Sopa de letras (5)

Abrumado por Serra Bradford

por Quintín

Aunque había empezado con entusiasmo, llegué a la página 105 de La biblioteca ideal de Serra Bradford en estado comatoso. Los méritos del libro siguen estando ahí: es original, ingenioso y agudo. Alan Pauls lo recomienda en Ñ en los siguientes términos:

Los héroes de La biblioteca son lectores, locos de libros sosegados, metódicos, que destilan algo tan milagroso como un bienestar radical. Puntuada por gestos mínimos, flashes, recortes sutiles, la lectopatía destiñe sobre calles, paisajes, escenas cotidianas, ciudades enteras y parece inventar un género nuevo: el diario íntimo de otros.

Es bueno el neologismo lectopatía para describir el mal de los personajes que hasta aquí son cuatro: el narrador, Silvio, Lucio y Bruno. Forman parte de una cofradía que no lo es del todo, porque la solidaridad entre ellos resulta ambigua y oscilante. Dedican la mayor parte de su tiempo a buscar y comprar libros raros, libros que conforman un canon secreto y exclusivo de cada uno en el que depositan su arrogancia. Serra los describe con una mezcla de simpatía e impiedad, con cierta ternura por su excentricidad pero sin ocultar los obvios defectos:

Habiendo leído determinado libro, Bruno enseguida se siente con derecho a mirar desde la torre a los apóstatas que todavía no lo leyeron y de más arriba a los que no lo conocen y de considerarlo de inmediato un clásico, un ineludible, todo en cuestión de segundos, por más que hubiera realizado un esfuerzo sobrehumano por terminarlo.

Neurastenia de doble vía: desprecio por quienes desconocen a tal autor, y a la vez celo, que esos nombres no trasciendan más que lo conveniente.

Descartar autores adulados por gente que menosprecian o editores admirados por muchos, demasiados.

La biblioteca ideal relata minuciosamente la cotidianidad de los personajes, sus hábitos, sus manías, sus técnicas para sentarse en un café a leer o para disimular sus verdaderos gustos en las librerías que frecuentan. Si algo no parece asociado a la vida de estos neuróticos obsesivos, anales hasta el paroxismo (permítanme la terminología psi) es el bienestar radical que Pauls les atribuye. Más bien al contrario, es gente capaz de sumergirse en el infierno porque no consiguió el libro que buscaba. De todos modos, la recorrida por la ciudad de la mano de estos personajes deja enseñanzas provechosas, como por ejemplo la certeza de que ciertos libreros son una plaga para la humanidad lectora:

Los enemigos declarados de los lectores son, o bien los libreros ignorantes y autómatas, o bien los supuestos expertos de librerías de segunda mano cuya única especialidad son el maltrato y la codicia (cualquier espécimen de estas dos tribus y L. P. Hartley perdido para una vida).

Con el correr de las páginas uno empieza a sospechar que los lectópatas presentan dos problemas: el primero es que no se trata de gente muy agradable y que un encuentro con cualquiera de ellos implicaría una seria humillación de nuestra parte. La segunda es que, en el fondo, la literatura parece interesarles mucho menos que los libros. Pero luego aparece un tercer problema, que no es ya de los personajes sino de su autor: que este se parece a sus criaturas en más de un aspecto. Por ejemplo, tiene la costumbre de referirse a los escritores por sus iniciales, como si estuviera creando acertijos que representan pruebas de iniciación para el lector.

Cómo hacían B. y W. W. para llegar a los lectores con ediciones a mano y tan pequeñas.

Empiezo a asociar el buen olor del libro de F. H. con algo personal del autor, como si estuviera leyendo el cuaderno en el que escribió estos cuentos, un cuaderno que hubiera tomado la fragancia del propio F. H.

