Pascua y abuelos
por Flavia de la Fuente
Felices pascuas les deseo yo también. La nota de Tomás me dejó conmovida. Una bella historia de armonía y felicidad. Hasta parece un relato de otros tiempos.
A mí me hizo acordar a cuando era chica y vivía con mis padres y mis abuelos rusos (ahora habría que decir ucranianos) en Medrano 1324, en una de esas viejas casas chorizo de Palermo, de techos altísimos y un pasillo infinito al que daban todas las habitaciones. Era como un tren. El cuarto del fondo era el de mis viejos, a continuación venía el mío y de Sandra, luego el gigantesco baño, después la habitación de los abuelos y a continuación un enorme living-comedor en L. Y después el consultorio de mis viejos, que no recuerdo que trabajaran allí. Se entraba a la casa por una escalera majestuosa con una puerta cancel y se llegaba al vestíbulo. Si uno no entraba al living, podía ir por el pasillo y llegar hasta el final donde había un patio o, si prefería comer, detenerse frente a la habitación de mi hermana y yo, girar hacia la derecha, subir cinco escalones y entrar a la cocina. Y de allí surgía una escalera muy angosta que llevaba al lavadero y cuarto de servicio y a la maravillosa terraza que nos comunicaba con la casa de Aída y Laura, unas vecinitas tremendas a quienes la madre les gritaba sin ningún pudor durante todo el día. Pero a mí no me gustaba vivir en una casa vieja. ¡Me deslumbraban los departamentitos diminutos de dos o tres ambientes en que vivían mis compañeritas del colegio! Los niños no saben lo que es bueno, o al menos yo no lo sabía.
A diferencia de nuestras vecinas, a nosotras nadie nos gritaba. Mis viejos (ambos dentistas) trabajaban todo el día fuera de casa. Nosotras íbamos a la escuela mañana y tarde, así fue desde el jardín de infantes. Y cuando llegábamos nos esperaba la abuela Ñata, quien nos daba la leche y nos llevaba a la librería a comprar los útiles. Luego nos íbamos a la vereda a andar en bici y jugar a con las nenas de la cuadra. Teníamos prohibido dar la vuelta manzana, aunque Sandra, que era la más desobediente, lo hacía para ver a los chicos de la vuelta. Esa cuadra, Medrano entre Honduras y El Salvador, está hoy casi idéntica a como era hace 40 años. En la esquina de Medrano y Honduras, donde hoy tiene su productora Pablo Trapero, había una vieja farmacia. Pero el resto creo que sigue igual. La casa de los Mayo, la de Estelita, ese edificio con muchos departamentos y un patio en el medio. Lo que cambió es la cuadra siguiente. Antes no existía la plaza que hay sobre Medrano. Antes había una terminal de micros. La vereda, en otoño, tenía un colchón de hojas doradas que crujían cuando las pisábamos. Creo que me voy a dar una vuelta para sacar fotos aunque temo que me dé un ataque de melancolía.
Vivimos allí durante 10 años, hasta 1969, hasta que el hombre llegó a la luna. Con el abuelo formábamos un conjunto musical: él tocaba el piano, Sandra la armónica y yo la guitarra. Cantábamos tangos. Era un poco todo como en Meet Me in St Louis. Volviendo a los tangos, mi abuelo, quien llegó de Kiev a los cinco años, era un porteño de ley. Aprendió a tocar el piano en seis meses y todos los días pasaba horas tocando La cumparsita, Caminito, Adiós muchachos, El pañuelito blanco. Seguramente tocaba mal, pero a nosotras nos gustaba. La única que siguió con la música fue Sandra. Mi abuelo Simón se murió a los dos años de nuestra partida. A mi abuelo le encantaban las fiestas, así que, pese a que era judío, en casa se festejaba todo: la pascua judía, la navidad, lo que venga. Porque si algo le gustaba al patriarca de la casa era comer y divertirse. Pero eran fiestas laicas. Por ejemplo, para Pesaj, creo que era para esas fechas, mi abuela Ñata hacía gefilte fish, la sopa con bolitas y no me acuerdo qué más. Pero mi comida favorita eran los varenikes con sharkoi que, a veces, los hace mi mamá, aunque en general los compra hechos, no se anima a pasarse horas, como lo hacía mi abuela, con las manos en la harina. Eran otros tiempos. Hoy, mi mamá, a los setenta y dos años, ve dos películas por día en el Bafici. Es una mujer activa y moderna.
