Sobre La cena de César Aira
por Quintín
Un proyecto que me alegra por anticipado es leer todos los libros de César Aira. Pero leerlos en orden. Sin embargo, como nunca pude conseguir el primero, Moreira, el plan se va postergando indefinidamente. Mientras tanto, sigo acumulando los que encuentro (me faltan varios todavía, son más de sesenta) y leo uno de vez en cuando, como por ejemplo La cena, que apareció hace poco.
Empecé a leer La cena anteayer y de entrada me reencontré con un rasgo que siempre aprecio en Aira, cierto obsesivo rigor para perseguir los razonamientos, para tomar un hecho cualquiera y expandirlo hasta la dimensión de una teoría. Aquí empieza hablando de la costumbre de la gente de pueblo de encadenar los apellidos de sus vecinos en conversaciones que están siempre salpicadas de nombres.
Querían referirse a una mujer, “la de… ¿cómo se llamaba? la casada con Miganne, que vivía enfrente del escritorio de Cabanillas” “Cuál Cabanillas” “El casado con la de Artola…” Y así seguían.
De esa pequeñez saldrá esta vez un libro entero. Tomás Abraham, que le dedica unas cuantas páginas a Aira en su libro Fricciones, suele subrayar que Aira es inteligente.
Si Aira impone su talento, es por su inteligencia, por sus hallazgos cerebrales,
dice por ejemplo Abraham, y en ese juicio creo que toma en consideración algo que el filósofo señala, cierta pasión lógica, analítica, wittgensteiniana si se quiere, que tiene Aira para pensar las consecuencias de los datos más ordinarios y en apariencia insignificantes de la realidad.
Hay otra manera de calificar a un escritor de “inteligente”. Es la que utiliza Rodrigo Fresán para hablar de C. E. Feiling en el prólogo de Con toda intención, recopilación póstuma de sus ensayos. No hay duda de que Feiling era un tipo inteligente: refinado, ingenioso, sutil, casi un Oscar Wilde de las pampas. Y esos rasgos se trasladaron a su obra. Pero no creo que Feiling fuera un escritor inteligente. La razón la da el propio Fresán citando a Feiling:
Pero también me parece que todo escritor que no está preocupado por su fama imperecedera sino por los lectores —y esto no significa aspirar a un mercado terriblemente amplio— trabaja con moldes que son conocidos y esperados por esos lectores. Someterme a las reglas de un género de antemano, premeditadamente, me permite escribir.
Feiling parecía creer que la literatura estaba hecha, en el sentido de que sus moldes estaban preestablecidos. Y a partir de un gusto muy sólido que le permitía orientarse se inscribía en ese cuerpo universal. Eso no lo hacía inteligente como escritor. Es el caso contrario de Aira. Creo que la inteligencia de este tiene relación con el origen latino de la palabra, que si no me equivoco, alude a la facultad de entender. Es el sentido que tiene inteligencia cuando se la usa como sinónimo de espionaje. Porque Aira, me parece, comprendió que la literatura no viene dada, que hay que entenderla, y que la única manera en que un escritor tiene para entender la literatura es mediante el desarrollo de su propia obra.
Esa incerteza que subyace a la obra de Aira contrasta con los equívocos que sus propias palabras han suscitado. En efecto, sobre Aira se dicen, más bien se repiten como una letanía, una serie de cosas. Que vive en Flores, que escribe en los bares, que no corrige, que piensa sus libros como un continuo, que admira a Duchamp y, por lo tanto, fabrica ready mades literarios (?), que es partidario del procedimiento como eje de la narración, que no le parece importante escribir bien, etc. Hay una vulgata Aira, compuesta por esas verdades a medias o irrelevantes, que lo ha fijado en la figura de niño travieso, de vanguardista un poco anacrónico, y que libera a quienes la enuncian de la necesidad de leerlo o, al menos, de seguir leyéndolo. De paso, fijarlo allí colabora con los proyectos que pretenden dar por terminada la literatura (y que producen efectos tan psicóticos como esta carta), para pasar a la era de la intertextualidad y la estrategia (?) que me parece, en el fondo, una excusa para figurar en el mundo de las letras sin tener que molestarse en leer.
