que los desconocidos se internen en el jardín, que es “su” reino, ni tampoco que se suban a “su” cama que está detrás de mi escritorio. Pero es siempre lo mismo, no nos defiende a nosotros. Es simplemente una gran defensora de la propiedad privada, posee un egoísmo notable, lo único que le importa es defender sus bienes personales: es una perra pequeñoburguesa y de centroderecha.
Podríamos decir que es guardiana porque ladra cuando oye que se acerca alguien, pero solo lo hace si no está cansada. Miles de veces tocan el timbre y Soli ni se molesta en bajarse de la cama donde yace exhausta hecha un ovillo. Es así. La pereza la vence. Recién logra incorporarse cuando yo ya abrí la puerta y la vence la curiosidad, pero viene lentamente, pesada, desperezándose y a puro bostezo. Pero a mí me hace gracia tener una perra tan poco canónica, con esa personalidad tan caprichosa y especial. ¿Para qué sirve Solita al servicio de la casa? Para mucho, ya que es una alegría convivir con ese bicho tan peculiar. ¿Sabe hacer algo útil? No. Lo único que aprendió es a sentarse y a dar la patita cuando uno se lo pide. Me dirán que es medio tonta, quizás sea así, pero Soli es lo más.
Más abajo Durrell afirma lo siguiente:
Los griegos decían que una casa no es un hogar si no tiene una golondrina anidando bajo un alero, y en mi opinión una casa no es un hogar si no se tiene un perro.
Es cierto que la presencia de un perro en la casa da la idea convencional de hogar, más aun si le agregamos una chimenea con un fuego que arde alegremente, un té humeante y una pareja feliz. Con Q nos reímos cuando leímos esta frase. Pero no es menos cierto que nosotros siempre tuvimos un hogar y no hizo falta la llegada de Soli para que fuera más hogar. Lo que sí perdimos es mucha libertad. Cuando nos vamos de viaje (antes viajábamos con la casa puesta y podíamos estar seis meses o más fuera de casa) sabemos que nuestra perra nos espera en San Clemente, que acaso sufra nuestra ausencia, y además nosotros también la extrañamos. En ese sentido, uno se siente más atado a la casa por el afecto al animal, que no es lo mismo. Es como si alguien dijera que un hogar no es un hogar sin un niño. En fin, que odio este tipo de generalizaciones que se entrometen con el estilo de vida de la gente, porque cada uno construye el hogar que puede, muchas veces unipersonal.
Pero basta de pelearme con Durrell, a quien le quiero agradecer ahora su selección de cuentos. Creo que los leí casi todos, pero no tuve tiempo de releerlos todos en estos días, así que solo recomendaré los que alcancé a releer.
Me leí con mucho placer el primero Me dejas ser tu perro de Eric Parker; también uno de Jack London, Por amor a un hombre, que cuenta la devoción de un perro por su amo (todo lo contrario de lo que yo acabo de escribir sobre mi adorada Soli), Jimmy, el perro de mi vida de Sir Arthur Bryant; también me gustaron el de Kipling (que está contado por un perro muy inteligente) y el de W. H. Hudson. En realidad, me gustaron todos salvo Sin corazón, de Sir Hugh Walpole. Pero ahora no me acuerdo qué escribieron Virginia Woolf, Woodehouse o Chesterton, para nombrar a los más conocidos, porque no los volví a leer.
Pero me gusta tener siempre ese libro en mi mesa de luz para las noches complicadas, es garantía de un sueño tranquilo.
Deja una respuesta