Historias de la Argentina local
Por Leonardo Sai
El Chelo prende el pucho, seis de la mañana, ceba el amargo mate. Una moto raja al grasiento fichero que registra la rutina de la máquina humana. Son las seis y cuarto. En el pulmón de la fábrica unos obreros reciben el día, pitando firme, la risa ilumina el comentario esquinero. Alguna piña, algún chorro, alguna minita, la birra del sábado: los personajes pululan la lengua como una sinfonía de decires sinceros. El Chelo apaga el pucho en la mirada del supervisor y la rebeldía adolescente cavila una secreta venganza contra el espíritu cipayo. Ya todos copan la planta, la máquina se enciende. Olor a aceite de torno viejo, plástico fundido por el inyector insomne de ruidos siniestros. El santiagueño Antonio, con cara de sacerdote provinciano, se queja de su mujer pues ésta no concede placer anal. Las hienas de sus amigos lo gozan en mentirosas anécdotas de cumbieras eyaculaciones. El chelo piensa en esos quince años de trabajo fabril: Mide el eje, calibra el torno modelo setenta y ocho. La máquina se prensa un día más de la vida. Pero no para siempre. El Chelo se raja a fin de mes a Córdoba para no volver jamás.
En el barrio feliz del Conurbano Norte, conocido como Martínez, una industria se roba el tiempo de cien obreros en la calle Puerto Rico y Cuyo. Una mediana metalúrgica construye, destruye, arregla las bombas de agua del país. Una argentinidad al palo. La genealogía de su ascenso económico no puede sino arrancarse de la huella peronista. La historia de la familia Hanner se compone en un taller de Carapachay en las dolientes ciáticas del viejo Hanner, allá por los Cincuentas. El viejo monta el taller, copia el diseño de una bomba de agua alemana, trabaja veinte horas al día, contrata unos obreros, ceba el mate, explota en tangos el amanecer. Los fines de semana invita buenos asados, paga bien, consigue materiales de construcción para quienes se estaban haciendo la casita. Es el sueño de un innovador local. Los obreros cumplían, llegaban temprano, escuchaban un saber. Tiempo después se dice que el viejo Hanner tuvo buenas inversiones en la Bolsa de Comercio. Se dice que quemó todos los papeles de la calesita de sucesivas evasiones. Sus hijos, recibidos, abren una planta grande como en los mejores sueños del inmigrante exitoso. Una nueva generación toma la posta. Ya no hay mates ni trabajo compartido con los obreros, ni asados, ni unos mangos extra cuando sube la demanda. Se empezó a trabajar más horas, por el mismo salario, hasta ponerlo en el piso mínimo del mercado, por agencias, por unos meses, por unos días, por lo que aguanten. Los herederos llegan en sus camionetas, apenas saludan. Pasan del encierro verde al micro-encierro de unas oficinas austeras. El viejo Hanner visita, alguna vez, cuando la ciática lo deja, la obra de su vida.
Se encuentra con Virgilio, un obrero de casi setenta años. Lejos, el mejor y más rápido reparador. Virgilio es un obrero pulido. Callado, irónico hasta la médula. Es un alemán de pura cepa, es decir, un cervecero disciplinado. Lo saluda, le toca la cara, recorre sus arrugas con dedos temblorosos. Virgilio siente el peso de ese reconocimiento. Hanner saluda al Chelo. Se ríe. Conoce las peleas de Marcelo con sus hijos, sus amenazas, protestas, rebeldías. 15 años de antigüedad y ofertas de trabajo en otras partes del país le dan valor suficiente para carajear todo el maldito día. Grita para que lo dejen tranquilo (los supervisores) cuando hace pis en el baño o cuando se fuma, oculto, un pucho. A los treinta y ocho años el Chelo cursó “Sociedad y Estado” en el CBC. Escuchó hablar de un tal Taylor. Un docente barbudo le explicó el concepto de “flojedad sistémica”. Marcelo profesó la más profunda puteada de su vida. Lo veo despedir al viejo Hanner. Lo abraza, le dice que lo extraña. Hanner le dice “no sé quién te va reemplazar el día que te vayas de acá”. Por un día entero el Chelo trabaja en silencio.
Hanner recibe a los nuevos obreros, los de la “nueva generación”. Son rostros que reconoce, ojos que advierte en otros lados. Son esas miradas, esa piel, a la cual tanto teme mientras abre las puertas del garage: las fisonomías del afuera de los muros del verde Pilar. Para esos rostros, el viejo es otro decrépito más. Dueño, jubilado, no importa. Todo sea porque llegue el sábado y la fiesta sicaria arremeta por más. Hanner, lentamente, se está yendo. Sostiene las manos de los más jóvenes. Todavía insiste en que se cuiden y valoren el trabajo.
Son las seis de la mañana, otra moto raja al grasiento fichero. Unos puchos se encienden a la espera del timbrazo. Será el momento en que los inyectores aturdirán la conciencia en tormentosa repetición… y una nueva pitada se agite firme, rápida y oculta, en algún rincón, de un sueño anónimo, desechándolo, como un resto oxidado, como una bomba quemada llena de agua podrida.
Foto: Leonardo Poniz
marzo 21, 2007 a las 10:15 pm
Maravillosa nota Leo!!!! Es asì!!! Trabajo en una planta industrial hace unos meses, me encanta la descripciòn de los puchos, los supervisores de mierda, el ruido choto de los inyectores. Genial tu fresco industrial. un abrazo. muy buen blog!!!!
marzo 22, 2007 a las 2:25 pm
me gustan estas notas con sabores locales… ¡¡¡más argentinas locales!!!
marzo 22, 2007 a las 8:10 pm
Joya leo, sos un hijo de puta!!!!