Podría decirse que Aira ha contribuido a su leyenda, ya que es el responsable de esa información empírica y teórica que circula sobre sus usos y costumbres. El ha dicho esas frases que se repiten una y otra vez pero, al mismo tiempo, se ha instalado como una especie de oráculo que no aparece en público, no participa de la vida social de la literatura y rara vez concede entrevistas. De esa conducta se puede concluir, como suele hacerse, que se trata de una simple estrategia de posicionamiento, que tiene como núcleo convertirse en la figurita difícil. Hay otra manera de interpretar el silencio mediático de Aira y es suponer que lo que tiene para decir está en su obra, lo suficientemente abundante como para no requerir de exhibiciones ni de explicaciones. Y como, además, se trata de una obra en curso, de ningún modo concluida y en permanente evolución, sus eventuales declaraciones no harían más que simplificar inútilmente la riqueza del texto. Por eso es que sería muy importante una lectura cronológica, para seguir esa evolución, para acompañarlo a Aira en su camino hacia el entendimiento de la literatura.
La cena tiene tres partes o tres capítulos (se llaman I, II y III). En la primera el narrador va a cenar con su madre a la casa de un amigo. El amigo tiene mapas gigantes y una colección de minúsculos autómatas que remiten, en versión cómica y acriollada, a los de Raymond Roussel, del que Aira es un confeso admirador. Aprovecho para comunicar que mis esfuerzos de varios años por leer Locus solus han sido en vano. Nunca pude pasar de las primeras 50 páginas y eso solo ya me parecía como escalar el Aconcagua. Tal vez, esta sea la explicación:
Con la típica insensibilidad del coleccionista, mi amigo jamás notaría que a ella le eran indiferentes sus juguetes y cuadros y objetos.
El “ella” de la frase, que viene a representarme como lector frente a los raros objetos que describe Roussel, es la madre del narrador, una vieja remilgada y resentida. Y el narrador es una especie de alter-ego remoto de Aira: es de Pringles, donde transcurre la novela, y tiene cerca de sesenta años (acabo de descubrir en la contratapa que Aira cumple mañana 58 años y de recordar que celebró los cincuenta con un libro llamado Cumpleaños). Por lo demás, no es escritor ni artista, se ha quedado en el pueblo, no se casó, “nunca tuvo un trabajo serio”, se fundió económicamente y se considera un fracasado. En esa primera parte, el narrador diferencia su manera de contar de la de su amigo (el falso Aira se distingue del falso Roussel):
Esta recurrencia de los recuerdos de pozos, muy primitivos y quizás fantásticos, quizás venía a simbolizar “huecos” de memoria, o mejor huecos en las historias que no solo no se dan en las historias que cuento yo, sino que siempre estoy rellenando en las que me cuentan.
Era un hombre muy sociable, le gustaba hablar y contar historias, aunque no lo hacía bien, se le mezclaban los episodios, dejaba efectos sin causa, causas sin efecto, se salteaba partes importantes, dejaba un cuento por la mitad.
La segunda parte es desopilante, una versión de El regreso de los muertos vivos, la película de George Romero, que transcurre en Pringles. Los zombis salen de sus tumbas y atacan el pueblo. Pero en lugar de comerles el cerebro a sus víctimas, se lo abren y le chupan las endorfinas, cuya descripción es:
Sustancia producida por el cerebro para su propio uso, optimizadora del pensamiento, o pensamiento del optimismo.
O, más sencillo,
las gotitas de la felicidad y la esperanza que segrega el cerebro de los vivos.
En medio de esta mezcla absurda, típicamente aireana de fantasía y divulgación, el autor aprovecha para introducir algunos comentarios sobre la sociedad del pueblo y sobre la injusta distribución de las mentadas endorfinas.
A muchos chacareros les sobra la plata, tan poco consumo social o cultural tienen ocasión de hacer en los pueblos, y se dan el gusto de seguir comprando armamento hasta que ya no les entra en la casa.
Un pueblo de chacareros y camioneros endurecidos por el trato cotidiano con la Naturaleza y el hombre lobo del hombre, no podía rendirse sin combate.
Fue uno de los banquetazos de la noche, esa inerme acumulación de franceses fiesteros y ricos, la clase de gente que hace de la producción de endorfinas su razón de ser.
Finalmente, los zombis son derrotados o, más bien, obligados a volver a sus tumbas cuando los viejos comienzan a identificarlos y a llamarlos por el nombre. Así, ese saber inútil que cohesiona la memoria del pueblo es lo que impide su desaparición.
Después del vértigo del segundo capítulo, la tercera parte de La cena es más reflexiva. Allí descubrimos, gracias a una sutileza gramatical, que el protagonista bien puede haber visto entre sueños el film de Romero la noche anterior y por eso cree que Pringles fue objeto del ataque de los muertos. El narrador aprovecha para describir su propia personalidad y su estilo.