¿Quién diablos son B., W. W. o  F. H. y por qué Serra prefiere no comunicarlo directamente? Ocasionalmente, sin embargo, aparece el nombre de uno de esos autores difíciles, como por ejemplo ese L. P. Hartley del que nunca oí hablar y al que la Wikipedia describe como un autor de cuentos de fantasmas escasamente traducido al castellano. Como me sucede a veces con los artículos periodísticos de Serra Bradford, no tengo la sensación de que perder a L. P: Hartley para toda la vida justifique volver uno mismo convertido en fantasma para leerlo. Y así es como empecé a pensar que La biblioteca ideal toma todas las preocupaciones posibles para no hablar de literatura. Lo hace, en cambio, de su periferia. Recuerdo que en un viaje con Flavia pasamos por la ciudad francesa de Beaune, una gran capital del vino. Allí había cientos de bares y bodegas donde se vendía y consumía el borgoña de la región; pero había también un negocio que no se dedicaba al vino sino a los utensilios para tomarlo: copas, decantadores, sacacorchos, etc. La biblioteca ideal es un poco como ese negocio, que ofrece una mercadería distinta a la de los otros boliches. La perspectiva de llegar al final de las cuatrocientas páginas para comprobar que el libro transcurre paralelamente, casi antagónicamente a la literatura, me aterra un poco. Los artificiosos personajes de Serra y su retorcida psicología tienen en el libro una entidad mayor a la de lo que leen, que tiende a resultar intercambiable. No se trata tanto de me moleste leer sobre personas cuya existencia no me importan demasiado. Pero estoy mal dispuesto a leer sobre libros que no existen o a los que no se nombra claramente y de los que se habla como una coartada. Así, oscilo entre irritarme por no conocer el canon secreto de Bradford y suponer que es completamente irrelevante. Como no quiero enojarme más y me faltan trescientas páginas, creo que no voy a seguir leyendo y me voy a dedicar a Faulkner.

Foto: Flavia de la Fuente

6 respuestas to “Sopa de letras (5)”

  1. Mulder Says:

    Qué descripción parecida a la de los cinefilos, esa otra plaga de la que – ¡ay!, y más que ¡ay!, ¡ufa! – creo formar parte. Los melómanos son parecidos. Recuerdo que un amigo decía que había al menos treinta grupos superiores a los Beatles en los años en que los fabulosos cuatro estaban juntos. Decía Kinks, decía Beach Boys, decía Who, decía Shakers. Podía discutirse. Pero enseguida empezaba: Zombies, Leaves, Rain, Move, Creation, Action. Todos con The. Me dejó el gusto por esa música, excelentísima, pero qué ganas ésas de nadar como el salmón en cualquier agua. Y qué insoportables son los cenáculos; todos ellos.

  2. Xtian Says:

    Qué raro. Yo pensé que Hartley era super conocido. Yo no vengo de las Letras sino de Sistemas y leo fragmentariamente, pero me parecía que Hartley era famoso. Ese libro The go-between aparece bastante en las típicas listas de «los 100 mejores libros de los últimos 100 años» pero claro, de listas de libros mayormente en inglés. Quizás el bache, Quintín, es que no leas un poco en inglés y un poco en castellano como hacen muchos. Capaz que a ellos le resulta entretenido averiguar si W. W. es Walt Whitman o cosas así. O quizás Bradford piensa que su libro puede tener varias pasadas. Divertir con el ingenio y sus personajes, y armar acertijos para otros lectores, que terminen discutiendo sobre las iniciales en foros de internet, como si fueran teorías sobre LOST.

  3. Galois Says:

    The go-between: la novela no la leí, pero sí vi la película (de Losey) basada en ella, en mi niñez. El recuerdo que tengo de ella es muy placentero.

    Pero fue hace mucho…

  4. Vascoviejo Says:

    No seremos Beaune pero acá en Mendoza salió esta entrevista con Bradford y en algo tiene que ver con lo que Q dice.

    http://www.losandes.com.ar/notas/2010/5/8/cultura-488404.asp

  5. Cloná Ese Pan Says:

    en el libro de Serra hay nombres por todas partes, como en sus notas, tenés para armar más de un canon si eso es lo que necesitás. me pareció que si ponía iniciales era justamente para no abrumar, o porque lo que importa en esos casos es la anécdota. fue mi impresión.. sí, de a ratos el libro cansa, pero qué libro… y qué libro no cansa

  6. Virginia Says:

    me gusta constatar que los enemigos de mis enemigos siguen siendo mis amigos… lo ignorás casi todo, quintín. un poco de decoro, viejo.

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