En mi recuerdo, esos fueron los años dorados de mi vida. Todo estaba en orden, reinaba la serenidad. Después de andar en bici, nos bañaban, cenábamos y mirábamos la tele con mi abuelo, quien se la pasaba parado al lado del dial para hacer un zapping manual, un método un tanto incómodo, pero el único disponible para un ansioso como él. ¡Cómo hubiera disfrutado de un control remoto! El abuelo miraba Tato Bores y no nos dejaba meter baza, y nosotras no entendíamos nada. La vida fluía sin conflictos. Mi abuelo era viajante de comercio. Tenía un negocio de ropa para niños que se llamaba “Flavia Tricot” (ni siquiera se escucha hoy esa palabra). Y un par de días por semana se ausentaba de casa por su trabajo. Viajaba en un DKV verde y siempre iba a 80. Tenía el brazo izquierdo bronceado por el sol. Iba a Junín, a Tres Arroyos y a muchos otros lugares que no recuerdo. Pero siempre volvía con regalos. De Junín nos traía un budincito de chocolate, de cada lugar nos traía un tesoro. Ahora me vino a la cabeza un postre con crema, duraznos y bizcochuelo que era una delicia. O si no, nos colmaba de muñecas. Y todos los viernes, jamás nos fallaba, llegaba con diez paquetes de figuritas para cada una. Era un ídolo. Creo que el único momento de angustia que recuerdo era la espera, los viernes a la noche, a que mis viejos volvieran del trabajo. Llegaban tarde y además venían de lejos. Tenían el consultorio en Villa Diamante. Creo que son los primeros recuerdos de ansiedad de mi vida. Estar sentada en el living y oír que se acercaba un auto, se abría una puerta, se cerraba, un tintineo de llaves, pero se dirigían hacia otra casa y mis viejos no llegaban. Otro auto se acercaba… se apagaba el motor, se abría la puerta y nada. La angustia era tremenda. Pero eso solo pasaba los viernes, porque el resto de los días, a las 8 y media nos mandaban a dormir. Y estaba todo bien, salvo que no podía ver al topo Gigio. Aunque ahora recuerdo otros temores: ir al pasillo de noche. Allí había un Pinocho de yeso que tenía la nariz rota y me daba pánico. Y también recuerdo el peor momento de cada día, tomar el inmenso vaso de leche matutino, con mi mamá diciéndome: “Mirá que si no lo tomás, crece.”
Tomás dijo: “amen”. Y me acordé del amor que me dieron mis abuelos. Un amor incondicional hasta la muerte. Y también recuerdo qué fácil era amarlos. Todo lo que venía de nosotras les gustaba y era agradecido.
Cuando uno crece, uno sigue amando, pero todo es más complicado, o al menos para mí. La gente no siempre está lista para recibir el amor que se le ofrece. No hay tiempo ni para amar. Siempre hay que hacer otra cosa. Siempre hay que trabajar, siempre hay preocupaciones y angustia.
Felicidades para todos.
Foto: Flavia de la Fuente
abril 5, 2007 a las 4:46 pm
Bellos recuerdos. Además estoy fascinado por la enorme cantidad de huevos pascuales que aparecen en la foto, también bella. Aparecen solo en Pascuas? Son de tiburón o qué?
abril 5, 2007 a las 7:15 pm
Nadie sabe de qué son. Siempre me dicen cosas distintas. Algunos dicen que son de caracol, otros de cangrejo, vos de tiburón. Digamos entonces, hasta que aparezca algún experto, que son mis huevos de pascua marinos.