Tenía incorporada la sensatez prosaica del pueblerino, pero en una versión inútil para los negocios.
¿Estaremos ante una definición de la prosa de Aira? Es posible. ¿Por qué no sospechar, aunque ese camino conduzca a una trampa, que el escritor es alguien que se ha alejado del destino al que su madre y su pueblo lo condenaban?
En este caso, mamá estaba anteponiendo la razón del pueblo, de la gente que ella conocía, de su mundo, en la que nadie gastaría un centavo en una antigüedad ni un objeto curioso. Un mundo práctico, concreto, razonable, antiestético, sano.
¿Podemos pensar que Aira comparte con su protagonista otros rasgos?
No había heredado el carácter depresivo y combativo de mi madre, sino el de mi padre, que era una aceptación general del mundo, cercano a la indiferencia, enemigo de las discusiones y los problemas, ni optimista ni pesimista, con un fondo de melancolía que nunca llegaba a tomar del todo en serio.
No sé si podemos, pero es inevitable. El silencio mediático de Aira tiene para sus lectores un efecto benéfico: nos comunicamos con él mediante sus libros y aunque sepamos que nuestro interlocutor juega con la ambigüedad de su estatuto de un modo más bien perverso, ¿por qué no entender que, al cabo de unas cuantas novelas, participamos de su mundo mucho más de lo que las asépticas crónicas literarias están dispuestas a admitir? Es posible que estemos ante un gran tímido que abandona la cultura de su pueblo natal pero conserva una impronta pequeñoburguesa, pero no una caricatura de ella, sino una versión más profunda y más compleja, que en la última página reaparece como discurso de su amigo, el coleccionista.
Hubo una breve pausa, y en su respuesta detecté un sutil cambio de tono, como si saliera del plano de las consideraciones generales que podía intercambiar con cualquiera, y empezara a dirigirse específicamente a mí.
El amigo habla del canal de televisión local y de los negocios en Pringles y el libro termina así:
El secreto del éxito es el empeño inteligente, el trabajo acompañado por el pensamiento, la autocrítica, la evaluación realista del medio y sobre todo la exigencia. No la exigencia mezquina sino la de los sueños juveniles a los que no es necesario renunciar, todo lo contrario. Hay que saber mirar más allá de los intereses de la supervivencia y proponerse darle algo al mundo, porque solo los que den van a recibir. La prosa de los negocios tiene que expresarse en la poesía de la vida.
Finalmente, la frondosa obra de Aira bien puede ser una expresión de esta idea tan prosaica, originada en una filosofía de tenderos que aspiran a salir de una cosmovisión provinciana. Para triunfar en la literatura, entonces, hay que proponer algo que exceda la mezquindad ambiente, que incluya una dosis importante de generosidad. El cálculo se hace entonces a largo plazo y hay que dar para recibir algún día. Aira es un escritor generoso y su estrategia de no cuidar cada línea impresa y confiar, en cambio, en el volumen que va alcanzando su obra (sobre todo al lado de tantos escritores que no escriben) es una expresión de ese espíritu. Sólo alguien al que le sobra voracidad de consumidor y confianza en el futuro puede producir esa obra tan insólita que es su Diccionario de autores latinoamericanos, monumento a la voluntad de leer que no tiene un talante académico ni enciclopedista. La generosidad de Aira, en definitiva, es la que los lectores aprecian (apreciamos) cuando cada tres meses en promedio aparece un nuevo libro suyo. Y apreciamos también que esos libros, además de deleitarnos, nos hagan creer que en secreto nos tutean. Porque no hay manera de encontrar un Aira resumido en una entrevista, no hay más remedio que leerlo. Es la única vía de acceso al personaje. Más que una entrada reciente en la bibliografía de Aira, La cena, un libro encantador, es un episodio más de nuestra vida como lectores del novelista de Coronel Pringles.
