por Oscar Peyrou
–¿Ya vino alguien o soy el primero?
No le respondo. Me acerco a la ventana y miro la plaza oscura, el banco, los árboles, la fuente.
–Siempre llego antes. Como no uso reloj… –y deja flotando la frase.
Utiliza un tono complaciente y una sonrisa innecesaria. Mi silencio lo intranquiliza.
Cuando está a punto de preguntarme algo, inicio alguna actividad que lo distrae o lo desconcierta: le doy la espalda, lo abandono bruscamente y entro en la cocina, me agacho para recoger una pelusa, enderezo un cuadro.
Al rato suena nuevamente el timbre. Es otro de los invitados. Lo hago pasar con un gesto. El recién llegado saluda al que está y comienzan a hablar entre ellos frente a una mesa cubierta de botellas, vasos y platos.
Cuarenta y cinco minutos después todos se encuentran en mi casa. Hasta ahora no he dicho ni una sola palabra, pero me paseo entre ellos como si fuera una persona amable que atiende a sus invitados. A veces, mientras camino, simulo hablar moviendo los labios –pronuncio en silencio palabras inconexas y hasta me atrevo con una frase corta– para que los que están lejos consideren que mi silencio ante ellos fue un hecho aislado, que esa experiencia fue única y circunstancial, que la normalidad es absoluta. Puercoespín, retorcer, arriba del camión, agareno.
Aguardo diez minutos más –nunca se debe olvidar la cortesía– y sin despedirme de nadie me deslizo hacia la puerta. Cierro con cuidado para no llamar la atención.
En la plaza me siento en el banco y miro las ventanas iluminadas de mi casa. Veo las siluetas confusas de los invitados que van y vienen. Imagino los temas de conversación, los tonos de sus voces, sus gestos. Incluso creo llegar a escuchar un vago rumor de música. Debe ser divertido estar ahí arriba.
En el banco mi tranquilidad es, por momentos, aparente. Pienso que alguno, alentado por la falta de vigilancia, puede estar invadiendo mi intimidad, revisando mis cosas, revolviendo el tercer cajón del aparador.
Otra posibilidad más inocente pero no menos angustiosa es que, ante la escasez de alimentos o bebidas, estén saqueando mis provisiones o la heladera. Me avergüenzo un poco de estos pensamientos un poco miserables, pero enseguida recuerdo que nadie es perfecto y que tengo derecho a mostrar mis debilidades. Entre ellas se cuenta un tipo especial de avaricia: me molestan los que se aprovechan de la ausencia del propietario para satisfacer sus necesidades o su curiosidad.
Espero durante horas. Es como mirarme desde afuera aunque no me vea. Por momentos estoy cómodo aquí abajo. El recuerdo –todo el mundo lo sabe– siempre mejora los hechos. Duermo unos segundos de manera intermitente o creo que lo hago, como esas noches de insomnio. Me distraigo pensando en cosas curiosas –como que la ignorancia y la lejanía están en el origen del heroísmo y de la gloria– o mirando las nubes que pasan delante de la luna o la luna que está detrás de los árboles o escuchando los pasos de los que caminan por la plaza. Hago un esfuerzo y me imagino que estoy adentro. Las siluetas de los invitados me siguen acompañando desde la ventana. En una o dos ocasiones, repito una palabra muchas veces hasta que agota su sentido y se transforma en otra cosa. También me siento poderoso, como el que sabe o posee algo que los demás ignoran. Esta sensación se intensifica cuando alguien que pasa por la plaza mira hacia arriba atraído por las luz de mis ventanas y el rumor de la fiesta.
Al fin comienzan a retirarse. Algunos tal vez hayan sentido extrañeza por mi desaparición; otros quizás no hayan reparado en ella. Cuando estoy seguro de que se han ido todos –susurro sus nombres a medida que salen como esos niños que cuentan en voz alta para no equivocarse–, regreso a mi casa.
Ordeno todo y antes de ir a dormir vuelvo a mirar la plaza desierta. El banco es una sombra más entre las sombras. Ahora está vacío. Permanecí observando tanto tiempo y con tanta intensidad estas ventanas que ahora me sorprende un poco mi ausencia.
–Antes, yo estaba ahí –digo en voz alta.
La nostalgia justifica los pensamientos más simples y tontos.
Me voy a la cama y apago la luz.
Foto: Oscar Peyrou
enero 25, 2010 a las 10:42 pm
Un fric el chabón; buen relato Oscar, y la foto perfecta.
enero 26, 2010 a las 10:04 am
gracias maestro. despues de mandarlo, pense en dedicartelo. y lo hago ahora.
enero 26, 2010 a las 10:34 am
¡Bueno, muchas gracias!
enero 26, 2010 a las 1:06 pm
El relato es de una elegancia absoluta.
“Antes, yo estaba ahí”. Buenísimo.
enero 26, 2010 a las 1:27 pm
Por que no se publica un libro de relatos de este hombre en Argentina? Es extraordinario. Vi en internet que hay varios editados en España.
enero 26, 2010 a las 5:10 pm
Eso mismo me estaba preguntando yo. Hay que publicar en papel los cuentos de Peyrou. Y, por suerte, escribió muchos.
F
enero 26, 2010 a las 11:50 pm
Un Wakefield solitario, vaya paradoja. Intento de espiar la propia vida por fuera de la misma. La imposibilidad de saberse alguien entre los demás. Al final de cuentas siempre se está solo. Uno siempre es invitado de uno mismo. Vaya este homenaje al gran Nathaniel Hawthorne.