Flavia
abril 5, 2007 a las 7:22 pm
Hace algun tiempo que deje los blogs, pasaba por aca y me parece genial tu blog, una buena lectura no le cae mal a nadie…, felicitaciones…, acabas de ganar un nuevo lector…
Saludos y suerte…
abril 5, 2007 a las 7:23 pm
¿se da cuenta Flavia? La Pascua mueve a la introspección y a la reflexión. Apela al sentido religioso de la vida, a los ritos celebrados en el altar familiar y alcanza a todos (creyentes y no creyentes)
Felices Pascuas
abril 5, 2007 a las 8:45 pm
Muy Felices Pascuas!!! y gracias por …todo!!
abril 6, 2007 a las 7:33 am
Creo que tuve dos infancias, la real y la del relato familiar: la real es la que me tocó vivir en un colegio con nombre inglés y en un country club de Pilar, y la otra es la que vivieron mis hermanas en la casa chorizo de Palermo Viejo… será por eso que escucho a Julio Sosa a toda hora.
Por cierto, a esta Semana Santa española repleta de procesiones, mantillas y saetas le está faltando un buen sharkoi con varenikes.
Besos a todos, felices pascuas.
abril 6, 2007 a las 10:58 am
Querido Liso:
Me alegraste la mañana. Ni bien me desperté, todavía sin desayunar, fui a la compu y me encontré con tu comment.
Ayer, mientras escribía mis recuerdos de los abuelos en Medrano, me preguntaba qué sentirías vos al leer un relato del cual estabas totalmente ausente. Nunca imaginamos tener un hermanito más. Eramos Sandra y yo. Nunca iba a nacer nadie más. A quién se le podía ocurrir. Y, de pronto, vos llegaste cuando yo tenía casi 15 años y nuestra vida era totalmente distinta. Y el abuelo ya no estaba. Pero a la abuela Ñata la disfrutaste de lo lindo, no?
Me encantó que te sintieras también parte de la historia de la casa chorizo. Bienvenido. Con Sandra te vamos a agregar una camita en nuestra querida pieza de la infancia.
Besos porteños,
Flavia
abril 6, 2007 a las 12:42 pm
Cada una de nosotras tenía su oscuro objeto de deseo por el que estaba dispuesta a desobedecer la ley. Mi debilidad eran los chicos y la tuya los chicles.
Tus vicios de infancia dañaron tu salud dental; los míos, en cambio, siguen contribuyendo a mi equilibrio mental.
abril 7, 2007 a las 12:48 am
Uy! ¡Qué linda esta historia de los tres hermanos!
abril 9, 2007 a las 3:49 pm
¿Cuántos recuerdos? «El Topo Gigio» era mi personaje preferido; aún hoy aparece cada tanto en mi recuerdo y afloja las tensiones de la adultez. Comparto las palabras del último párrafo :»Cuando uno crece, uno sigue amando, pero todo es más complicado, o al menos para mí. La gente no siempre está lista para recibir el amor que se le ofrece. No hay tiempo ni para amar. Siempre hay que hacer otra cosa. Siempre hay que trabajar, siempre hay preocupaciones y angustia».
Gracias.
abril 9, 2007 a las 3:51 pm
Gigio en mi recuerdo y en mi voz porque lo imito bastante bien. Así dicen quienes se ríen conmigo.
abril 12, 2007 a las 11:29 am
Querida Flavia: el yarkoy (con y) es muuuuuy fácil de preparar, y tiene además la gran ventaja de que la larga cocción no «se pasa». Como la grillade marinière, no interesa si uno deja la olla a fuego lento un poco más de lo indicado, no habrá gran diferencia. Así, uno puede boludear tranquilo con los invitados, y cuando quiere comer, la cena estará a punto.
Hay que cortar una buena cantidad de cebollas por la mitad y luego en láminas finitas, y dorarlas en aceite. Luego sellar ahí mismo la carne, por ejemplo una tira de asado, o mejor algo con menos grasa. Y luego salar, pimentar, y dejar que se cocine lentamente nomás. Eso es un yarkoy. Si le agregás azúcar y jugo de limón, es un essig fleisch. Espectacular.
Muchos cariños desde Alta Gracia.
abril 12, 2007 a las 8:10 pm
Gracias, Luisito por la receta. Me emocionó reencontrarte en la blogósfera.
Ya nos haremos un rico yarkoy con Q en San Clemente.
Besos para Cecilia y tu hijita,
Flavia