Foto: Flavia de la Fuente
febrero 22, 2007 a las 5:37 pm
A mí las primeras 20 páginas de Locus solus me parecieron como escalar el Everest… Por lo que se ve que que Quintín es un escalador más persistente que yo. Por suerte, no ocurre lo mismo con Aira, al que podría seguir hasta la luna si fuera necesario.
febrero 22, 2007 a las 6:33 pm
Una pequeña corrección: la película de Romero se llama La noche de los muertos vivos (Night of the living dead, 1968), se la suele confundir una de la década del ochenta llamada El regreso de los muertos vivos (The return of the living-dead, Dan O’Bannon, 1985).
febrero 22, 2007 a las 9:09 pm
el escritor que no puede dejar de escribir, escribe y escribe, escribe cada vez más, oculto, quiere entender la literatura practicándola como lector y escriba, por esa doble entrada a la inteligencia, quiere saber mejor que nadie de qué se trata, los lectores disfrutan, se entretienen, esperan de su generosidad, para entender con él, el próximo librito de acá a tres meses, no hay verdad con mayúscula que aguijonee por haber encontrado lo decisivo, no hay paralización absoluta, como de madera, no hay una percha, hay movimiento sin verdad incontestable, excepto esa seguridad en el tono que puede llegar a decirnos que ya encontró lo que buscaba y ahora disfruta en piloto automático contando lo que venga pero no descuidando nunca esa visible inteligencia, molesta un poco, de todas maneras es su chapa, irreprochable, lo mejor en la línea borgeana, un provinciano inteligente del siglo XX, por explicar a lo piglia, su gran amigo.
febrero 23, 2007 a las 11:40 am
Estimado Quintín,
hace poco, vía Wimbledon, llegué a LLP. Y no puedo ocultar el gozo que me produjo encontrar este blog.
Un placer, en serio.
Me gustan los textos, los temas cambiantes y, por supuesto, las fotografías de Flavia (creo que se complementan perfectamente con esos textos).
Leer las recorridas por Colonia de Tomás me llena de una (no muy) sana envidia, pues allí, precisamente allí, me veo viviendo desde mis futuros 60 años. Ojalá pueda.
Pero ya quiero estar en ese lugar.
Entonces, textos, fotos y “aire” coloniense se conjugan para que cada día me pegue una vuelta por LLP.
Creo que hasta ahora sólo comenté en dos ocasiones, pero en ninguna de ellas les conté lo mucho que me gusta el blog, y por eso lo hago ahora.
Sin embargo, también ahora me permito comentarte que, como en otras veces, no coincido con tu análisis de obras literarias (obras puntuales, ni obras en el sentido de Barthes).
Aira no me mueve un pelo.
Mucha gente lo sigue, mucha gente lo alaba, mucha gente lo señala como “el escritor” argentino contemporáneo. Quizás lo sea, y la cuestión pase por mi, que no logre captar la esencia de su obra, o apreciar su brillante estilo.
Lo cierto es que ni uno de los doce libros que leí de él (no pueden decirme que no lo intenté…) me conmovió en lo más mínimo.
Soy, digamos, bastante “lector”, y muy seguido me topo con libros y/o autores que me movilizan, que me generan necesidad de reflexión, que estimulan el placer que siento al leer, pero con Aira no me pasa nada de eso. Ni un poco.
Salvando las distancias, por cierto, es lo mismo que me sucede con ese mamarracho de Cucurto, travestido, gracias a ciertos snobs, en la “renovación” de la literatura argentina.
Ok, es verdad, en general leo autores europeos (ingleses, mayormente) y WASP de la Costa Este, a la vez que entre los escritores argentinos son contados con los dedos de una mano aquellos que me movilizan.
Pienso (y voy a ser bien heterogéneo), por ejemplo, en Arlt, en Dal Masetto, en Wernicke, en Castillo, en Heker, y no muchos más (sí, aclaro: no están Cortazar, ni Puig, ni ABC, ni JLB…).
Los nombrados me generan reacciones como las que mencioné, y en cambio Aira sólo me genera otra cosa: hastío.
Para los snob de Puán, por caso, seré un iletrado. Me nefrega…
En fin, sólo esto: poder intercambiar ideas y pareceres con ustedes.
Gracias por estar.
Saludos
febrero 23, 2007 a las 3:09 pm
Quintín, en algún lado tengo una fotocopia de Moreira. Saludos.
febrero 25, 2007 a las 4:47 pm
Yo tengo el Moreira de Aira, primera y única edición. Si quieres se lo presto, avíseme por mail.
septiembre 14, 2007 a las 1:25 am
Encontre esta nota de casualidad. Interesante lo que pones, Q. No son comunes las criticas a Aira que salgan de esos lugares comunes que marcas. Otro tipo que me parece interesante como lo lee a Aira (ademas de como escribe) es Martin Kohan, que recomiendo leer.
enero 30, 2013 a las 2:02 pm
[…] esta otra reseña, que toca puntos relevantes del carácter literario de Aira que no fueron tocados en este […]